Diálogos con la Muerte (Parte IV)
Presentamos el cuarto capítulo de ‘Diálogos con la Muerte’, de la colaboradora Juliana Vargas, en la que continúan las conversaciones entre Ciro Montilla y la que será su verdugo.
Juliana Vargas
La Muerte intentó matar a Ciro Montilla poco antes de que lo encerraran. Que recuerde, no sintió nada extraordinario. Fue una semana como cualquier otra. Se levantó, se vistió sin ayuda, el sobrino de Clara fue y pasearon un par de tardes, tomó café en la tienda de al frente, donde acostumbraba a hablar con la dueña durante horas, nada raro. Su vida siguió siendo el aburrimiento hecho rutina, como debía ser. Había vencido a la Muerte sin siquiera proponérselo.
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La Muerte intentó matar a Ciro Montilla poco antes de que lo encerraran. Que recuerde, no sintió nada extraordinario. Fue una semana como cualquier otra. Se levantó, se vistió sin ayuda, el sobrino de Clara fue y pasearon un par de tardes, tomó café en la tienda de al frente, donde acostumbraba a hablar con la dueña durante horas, nada raro. Su vida siguió siendo el aburrimiento hecho rutina, como debía ser. Había vencido a la Muerte sin siquiera proponérselo.
—Era fácil llevar almas al otro lado. Realmente no tenía que hacer nada más allá de tomarlos como si fueran mi propiedad —le dice la Muerte a Ciro.
—¿Sin guadaña? —pregunta Ciro, con el ánimo de aligerar la conversación.
—No, no hay guadaña. Podría crear una, pero los sanguinarios son ustedes, no yo. Pero contigo no funcionó. Nunca había pasado algo así.
La Muerte vuelve a alejarse, se eleva hasta el techo, queda boca abajo, ve a Ciro desde arriba. El viejo se sienta en medio de una catedral gótica con arcos apuntados, de aquellos que se elevan hasta el cielo como si quisieran alcanzar a Dios; pero encima de él no está Dios sino la Muerte que lo observa, lo vigila y analiza sus puntos flacos. “¿Acaso no tiene fe?”. No lo sabe, no puede ni pensar con esa Muerte encima de él, esa Muerte que ahora desconoce.
—Me obsesioné contigo a partir de mi fracaso. Te rodeé, te seguí, leí tus pensamientos, aunque no acostumbrara a fisgonear en la mente humana, la cual es usualmente banal. Y al final no obtuve nada ¡Absolutamente nada! — La Muerte explota, el brillo negro se expande hasta cubrir toda la sala, y Ciro queda envuelto en una oscuridad tan densa que puede palparla—. Y aún no puedo hacer nada…Te he besado, me he sentado en tu regazo, te he ayudado a hacer tus ejercicios terapéuticos, me acabas de tocar, por lo que deberías estar muerto por enésima vez en tu vida.
La Muerte resopla fuertemente. Suena como un eco por toda la casa, como si estuviera en todas partes y en ningún lugar. Ciro siente miedo.
—Algo pasó. Algo que no me has querido decir —le dice en medio de esa oscuridad que la esconde. La esconde a ella y a sus sentimientos que no debería ser capaz de tener.
Ella resopla todavía. Sigue ahí, en alguna parte, como una estrella negra, como una estrella en colapso, como una singularidad suspendida en el espacio y en el tiempo. Ciro espera con el corazón en un puño, espera la explosión y, quién sabe, también podría estar esperando la muerte que ha estado evitando.
—Pasó que me obsesioné con tu vida, la vida que se negaba a dejarte. También me fascinaron tus pensamientos y, finalmente… algo en mí cambió.
La oscuridad ya no es tan densa. Ahora Ciro puede ver a la Muerte. Es un punto luminoso en medio del negro, como si fuera un pez con plumas de todos los colores.
—Cuéntame qué pasó.
Antes, la Muerte era eso, la Muerte. No era un ente o un ser, ni siquiera era una existencia. Era un destino, una estrella negra, una estrella en colapso, un vacío al que los humanos caían cuando el corazón se cansaba de palpitar al darse cuenta de que la eternidad era inalcanzable.
Luego, la Muerte fue existencia, una estrella en formación, una entidad que dio cuenta de su ser cuando un hombre cualquiera se negó a morir. “Por qué te niegas a morir?”, le preguntó a ese hombre cualquiera, pero el hombre cualquiera no contestó.
La Muerte se vio obligada a hacer memoria. Le había quitado la vida a australopithecus y a homo erectus; a neandertales y a homo sapiens; a medievales, renacentistas, modernos, contramodernos, existencialistas y realistas; a románticos, revolucionarios, indiferentes e idealistas. ¿Por qué este hombre cualquiera sería distinto? Cuando se dio cuenta, levantó las manos y se percató de que ella también era diferente. De alguna manera, había adquirido un par de brazos, piernas, cabello y ojos. Ocupaba un lugar en el mundo, así aún fuera invisible a los humanos, y eso era… ¿cómo era? Esa respuesta no la sabía, pero tenía toda la eternidad para averiguarlo. Así que, además de llevarse almas, también se dedicó a viajar por toda la Tierra. Ahí fue cuando le cogió gusto a las profundidades del mar, a los peces con plumas multicolores y al sol, sobre todo a este último, que era la antítesis de estrellas negras, vacíos y agujeros negros.
¿Y el hombre cualquiera? Lo empezó a visitar en los espacios que tenía entre su trabajo y sus viajes por el mundo mortal. El hombre pensaba mucho más que la media humana, y no era porque fuera particularmente inteligente, aunque también lo era. Pensaba más porque tenía demasiado tiempo libre, y todo ese tiempo lo ocupaba en el arte de la reflexión y del sufrimiento autoinfligido, incluso cuando hablaba con el sobrino de su ex esposa durante los paseos que hacían en las tardes.
Escuchando aquellos monólogos mentales, fue que la Muerte recordó que ese hombre había sido el del polio a los 9 años y el de la falla cardíaca a los 58. No se lo había llevado consigo porque así debía ser, no había otra explicación. La Muerte hacía su trabajo y ya. No había análisis que hacer o palabras de pésame que decir.
Pero, desde que este hombre cualquiera se había negado a cumplir los designios de la Muerte, algo había cambiado. La Muerte escuchaba los pensamientos del hombre por horas, absorta en los mil tipos de dolor que recordaba. Los dolores fantasma de la niñez, los dolores de la ausencia de su madre, los dolores de saberse diferente en un mundo tan cinético, los dolores de no poder darle una vida perfecta al único amor de su vida, los dolores de los miles de ciudadanos que quiso hacer suyos como juez, los dolores de descubrir que no podía cambiarles la vida, los dolores de saber que ni siquiera podía enderezar su vida como para ser capaz de hacerse cargo de otras, los dolores de saberse solo y de que, algún día, moriría solo.
Y entonces la Muerte explotó como si de una supernova se tratara. En la memoria humana no existe ningún caso de alguien que, de pronto, en un segundo, recuerde de golpe todo lo que ha vivido en la vida, así que es imposible describir con exactitud lo que experimentó la Muerte aquella vez; pero lo que sí se puede decir es que recordar de golpe los millones de personas a las que les había quitado la vida fue como una bala, como si el universo mismo la hubiera acribillado. Fue como volver a ser una estrella negra y renacer como un sol, y eso puede ser lo más doloroso y calcinante que cualquier ser haya podido padecer.
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La Muerte estuvo suspendida en el aire con la cabeza explotando durante tantos días y tantas noches que perdió la cuenta. Cuando pudo moverse y flotar hasta el suelo, lloró por primera vez en su existencia, pues, lo que antes había sido un trabajo automático, una existencia sin existir, ahora era el dolor conjunto de millones de personas en la Muerte. Esas personas ya no eran almas que la Muerte se llevaba, ahora tenían nombre propio, ahora la Muerte podía recordar las últimas palabras que habían pronunciado, y los amores imposibles que habían sufrido, y los familiares que habían perdido. Ahora recordaba las charlas que había mantenido con Dante Alighieri, los besos en la frente que le dio a Bertha Angarita para ayudarla a dejar a su hijo y las palabras de aliento que le regaló a Ciro Montilla para que siguiera adelante.” Estuve sola, pero ya no lo estoy”, cantó la Muerte. “Seguí el rastro de tu amor hasta encontrarte, y ahora mi corazón retumba con tus melodías. Nuestros caminos se cruzaron, contigo conversé y reí, y ahora nada ni nadie te sacará de mis memorias más queridas”, siguió cantando con voz ronca porque todavía no se acostumbraba al tono de voz que nunca antes había tenido. Y, sin embargo, hoy nos toca decir adiós. ¿Quién escuchará los ecos de tus melodías? Tan sólo deja que suenen, y así, algún día nos reencontraremos”, terminó de cantar, esperando que los ecos de esa melodía también fueran los ecos de un nuevo inicio.
La Muerte alcanzó a pensar que siempre había tenido ese cuerpo, sólo que no era consciente de ello. Luego pensó en la posibilidad de que esos recuerdos no fueran reales, que fueran imágenes creadas como castigo por no haberle quitado la vida a ese hombre cualquiera, que ahora sí era Ciro Montilla. Al final, sencillamente se rindió y no tuvo más remedio que aceptar su nuevo cuerpo y esos recuerdos que tal vez no fueran recuerdos.
Cuando pasó de la resignación a la aceptación, la Muerte se descubrió alegrándose de que el hombre cualquiera no hubiera muerto aún porque todavía tenía que sanar muchas cosas antes de dejar la mortalidad. También se asombró cuando, de forma inconsciente, empezó a cambiar sus métodos. Ya no era cuestión de llevar almas al otro lado, también necesitaba sanarlas antes, quitarles el dolor, cerciorarse de que la tomaban de la mano hasta terminar la senda que las llevaba hasta el más allá. Antes, las almas en pena eran un daño colateral en su trabajo, ahora eran un error imperdonable. Y eso había causado un problema. A raíz de la pandemia que sufría el planeta en esos momentos, la cantidad de personas que morían aumentaba cada vez más, la cantidad de personas que se iban sin haber aceptado su fin cada vez eran más. Si los vivos pudieran ver el caos en el que se encontraba la inmortalidad, les alegraría tener a su disposición la belleza trágica de la ignorancia. Nadie quiere estar rodeado de muertos vivientes.
Pero ella sí tenía que aguantarse a esas marionetas, y probar por primera vez el sabor salado de las lágrimas, y confundirse por la manera en la que ahora reaccionaba a su trabajo. Su nuevo cuerpo le había dado el sol, a los peces de colores, y también le había dado la certeza de saberse sola en medio de la condena y la bendición que era la eternidad. ¿Qué era eso que sentía ahora? ¿Eso eran las emociones de las que disfrutaban y adolecían los humanos? ¿Qué era ese cuerpo que tenía ahora? ¿Cómo se suponía que debía seguir existiendo, si es que existía? El día que Ciro Montilla la llamó y ella se hizo visible ante él, determinó que iba a obtener las respuestas a las preguntas que se había planteado desde que había adquirido una forma concreta que no implicaba tener calavera y guadaña.
—Todas las preguntas que me has hecho, las conversaciones que hemos tenido, ¿todo eso ha sido para entenderte? —le pregunta Ciro
—Sí. Ahora ocupo un lugar en este mundo, tengo que descifrar por qué. Pero parece que no me serviste de nada.
Ciro Le habría dicho a la Muerte que se sentía usado, pero ese era precisamente el problema, que la Muerte no sabía qué o quién era, si sentía o no, así que de nada servía decirle que había herido sus sentimientos.
—No desistas, sigue preguntando. ¿Qué necesitas para saber que eres más que el mero final de todos los hombres?
—Nada, Ciro Montilla. No necesito nada porque soy la Muerte. Algún error cometí al no matarte, y necesito enmendarlo.
—¿Y cómo pretendes hacer eso? ¿Quitándome la vida ahora sí, si es que siquiera eres capaz? ¿Acaso eso te va a hacer libre? Porque yo digo que obtener forma y contenido fue lo que te hizo libre.
—¿Y qué va a saber un hombre cualquiera de libertad?
Y la oscuridad se fue, también se fue ella, y lo dejó ahí, en mitad de la luz y su cárcel. De verdad que era una niña. El destino de todos los hombres pendía de los altibajos de quien apenas estaba tomando consciencia de sí misma. Casi que era mejor la perspectiva de nunca morir, porque los niños no lo pueden todo. Casi que era mejor quedarse encerrado en esa casa que también era un acuario y una cárcel, en una batalla dialéctica contra esa niña por siempre jamás. Prefería eso y enfrentarse a ella que estar sujeto a sus caprichos. Prefería lo absurdo de la eternidad que la racionalidad de todo fin. Homero cuenta que Sísifo había encadenado a la Muerte. Hades no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso y, entonces, envió a Ares a liberarla. Los dioses condenaron a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso, por haberse enfrentado a la Muerte. Habían pensado que no había castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. Pero se equivocaban porque a Ciro Montilla le empezaba a saber a alivio. El desprecio a los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron Sísifo a ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no hacer nada. Ciro espera que su llamada incesante a un Jesús dormido, su amor a esa niña voluble y su indiferencia a la vida que le quedaba le valieran lo mismo. Y si eso quería, debía prepararse y acostumbrarse a vivir en esa cárcel donde cumpliría su condena divina.
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—¿Escuchaste, Clara? Esto es ahora mi cárcel. Es extraño pensar que algo a lo que llamaste “hogar” ahora lo llames “cárcel”. También es extraño que a tu cuerpo lo hayas llamado “cárcel” también. Es extraño decirle a la Muerte que ha alcanzado la libertad cuando tú no sabes de la paz que viene con ella. Pero siempre he sido un hombre irremediablemente idealista porque prefiero engañarme en el bienestar de otros antes que ver los demonios que llevo dentro.
El día que Ciro por fin pudo engañarse, a pesar de demonios y cárceles, fue cuando invitó a Clara a estudiar a su casa. Ciertamente, era sólo una excusa para tenerla cerca y, además, presentarla ante su tía. Cuando a tus 22 años no sabes lo que es ir a una discoteca, bailar o besar a una mujer, piensas estupideces como “Clara definitivamente es la mujer de mi vida”, “mi tía la conocerá y dirá que es la mujer perfecta para mí”, “nos casaremos y, quién sabe, hasta de pronto tendremos hijos”, sin siquiera conocer bien a esa mujer. Además de idealista también era idiota, así que ahí estaban, sentados en el comedor, ella estudiando, él soñando, con dos sándwiches en medio y su tía en la cocina escuchando a hurtadillas.
—¿Qué quieres hacer cuando nos graduemos? —le preguntó Clara luego de un silencio incómodo en el que cada uno leía fingiendo estar solo.
Ciro levantó la mirada del libro que estaba leyendo sin leer. Ella estaba ahí, con la mirada fija y una media sonrisa asomándose. Seguro esperaba alguna respuesta ingeniosa, algún comentario tan pretencioso como “presidente de la República”, embajador en Suecia”, “Fiscal General de la Nación”, pero la verdad era que no tenía la más remota idea de lo que quería hacer. Ni siquiera sabía por qué había estudiado Derecho, para empezar. Debería decir que, a raíz de su enfermedad, quería elevarse de alguna otra forma. Debería decir que, si su cuerpo no podía moverse, entonces su mente se movería; pero la enfermedad en él causó el efecto contrario. Se acostumbró a la quietud, aceptó su cuerpo y su tiempo en pausa y su vida menguante, se conformaba con lo que llegaba y, sin darse cuenta, empezó a vivir en piloto automático, y en piloto automático fue que le respondió a Clara.
—No lo sé, supongo que cuando salgamos de la universidad la vida me irá llevando.
El desconcierto se dibujó en la cara de Clara.
—¿No tienes planes?
Planes. Clara le hablaba de planes a alguien que, durante años, vivió con la certeza de que al día siguiente podía morir. Dicen que en los primeros años de vida se define el carácter de una persona y en los primeros años de vida de Ciro, conoció lo que eran la quietud y la resignación. Quizá por eso no se le había ocurrido siquiera pensar en “planes”.
—¿No tienes sueños? ¿No piensas en el futuro?
¿Sueños? ¿Futuro? No, la verdad no. Ya sabía a qué sabía la muerte, en cambio nunca había percibido el perfume que destilaban los sueños o el futuro.
—Para serte sincero, no he pensado seriamente en eso.
Ciro creyó que con esa respuesta había decepcionado a Clara, pero ocurrió todo lo contrario. Sus ojos echaron fuego.
—¡Entonces empieza a pensar en eso! ¿Qué te gusta hacer? ¿Con qué cosas pierdes la noción del tiempo? ¿Qué te acelera el corazón?
Ciro estuvo a punto de decirle que le gustaba admirar su cabello castaño claro, que su mirada de fuego lo hacía perder la noción del tiempo, que ella toda era lo que aceleraba su corazón, pero sólo conseguiría asustarla, así que contuvo mis hormonas de muchachito de 22 años. En su lugar, hizo un esfuerzo por formular una respuesta medianamente meditada.
—Nunca me he detenido a pensar en eso. Me gusta leer y escribir, me gusta la filosofía, me gusta pensar y… —se detuvo, tanteando si podía o no confesarle a Clara lo que estaba a punto de decir—. También me gusta que mi tía me acueste en la cama todas las noches. Me gusta cerrar los ojos e imaginar qué sería volver a tener piernas; trato de imaginar qué sería tener talones, rodillas y muslos; trato de sentir el viento enredándose en la carrera que no hago desde los 9 años.
Por primera vez desde que Ciro la conocía, Clara no tuvo una respuesta ingeniosa o algún discurso que decir. Extendió su brazo, lo tomó de la mano y se quedaron un rato de esa manera, como suspendidos en el tiempo, hasta que llegó su tía a recoger los sándwiches.
Al día siguiente, Ciro estaba hablando con Eduardo antes de entrar a la primera hora de clase. Estaban hablando de cosas sin importancia, de las notas, las vacaciones, quién sabe, ya no se acuerda. Y no se acuerda porque lo realmente importante fue el momento en que Eduardo abrió los ojos e hizo una mueca de sorpresa.
—¿Qué pasó? ¿Le dio un rictus o algo así?
—Viene corriendo.
—¿Quién?
—Ella.
—¿Quién, huevón?
Ciro ya iba a realizar todo este procedimiento largo y tedioso que es tomar su silla de ruedas, hacer fuerza, girarla de a poco 180 grados, respirar y soltar la silla. No fue necesario. Apenas tenía sus frías manos sobre la silla, cuando las cálidas manos de Clara se posaron sobre sus hombros y se inclinó hacia adelante para quedar frente a él.
—Ciro, ¿y si lo que deseas cada noche se lo concedes a los demás? —le dijo con su rostro boca abajo.
Hacer lo que le proponía Clara era como poner boca abajo sus deseos. No sólo tenía que aceptar la frustración de no ver sus sueños cumplidos, sino que también debía volcar sus emociones perdidas sobre el esfuerzo de intentar cumplir los sueños de otros. Al comienzo le pareció extraño, incluso imposible. Pero le hizo caso a Clara, y perdió su libertad.
La Muerte es la Muerte. Ningún dios, en ningún planeta, podría crear una Muerte más inútil que una que tuviera sentimientos. Por esa razón, la Muerte viaja por la Tierra repitiéndose un mantra: “Mis sentimientos son implantados, mis sentimientos son una mentira. Es un engaño. Cometí un error y ahora lo estoy pagando. La Muerte también tiene su propio infierno y para salir de él tengo que hacer bien mi trabajo”.
Un alma, dos, cien. Mil almas, dos mil, tres mil. La Muerte las va contando como ovejas saltando una verja. Un alma le dice “espera, necesito despedirme”, pero la Muerte no da espera. Otra le dice “tengo muchos años por delante todavía”, pero la Muerte no lee el futuro y poco le importa. Otra alma le pregunta “¿vas a permitir que mis hijos queden desamparados?”, y la Muerte dejará niños desamparados porque todos, irremediablemente, llegaremos a ella tarde o temprano, seamos ricos, pobres, amparados o desamparados. Todos nos engañamos dándole un sentido a la vida, y ella, la Muerte, y únicamente ella, sabe a la perfección que todos esos sentidos son distintos caminos para llegar a un solo destino, que es ella, la reina déspota y piadosa, que quita la vida para quitar también el dolor.
Cuatro mil, cinco mil, seis mil almas. El trabajo se le hace cada vez más llevadero a la Muerte. Almas en pena quedan regadas a su paso, y ella sigue adelante, porque si vuelve la vista atrás, se perderá entre sus lágrimas y sus gotas de sangre dolorosas. A la Muerte no debería importarle, pues es su trabajo, así que sigue adelante, sólo adelante. Antes no comprendía qué le encontraban los humanos a sus mil y un divertimentos. Las corridas de toros se parecían más a un sacrificio colectivo, en el que le ofrecían a la Muerte parte de su humanidad y eso a ella no le interesaba. El basketball, el fútbol, el volleyball, el béisbol y todo deporte que tuviera que ver con una pelota se le hacía insulso. Eran los mismos rituales una y otra y otra vez. Humanos detrás de una pelota una y otra y otra vez. ¿Y qué ganaban? Un punto una y otra y otra vez. Esos deportes era ritos sin ninguna magia, eran los ritos perfectos del aburrimiento que no invocaban ni a dioses ni a demonios, y mucho menos a la Muerte.
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El peor deporte era el de carreras de caballos. Qué gracia podría tener montarse en un caballo y dar una vuelta al jardín. Si de dar una vuelta se trataba, ella podía hacerlo montada en un oso, una mula, un avestruz y hasta en una liebre. Si de dar una vuelta se trataba, hasta podía hacerlo ella sola sin ayuda de nadie. Ahora que intentaba sacarse los ojos, como lo había hecho Edipo para poder hacer su trabajo sin remordimientos, empezaba a entender el fin de los divertimentos del hombre. El fin de los deportes, de esos extraños ritos paganos, del juego, era representar la vida como debería ser y no como en realidad era. Los juegos les daban a los humanos un mundo paralelo, un mundo fantasioso, un mundo en el que podían obviar las leyes físicas del mundo real para seguir otras reglas, inventadas por ellos mismos. En el juego, ellos eran los amos y no los dioses. En el juego podían ganar así no hubieran ganado nada en la vida; en el juego podían perder sin tener consecuencias como nunca sería posible en el mundo real; en el juego podían intentarlo una y otra y otra vez. En el juego podían ser felices incluso en el fracaso y al mismo tiempo prepararse para enfrentarse al mundo real.
Si ella fuera humana, el deporte que más le serviría en esos momentos es el que menos le gusta. La carrera de caballos es el deporte más automático de todos. Das vueltas y vueltas y vueltas hasta marearte, ni siquiera eres tú el que hace el ejercicio sino el caballo. Y lo más importante son las antiojeras. Esa tela sobre la vista periférica de los caballos impide que se distraigan con los demás animales o los espectadores en las gradas. Sólo miran hacia adelante, corren hacia adelante anden sobre tierra, agua o fuego; corren y miran hacia adelante como la Muerte, que arrebata almas sin importar qué vida hubo detrás. Y sin embargo ella sigue pensando en Edipo sacándose los ojos. A Edipo no le habrían servido unas antiojeras porque mató a su padre y se casó con su madre. A Edipo no le habrían servido unas antiojeras porque la culpa era mucho más fuerte que el poder del juego. Sólo el dolor de arrebatarse a sí mismo la vista era suficiente, y la Muerte no puede dejar de pensar en eso. Si quiere seguir haciendo su trabajo, necesita arrebatarse a sí misma la vista del mundo con la que fue obsequiada cuando obtuvo forma, viajó hasta al Sol y cayó ante la silla de ruedas de Ciro Montilla.
Diez mil, veinte mil, treinta mil almas. La Muerte ha logrado automatizar su trabajo y su nuevo cuerpo y los sentimientos que son de ella ya no los quiere. Es como una corrida de toros en la que ella se enfrenta al toro, que no es más que ella misma convertida en bestia. Es como jugar fútbol e ir tras una pelota de norte a sur. Es como dar vueltas y vueltas y más vueltas y qué importa si la Muerte no tiene antiojeras, bien puede sacarse los ojos, que igual no puede morir.
—No puedo dormir —le dijo a una luna grande y rosa que se alzaba en el cielo—. Si no puedo dormir y no puedo morir, ¿también me está vedado soñar con una mejor vida, con pasar mis días hablando con Ciro, con hacer las cosas de otra manera?
La luna grande y rosa no le contestó, pero sí le regaló un rayo que traspasó las nubes hasta llegar a ella. La capa que le cubría el cuerpo se iluminó y una serie de arabescos aparecieron a lo largo de ella. Eran como rayos que bailaban entre sí en un frenesí rosa. Eran como un segundo Sol que la envolvía y la invitaba a verse como algo más allá que el fin de todas las cosas.
—No —le dijo a la luna grande y rosa—. No tengo esperanzas. El negro es lo que soy y no habrá nada que lo vaya a cambiar. Seguiré con mi trabajo automatizado y mis vueltas y más vueltas. —La Muerte suspira, y ese suspiro también es rosa. —¿Sabes? Eso fue lo que le pasó a Ciro Montilla. No se automatizó, le puso el alma a su trabajo, y su trabajo fue la cárcel de su alma. Por eso es mejor no tener alma, no tener corazón.
La luna grande y rosa todavía se alza en el cielo. El rosa se intensifica, como si la luna se hubiera sonrojado de la ira, y entonces ese rosa ya no es rosa sino rojo escarlata. A la Muerte le da miedo, pero se acuerda de que es la Muerte, que ella es la que debería causar miedo, no sentirlo. Es imposible, los arabescos ya no bailan, sino que pelean. Se besan y se golpean al tiempo, y ella siente sus puños cerrados, su ira que también es la ira de la luna, las ganas que tienen los arabescos de que la Muerte sienta todo el sufrimiento que ella misma ha provocado.
—¡No lo entiendes! ¡Nunca lo entenderías! Soy la Muerte, ¿me oyes? ¡La Muerte! Nunca podría trabajar por los demás como sí lo hizo Ciro Montilla ¡Eso sólo me acabaría! ¡Yo soy la cárcel del alma!
Y si era la Muerte, si era la cárcel del alma, ¿por qué estaba llorando?