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Diálogos con la muerte (Parte V)

Presentamos el quinto capítulo de ‘Diálogos con la Muerte’, de la colaboradora Juliana Vargas, en la que continúan las conversaciones entre Ciro Montilla y la que será su verdugo.

Juliana Vargas
17 de abril de 2022 - 09:36 p. m.
"La Muerte lo observa, y en ella no hay compasión o tristeza. De tanto subir la roca a la cima, a la Muerte le hace falta toda clase de emoción"
"La Muerte lo observa, y en ella no hay compasión o tristeza. De tanto subir la roca a la cima, a la Muerte le hace falta toda clase de emoción"
Foto: Rodrigo Cabral Godoy - @rodrigo_cabral_godoy
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Ya llevo quince días totalmente solo, creo que la Muerte me abandonó del todo. Me hacen falta su sonrisa y su energía, me hacen falta sus pataletas, me hacen falta sus peces de colores y sus soles y hasta sus explosiones y brillos sin luz. La quiero abrazar y asegurarle que sí tiene corazón, que las cosas sí pueden ser de otra manera, que ella puede ser algo más que la muerte porque la muerte es un final, pero ella está ahí, siendo el inicio de mi día en esta última etapa de mi vida que no es mía, sino que es robada. Por alguna razón sigo vivo, y creo que ella es la razón.

Y sin embargo la Muerte no vuelve, la extraño tanto como extraño todavía a Clara, a Eduardo, a mamá. La soledad es algo extraño, es como un espejo que refleja lo peor y lo mejor que hubo en mí. No puedo evitar pensar en todo lo que hice a lo largo de mi vida, todo lo que pude haber hecho diferente, en todo lo que no hice y pude aprovechar, haya estado bien o mal hacerlo. De todas las personas con las que uno puede tener una charla, la soledad es la mejor y la peor de todas. La Muerte debería estar acá y echar a la soledad por la puerta de atrás, debería estar acá y distraerme.

Ya llevo veinte días totalmente solo, creo que la Muerte me abandonó del todo, así que vuelvo ante el espejo y me observo. Mi reflejo es una distorsión de lo que he sido a lo largo de estos 81 años; es lo que debí haber sido y no logré. Mi reflejo me mira con desprecio, con lástima y con ansias, las ansias de esperarme más allá de la muerte que no llega, que me abandona. Soy un cuerpo en el limbo, así que no tengo más remedio que hablar con mi reflejo, a ver si espanto a la soledad y desenredo la vida que fue mía, que desperdicié, que ya no es mía, que quiero devolver.

Hola… Hola”…El reflejo no me responde…. “Mira, sólo somos tú y yo. Ni mi enfermera, ni mi sobrino, ni mi esposa, ni mi mejor amigo”. Mi reflejo sigue sin responder, y siento que se aleja cada vez más. “No me contestes si no quieres, está bien. Yo seguiré hablando, hablaré hasta que te canses y me canse, hasta que el limbo también se canse, hasta que la eternidad se canse. Hablaré porque necesito que me entiendas y me des la razón. Hice cosas buenas, hice cosas malas, pero todas tuvieron una razón de fondo. Hablaré porque necesito entenderme, explicarme, darme pesar. Quiero ser como don Juan Tenorio, que vivió de la seducción y el delito y al final fue perdonado y enviado al paraíso. Hablar contigo será mi expiación, y ascenderé para encontrarme con mamá, con Eduardo, con Clara y hasta con don Juan Tenorio”.

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Mi reflejo se mantiene estático, esperando mi jugada maestra. Respiro una vez, dos, tres veces. Me preparo como se prepararía don Juan Tenorio ante la mujer más bella del universo, y la imagen que se me viene a la cabeza no es Clara, es la Muerte con su brillo por toda la sala, como un pez con plumas multicolores. Me preparo y empiezo mi confesión por ella, aunque tenga miedo.

“Hice lo que me pidió Clara, eso ya lo sabes. Me gradué y poco tiempo después empecé a trabajar con un litigante que sabía más de maternidad de gallinas que de derecho. Mientras él estaba en juzgados tratando de engañar con leguleyadas, yo leía. Leía sin parar, leía como un demente, leía como si no hubiera un mañana, leía aunque no quisiera, hasta que se convirtió en un arcorreflejo, hasta que lo hice inconscientemente, hasta que lo hice porque, si no lo hacía, era un día perdido. Cuando el abogado litigante llegaba de sus excursiones, yo ni siquiera me tomaba el trabajo de preguntarle cómo le había ido, pues siempre le iba pésimo, así ganara en sus procesos judiciales. Su trabajo consistía en pararse frente al juez y hablar de leyes, sentencias y filosofías sin conexión entre sí. En sus discursos le metía algún conditio sine qua non o un nullum crimen nula poena sine lege para sonar más sofisticado, pero lo que conseguía era ser más sofista. ¿Sabes lo que es un sofista? Un sofista es un charlatán. Se niega a aceptar verdades objetivas y relativiza todos sus razonamientos. Si ayer dice “A”, hoy puede decir “B” y ambas serán verdades absolutas. Así era ese litigante que sabía más de oratoria que de conocimiento. Me produjo rechazo, me produjo hasta asco cuando lo escuchaba dándome lecciones con su barriga salida y su boca grande de tiburón. Y por eso leía y leía, porque no quería contaminarme de un charlatán”.

Mi reflejo se distorsiona un poco, hace una mueca, se ríe, se burla.

“Está bien. Yo confieso ante ti, mi reflejo, y ante mí, que la razón por la que leía y por la que despreciaba a ese litigante que ni del nombre me quiero acordar, es que quería sentirme superior. Me decía a mí mismo que, si leía y descubría los puntos flacos de sus argumentaciones, me haría un mejor abogado. Si lograba mi cometido, tendría la capacidad de elevarme de mi silla de ruedas y ser útil para otras personas que, aún si tenían su cuerpo completo, sufrían de otras dolencias y eran también lisiados a su manera. Sin embargo, tanto tú como yo sabemos que gozábamos de ese litigante, que lo necesitábamos. Saciaba nuestro deseo de creernos dueños de la verdad, de creernos que éramos mejores profesionales y, por ende, mejores personas. Tú y yo no soñábamos con ayudar a otros. Sí, nos engañábamos y a veces nos creíamos esa mentira, pero en el fondo queríamos demostrar que el niñato endeble en silla de ruedas era una fachada”.

Mi reflejo sigue distorsionándose, pero esta vez la sonrisa no es burlesca, sino de complicidad. Tomo aire, tengo más miedo que antes, mejor dicho, me tengo más miedo que antes, pero prosigo.

“Los días eran un tedio y en las noches soñaba con Clara, a quien no veía desde la universidad. Me creía superior a ese litigante, pero ese hombre era un tiburón charlatán y sin dientes. ¿Eso qué me hacía entonces? ¿Qué pensaría Clara de mí? Me mortifiqué con eso, ¿te acuerdas? Y cuando pensé que la vida seguiría su curso sin ningún tipo de emoción o sacudida, apareció Eduardo. Timbró a la casa de mi tía un día cualquiera, sin avisar. “¿Y es que usted creyó que se iba a salvar de mí, pendejo?”, fue lo primero que dijo desde el umbral. Me llevó a mi cuarto y se sentó sobre la cama como si mi casa fuera su casa. Me miró, me sonrió, me hizo sentir alegría, lo cual me hacía falta desde hacía rato y fui feliz hasta que me preguntó qué estaba haciendo”.

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¿Usted me está diciendo que se esta desperdiciando más de lo que ya está? —me preguntó, señalando mis piernas inservibles—. Pero sí será huevón. La vida es muy corta como para pasar por ella como “el lisiado que trabajó como ayudante de tinterillo”. Menudo título, hermano. Ciro, el tullido que no logró su sueño de ser tinterillo.

Qué grandilocuente que es.

Y usted qué imbécil que es, Ciro. ¿Por qué no viene conmigo?

No puedo, ¿no ve que soy un tullido desperdiciado?

Pendejo.

Y este pendejo se fue con Eduardo Castellanos a lo que él llamó “impartir justicia”. El comienzo de mi camino como juez fue toda una iniciación. Eduardo se levantó de mi cama, tomó mi silla y me llevó hasta la salida.

Puedo ser un tullido, pero no un mudo. Qué está haciendo.

Lo voy a llevar a un lugar que le cambiará la vida.

Ciro joven: ¿Y mi cambio de vida no puede esperar hasta mañana?

Eduardo joven: Ciro, cam-bio-de-vi-da. Los cambios de vida no dan espera y estoy seguro de que no tiene nada más que hacer. Como si tuviera piernas para hacer algo más que leer, comer o dormir, y eso sí puede esperar.

Eduardo pidió un taxi, me metió como si fuera un bulto y le dijo al taxista “al centro”.

¡¿Al centro?! Huevón, son las diez de la noche.

Por eso mismo. Entre más tarde, más grande el misterio.

¿Sí le he dicho alguna vez que usted es un tarado?

Varias veces. Y este tarado lo va a llevar a un sitio que será un antes y un después en su vida.

Tarado.

A las 10:20 p.m., Eduardo paró el taxi enfrente del Banco de la República, pagó y me bajó del vehículo.

¿El Banco de la República? ¿Me van a transferir dinero por el resto de mi vida para dedicarme a la vida contemplativa o algo así?

No sea idiota. Venga, mejor parémonos allá.

Pasamos 15 minutos parados (bueno, yo sentado) bajo un árbol ubicado a unos cuantos metros del edificio imponente del Banco de la República.

¿Ya nos podemos ir? —Ciro: pregunté cuando ya tenía los brazos tan entumecidos como mis paralizadas piernas.

Shh. Vea, ahí viene.

¿Quién?

Por unos cuantos segundos se me aceleró el corazón como respuesta a pensamientos pendejos como la aparición de fantasmas, brujas y hasta centauros. Era un completo tonto en aquella época, definitivamente. Pero en lugar de brujas o fantasmas, se nos apareció una silueta que caminaba con paso ambivalente.

¿Qué es eso?

La silueta se fue acercando cada vez más, y lo que antes veía como un esqueleto andante, se convirtió gradualmente en un hombre tan flaco que la piel se le pegaba a los huesos. La única prenda que llevaba puesta era un pañal y aun así no temblaba de frío. “Es mucho más fuerte que yo”, pensé cuando intenté dejar la tembladera como acto de compasión hacia ese hombre que tenía mucho menos que yo, quien ya de por sí era un tullido y ayudante de tinterillo que creía que, desde un trono con ruedas, podía comerme el mundo.

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Es él. El hombre del Pañal.

¿Así lo llaman?

Así lo llamo yo. La verdad, no creo que siquiera se acuerde de su propio nombre. El tipo se acuesta sobre un plástico todos los días y permanece ahí, como en vilo, frente al Banco de la República. No hace más. No pide limosna, no come, no camina, no roba.

Como si estuviera muerto.

Sí, algo así… Es como un alma en pena. Es como si fuera invisible. Las personas pasan de largo y no lo ven. Ese hombre no tiene esperanzas.

¿Hace cuánto duerme frente al Banco de la República?

No lo sé. Dicen que ha estado ahí “toda la vida”.

Como un alma en pena.

Como un alma en pena.

Eduardo me alejó del árbol y del Hombre del Pañal. Mientras avanzábamos por el eje ambiental que atraviesa de oriente a occidente el centro de la ciudad, agradecí que Eduardo me hubiera alejado de esa aparición que bien podría haber sido el acto central de una película de terror.

Le propongo que deje de ser el tullido tinterillo.

Permanecí en silencio, esperando una explicación más profunda.

A lo que voy es… bueno, de manera metafórica, podríamos tener el poder de redimir almas en pena, ¿no? Podríamos administrar justicia, hacer que esta sociedad fuera un poco más igualitaria. —Cuando vio que iba a interrumpirlo, siguió hablando con un poco más de pasión—. Sé que es un poco idealista, pero si no soñamos con hacer cosas grandes, entonces para qué soñamos. Entre más grande soñemos, más cosas podríamos hacer realidad. No sé, así pienso yo.

Está bien, soñemos a lo grande. Redimamos almas en pena —sentencié, como si fuera amo y señor de la vida.

“Redimir almas en pena”. Fue muy grandilocuente, querido reflejo, y hoy, que puedo mirar hacia atrás con objetividad, concluyo que sí fue el inicio de una vida grandilocuente.

Al día siguiente renuncié a mi trabajo y me fui antes de que el tinterillo siquiera pudiera decir una palabra, pues, a decir verdad, no quería ni ver cómo se le hincharía la boca y se le inflaría la barriga como si fuera un cruce entre elefante y pulpo. Luego llamé a Eduardo.

Está hecho. Ya no seré tinterillo tullido. Dígame qué hago ahora —le dije a Eduardo luego de renunciar

Ya lo recojo —me contestó, y colgó.

De la oficina olor a tufo, Eduardo me llevó a un juzgado que quedaba en el quinto piso de un edificio a medio derruir y un ascensor endeble, por no decir suicida. Al llegar, una señora de mediana edad, pelo corto y con un poco de sobrepeso nos recibió con una sonrisa.

Doctorcito Eduardo.

Hola, Marthica. Te traje al futuro mejor abogado del país del que te hablé.

—Así que este es el doctorcito Ciro...

La señora Martha se levantó de su escritorio, se acercó y se agachó hasta quedar a nuestra altura. Tenía unos ojos grandes y grises que, cuando me escudriñaron aquella vez, vi que sus pupilas se dilataron hasta parecer que hubieran capturado toda mi esencia. Alcancé a sentir temor, ¿te acuerdas, reflejo? Llegamos a creer en la posibilidad de que la señora Martha pudiera analizar nuestra alma.

Aprobado —dijo con convicción después de un rato.

Ahí concluí que era verdad que la señora Martha tenía la habilidad mística de ver el alma. Un edificio a punto de caerse, la posibilidad de morir en un ascensor y una cancerbera que parecía conocer más de mí que yo mismo. Eduardo había puesto a mis pies toda una terrorífica escenografía.

Aprobado... ¿para qué?

Ciro Montilla Angarita, bienvenido a la promiscuidad judicial — me contestó Eduardo con mofa y grandilocuencia.

Usted no se cansa, ¿cierto?

¿Cansarme de tomarle el pelo? Nunca. Nunca, querido cachifo.

¡Cachifo usted! Soy el mayor de los dos ¡Respete!

La señora Martha se rio con dulzura, lo cual aligeró la visión que tenía de ella hasta el momento.

—Eduardito, más bien lleva a Ciro a donde el jefe. Ponte serio, cachifito.

Eduardo le dio un beso en la coronilla a la señora Martha y, silbando, me llevó a una oficina que quedaba al final de un pasillo.

Tinterillo tullido. Se va a comportar como un caballero, nunca lo va a interrumpir, cuando él le pregunte algo, usted tiene que saber la respuesta. Si le pide una investigación, se la tiene; si le pide que lo asista en alguna audiencia judicial, lo asiste; si le pide que se quede después de las cinco de la tarde, se queda. Si le pide que pague sus facturas, que le traiga el tinto, que le compre sus medicamentos... —Volteé atrás para mirar a mi mejor amigo. De ser un cachifo y un tarado, había pasado a asumir una actitud seria y solemne—. Si le pide eso, se niega y le dice que está acá para aprender, para ser mejor abogado, para cambiar vidas, no para ser el lameculos de un juez, que además es uno municipal.

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Estaba desconcertando.

Pero ser juez es toda una dignidad.

No. Ni ser juez ni nada le da dignidad. La dignidad la construye entre más aprende, entre más misericordia tiene, entre más capaz es de desprenderse de su piel para ocupar el lugar de los demás.

Qué majestuoso es —Ciro: le dije esa vez, con toda la seriedad posible.

Eso no es mío, es del jefe —respondió antes de tocar a la puerta.

¡Siga!”, se escuchó desde detrás de la puerta de madera. Eduardo abrió, me entró y si la señora Martha era una cancerbera, el señor que vimos en ese instante era un Hades rechazado por el Olimpo, pero sentado a sus anchas en su reino.

Muere la Muerte

—No me crees, ¿cierto? —le dice la Muerte a la Luna

La luna escarlata y grande observa a la Muerte con desaprobación. Ningún humano sería capaz de discernir la mirada de desaprobación de la luna, pero la Muerte sí, porque siente cómo los arabescos de su capa la oprimen.

—Nunca podría llegar a ser como aquel a quien no le he podido quitar la vida. Nunca. Es imposible ¿Sabes cuándo comenzó Ciro a desprenderse de sí mismo para entender a la humanidad, cosa que no he podido hacer yo? Cuando conoció a Fernando Reyes. Era el juez menos conocido del sector judicial de Colombia, mejor dicho, los humanos lo llamarían un don nadie. Y sin embargo tenía mucho que dar, y le dio mucho a Ciro Montilla. Cogí la mala costumbre de husmear en la cabeza de Ciro, y me encontré con que Fernando Reyes era tan excéntrico como fascinante. ¿Sabes qué fue lo primero que le dijo a Ciro cuando lo conoció? Que qué esperaba, que se pusiera a trabajar y le llevara en máximo una hora una investigación sobre facultades presidenciales en Estados de sitio. Ciro quedó desconcertado, volteó a mirar a Eduardo Castellanos, su amigo levantó las cejas, Ciro volvió a mirar a su nuevo jefe, su nuevo jefe se mantenía impertérrito. Ciro no tuvo más remedio que asentir. La señora Martha, una mujer buena que tal vez murió demasiado pronto, le arregló a Ciro un pequeño cubículo y le colocó 10 libros encima. La primera excentricidad de Fernando Reyes era su biblioteca, la cual tenía muchos más libros que el promedio de sus colegas, y Ciro leyó apartes de esos 10 libros como si fuera un muerto de hambre, pues después de la sorpresa había venido la excitación que sólo un buen reto puede dar. Ciro tenía planeado darle a Fernando Reyes la mejor investigación que hubiera visto en su vida. A los 58 minutos, Ciro ya tenía un cuadernillo lleno de notas y, lleno de confianza, se lo entregó a Fernando. ¿Sabes qué pasó? —La luna no dice nada y, en su lugar, mira expectante a la Muerte. Los arabescos se mantienen tensos, pero ya no la torturan—. Le dijo que esa investigación no le servía de nada. Que de nada le servía todo el conocimiento del mundo si no estaba impregnada de sabiduría.

El rojo de la luna titila un poco y su intensidad baja como consecuencia.

Y entonces Fernando Reyes le enseñó a Ciro Montilla. Era juez civil, pero le ordenó leer libros de derecho penal, laboral, administrativo; lo puso a leer filosofía, sociología y hasta ficción. Así fue que a Ciro se le ablandó el corazón con miles de vidas que eran de personas falsas, pero reflejaban las tristezas y el sufrimiento del mundo. Leyó sobre un hombre que estuvo treinta años en prisión por robar un pan, leyó sobre su ascenso a ser alcalde y sobre su vida volcada hacia una desconocida que acogió como hija. Leyó sobre un niño que se atrevió a pedir doble ración de gachas aguadas con cebolla y le profetizaron su final en la horca, leyó sobre su trabajo como empleado de pompas fúnebres y de los entierros de los que fue testigo, los cuales eran muchos menos de los que hay hoy y aun así terminaba casi muerto cada noche, leyó sobre las palizas y las amenazas que recibió, sobre la manera en que intentaron convertirlo en ratero y el final inesperadamente feliz que tuvo. Leyó sobre tres hermanos a quienes el sufrimiento les otorgó lo que no pudo la educación, y mantuvo en estado de sorpresa con cada pensamiento tan filosófico como agudo que los hermanos verbalizaban. Leyó sobre niñas sin origen y sustento que tenían el poder de calmar a las personas con sólo escucharlas. Leyó sobre… Bueno, leyó mucho, que es lo que importa.

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La luna ya no es roja. La luna vuelve a ser rosa. La luna suelta a la Muerte. Los arabescos se calman. Ella ya puede respirar.

Además de leer sobre todo y de todos, Fernando Reyes lo invitó a salir. Todas las tardes salían a almorzar a la misma hora; Fernando fumaba dos cigarrillos, ni más ni menos; caminaban hasta el mismo restaurante, pedían lo de siempre y empezaba la discusión, porque Eduardo Castellanos, Fernando Reyes y Ciro Montilla no hablaban sino que discutían. Llegaron a ser tan conocidos como odiados por todos los comensales que frecuentaban el lugar, y también llegaron a ser los clientes más queridos por el dueño. Debatían sobre qué era felicidad, de qué estaba hecha la verdadera solidaridad, de los supuestos que la sociedad daba por ciertos y de los individuos que vivían en la precariedad y se atrevían a cuestionarlos. Discutían sobre el valor de “juzgar” y ser “jueces”. ¿Desde qué momento en la historia habían concluido que unos podían decidir sobre la suerte de otros? ¿Bajo qué premisas? ¿Por cuáles preceptos morales que ellos tenían y los demás no? De esa manera, Fernando Reyes les hizo ver a sus pupilos que eso que hacían, que supuestamente era justicia, no podía ser vista como algo dado. Debían repensarla, recrearla, hacerla suya y hacer de la justicia su justicia. Hagan su propio camino y hagan de él uno de compasión y no de venganza. Si juzgan y condenan, no basta con que se reconcilien con aquel que ha matado, deben vislumbrar todo el horizonte. Hay alguien más allá de la bellaquería, así que, como dijo uno de mis favoritos filósofos, díganle enemigo, enfermo y hasta tonto si quieren; pero no lo descalifiquen como bribón o pecador, que no son dioses como para ir por ahí decidiendo cómo hacer mejor las cosas, ya varios ejemplos han visto en esa cantidad de libros que han leído”.

Ahora la luna parece reírse del recuento de la Muerte, como si supiera algo que la Muerte fuera incapaz de ver.

El resto es historia. Ciro aprendió lo que tenía que aprender, creció lo que tenía que crecer y comenzó su ascenso a la fama y a la erudición. En estos últimos días que he estado con él… bueno, no se le nota, no parece.

La luna la mira expectante. Ya ha pasado de la tensión a la expectación

—A lo que voy es… Debería ser más orgulloso, más presuntuoso, más seguro de sí mismo. Debería ser letal. Debería ser como se supone que soy yo.

Luego de pasar por todas las emociones, la luna finalmente la mira con tristeza. Ya no la retiene, ya no se molesta, simplemente se despide y permite que la Muerte haga lo que tiene que hacer.

Así es como la Muerte ahora está sentada al pie de Javier Andrés Angulo. Tiene sesenta y dos años y sufre de obesidad, morirá en dos horas. La Muerte piensa en sólo darle una, pero los pensamientos y sentimientos de Javier están tan revueltos, que excepcionalmente permite que recorra su vida, recuerde a sus hijos, llore a su esposa, le desee lo mejor a su nieta y se reconcilie consigo mismo. Después de Javier vendrán Teresa, Alessandro, Giuliana, Maïa, Ntsako, Hersch, Pilar, Tomasso, Martín, Bert-Jaap, How, Dimitris… Todas esas personas que se han convertido en ovejitas que en la mente de la Muerte cruzan una verja y le dan una sensación de sueño.

La Muerte espera pacientemente. Cuando Javier está listo, ella le toma la mano y le da un suave beso en la frente. Se va medianamente tranquilo y, sin pensar mucho en la vida que dejó atrás, la Muerte procede a seguir con su trabajo.

Muere una, apura a la otra, la siguiente llora más de la cuenta. La Muerte sigue y sigue. No termina, nunca se va a acabar. Pasa de Portugal a España, de España a Turquía, de Turquía a India, de India a Taiwan, llega a América, se regresa a Australia, y así es como la Muerte trabaja incansablemente, pues la Muerte no se cansa y no se duerme. Y pensar que hay humanos que sueñan con esos superpoderes. Todo lo contrario, no hay nada peor que la certidumbre de la eternidad.

—Al respecto, los humanos tienen una fábula que les advierte sobre ese peligro —le dice a uno de esos que ya están más muertos que vivos—. Es sobre un hombre que debe subir una roca hasta la cima de una montaña, sólo para que esta vuelva a caer y el hombre tenga que subirla otra vez. A eso sabe la eternidad, o al menos la mía, Jorge—. Jorge Macías, un joven en la década de los veinte, no responde, no pronuncia palabra, respira cada vez con mayor dificultad. La Muerte lo observa, y en ella no hay compasión o tristeza. De tanto subir la roca a la cima, a la Muerte le hace falta toda clase de emoción—. Pero hay una persona que se niega a morir. No es como tú, que sabes que morir es, de hecho, la acción más normal e igualitaria de todas. Es mera rutina que se ha practicado por los siglos de los siglos. Ciro Montilla no lo entiende y escapa de mi magia. Claro que siempre ha sido un rebelde sin remedio, no debería sorprenderme. Trabajó unos cuantos años con un juez que más que juzgar lo que hacía era dudar. Dudaba de su profesión, de los axiomas sobre los cuales se ha basado toda forma de organización y sanción social, de las verdades irrefutables, de las maneras correctas de hacer las cosas y hasta de sus propios pensamientos, que estaban en continua revisión. Después estudió en Estados Unidos y en Italia, donde en lugar de aprender, lo desaprendió todo, lo dudó todo y empezó a construir su justicia, su verdad, aquella que le ayudaría a observar los conflictos y las personas en toda su dimensión. Y cuando volvió, se dio a la tarea de transmitir esa visión a otros. Se dedicó a ser profesor universitario y literalmente volcó su vida a ello. Hubo un día en que se cayó de su silla. Muy asustados, los alumnos se levantaron a ayudarlo, pero cuando llegaron al pie de Ciro, él seguía dictando clase como si nada hubiera ocurrido. Los años venían y se iban, y Ciro vivía con la certidumbre de lo efímero. Ahora que lo pienso, la cabeza de Ciro siempre ha estado constantemente consciente de mi existencia, a pesar de que no sea tan obediente como tú.

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Jorge Macías pestañea y frunce el ceño. Ya percibe a la Muerte, ya sabe que la vida se le está agotando. Gira la cabeza de lado a lado, buscándola. Ella lo toca en la frente. Ella intenta sentir algo. No puede.

—Creo que ser consciente de mí fue lo que lo impulsó a hacer tantas cosas. Ciro se sentía poco y por eso hacía mucho. Los estudiantes lo adoraban porque no enseñaba sino que preguntaba, les preguntaba, se preguntaba. Transformaba la realidad constantemente y tenía una capacidad increíble para hacerle ver a los otros esta transformación.

El pecho de Jorge sube y baja cada vez a una cadencia menor, pero su rostro denota cada vez más esfuerzo. Él también quiere transformar su realidad, él también quiere ver la realidad de otra manera, poder actuar de otra manera, adquirir superpoderes y volar de ahí.

Hubo una vez en que invitaron a Ciro a una conferencia con todo el Congreso en pleno. Imagínate, todos los centenares de hacedores de leyes en Colombia escuchando a esta persona disminuida en una silla de ruedas. Bueno, pues esta persona disminuida terminó siendo un imponente gigante sentado en su trono. Hablaba despacio, pero cambiaba de tono para mantener la atención. Hacía pausas y luego aceleraba. Miraba a los ojos a cada uno de esos centenares de hacedores de leyes y ellos a su vez no podían dejar de devolverle la mirada.

Jorge Macías voltea sus ojos hacia arriba. Él no fija la mirada, pero ya es totalmente consciente de la presencia de la Muerte. Ella aún no lo llama, primero debe escuchar el final de la historia.

Y entonces les dijo que esas leyes de las que tanto pregonaban no servían para nada. No servían de nada porque hacía años que un señor sin nombre dormía frente al Banco de la República; porque una mujer que había vivido treinta años junto al amor de su vida, no pudo heredar nada de él, pues nunca se casaron; porque se suponía que las leyes debían tener magia, debían tener poder, debían transformar la realidad, y en Colombia no eran más que tinta muerta, tan muerta como tú lo estarás en unos minutos.

El hombre vuelve a poder fijar la vista y voltea. La mira, la mira como seguramente los congresistas vieron a Ciro Montilla aquella vez. La mira fijamente y la culpa. Todos la culpan cuando ella lo único que hace es subir una piedra hasta la cima sólo para que vuelva a caer.

Ese discurso fue el inicio de su ascenso a la fama. Fue tan reconocido en el medio que, por primera vez, Fernando Reyes lo llamó para felicitarlo y no para regañarlo. “¿Qué sigue?”, le preguntó Fernando. 2Me acaban de proponer la función de magistrado”, ¿Y?”, dice Fernando, totalmente orgulloso. “Clara dice que debería hacerlo”. Fernando quedó consternado. “¿Quién es Clara?”.

La reacción de Jorge Macías es suficiente para demostrar el profundo amor que deja atrás. Los dedos de una mano se abren y cierran de forma frenética, se arquea, intenta levantarse de la cama y el rostro se le contrae en un acto de desespero. Todavía ama profundamente a alguien.

Antes de morir tienes que saber algo sobre el amor, Jorge. El amor es el sentimiento más traicionero de todos. Primero te eleva y luego te deja postrado en una cama, como lo estás tú. Es capaz de crear lo imposible y destruir todo en lo que creías. En el origen sólo existía la palabra, y el amor no se crea con la palabra sino con las entrañas. Por eso no se puede definir y por eso puede hacer con nosotros lo que se le da la gana.

Jorge Macías deja de contornearse y la mira con curiosidad. “¿Nosotros?”, le pregunta con el pensamiento. La Muerte no es capaz de contestarle, así que respira profundo y lo besa en la frente. La Muerte siente alivio y despide cualquier atisbo de culpa que eso le pueda provocar.

Para esto es que existo. La perseverancia por una justa causa es para otros, no para mí. Para mí son las peores fábulas humanas sobre rocas que suben y bajan, que suben y bajan.

Por Juliana Vargas

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