Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
A las 9:00 de la mañana del 16 de junio la nave se puso en movimiento a marcha reducida para atracar al muelle asignado. Tan pronto como la silueta disforme de la ciudad apareció a la vista, el Batallón formó con sus oficiales sobre la cubierta de proa en marcial y disciplinada actitud. El golpe de vista de esta nueva tropa no podría ser mejor. La apariencia impecable de soldados no es otra cosa que la fiel transparencia del cambio operado en el espíritu de cada hombre. El Batallón ha comenzado a ser, a través de su vida abordo, una unidad homogénea, disciplinada, consciente de sus deberes y responsabilidades. Estos veinticinco días sobre el mar, unidos los hombres como nunca por la ausencia de la patria y por la identidad de su destino, ha engendrado el primer asomo de identidad entre las mil individualidades más di-símiles que Colombia hubiese podido reunir. Cuatro meses atrás, cuando el Batallón Colombia era apenas un audaz ofrecimiento diplomático inscrito en las letras veleidosas y cambiantes de la política internacional, esas vidas seguían caminos diferentes, se encontraban alejadas en un mutuo y total desconocimiento, sin punto alguno de contacto, separadas por la distancia física de millas y caminos, y por la lejanía espiritual, mayor asín, de afanes diversos, medios ajenos y aspiraciones diferentes.
Desde el momento de la integración de esta unidad, hubo un débil y elemental lazo de unión en el necesario fin perseguido al darle vida. Pero el cuerpo aún disforme no podía derivar de él toda la fuerza necesaria para llenar su difícil cometido. Era necesaria la presencia de un aglutinante poderoso, capaz por sí mismo de borrar las demasiado sólidas fronteras del individualismo egoísta para acercar y unir esas vidas en una sola, e infundir en ella toda la fuerza vital de un alma colectiva, engendrada por el despertar de corrientes emocionales, por la creación de nexos afectivos y raigambre común de sentimientos. Sin esta solidaridad, sin la presencia dominadora de un pujante espíritu de cuerpo, toda la potencia armada de orden material podría revestirse de oro como el coloso asirio, mientras los pies de barro harían rodar por tierra todo ese esplendor al primer embate de la adversidad o el infortunio.
En el alborozo suscitado sobre cubierta al aparecer en la distancia los contornos imprecisos de la península coreana, había una imperceptible sombra, ignorada quizá por la inconsistencia de la irreflexiva juventud, pero visible sobre las inquietas cabezas aunque resultara imposible precisar sus contornos. Era como un presagio de la áspera ruta por seguir, a cuyos lados irían a caer para siempre muchos hombres hasta teñirla de púrpura heroica. Estaba formada por la incertidumbre del futuro, por el presen- timiento de las amargas jornadas de sangre y sacrificio que, sin duda, habría necesidad de cumplir en ese arduo camino. Pero ante el Batallón presto a desembarcar para medirse a sí mismo en el campo de batalla, había algo de lo cual no podía dudarse: el nombre inmortal que se le entregó como invaluable legado de honor, iría a ser conocido a través de esta unidad colombiana, como el de una patria de hombres verdaderos y soldados sin par. Una resolución íntima, definitiva, por la cual cada hombre daría de sí cuanto fuese necesario, había surgido ya con fuerza avasallante. Se perdería todo, hasta la última vida, pero jamás podría decirse del Batallón, que fue inferior a su destino. De esto, al menos, podía estar cierta la patria por la cual se había venido a luchar.
Una banda de la Marina surcoreana y otra del Ejército norteamericano alternaban el saludo vibrante de sus marchas militares, hasta el momento en que la nave terminó su maniobra de atraque. Instantes después, rasgó el aire con el ardor de un toque de carga el preludio heroico del Himno Nacional de Colombia. Lo inexpresable de todos los valores palpitantes en esa marcha victoriosa fueron ante esa tierra convulsionada por el choque de las armas, todo un sacudimiento de emociones desbordadas. Nada existe para un soldado, comparable al grito de guerra lanzado por los bronces de una banda militar, de cuyo trémolo triunfal surge en un torbellino de pasión toda la plétora de vida exteriorizada en esos mágicos acordes del más bello himno de la tierra: aquel donde la patria se vuelve música, belleza, sonoridad, armonía, júbilo, tormenta. Donde el sonido se transforma en claridades de todo lo grande y aliento de todo lo imperecedero. Donde el ayer y el mañana, el pretérito y el porvenir, se confunden en un solo relámpago de gloria. Del juego luminoso de sus notas trasciende algo que empapa el corazón y envuelve los sentidos en un arrebato de soberbia. La vida entera queda suspensa en el milagro de sus vibraciones, el tiempo se detiene, la muerte misma pierde su sentido trágico de eternidad.
Lo invitamos a leer Historia de la literatura: William Shakespeare
Escuchar el Himno Nacional en tierras extrañas constituye una sensación nueva, desconocida, única. Oír la sonoridad de sus mil voces sobre un suelo que no es el propio, al cual se llega con el acero desenvainado y empuñadas las armas, es como embriagarse de gloria hasta ascender al infinito. Las huellas imborrables que la guerra dejará en el alma ocultarán siempre sus deformes cicatrices bajo la nube donde el espíritu se transportó hacia nunca soñadas alturas, para comprender en su verdadero sentido el valor ilímite encerrado en los acordes guerreros y en la expresión de sus palabras:
“La libertad sublime derrama las auroras de su invencible luz”.
Hasta el mutismo impasible de ese ambiente asiático pareció estremecerse tras su aparente cortina de frialdad como en la antigua leyenda de la esfinge faraónica, cuando se pronunció el único sonido capaz de producir un temblor en sus entrañas de granito.
En el muelle, el presidente y dignatarios del gobierno coreano, militares y representantes de diversas naciones en actitud de bienvenida, destacaban su solemne severidad al lado de las bellas y coloridas vestimentas típicas de varias jovencitas coreanas y los ramos de flores traídos para los oficiales colombianos, quienes recibieron sus venias gentiles y el significado universal de las flores, quizá de mayor relieve en la interpretación oriental de la cortesía, en nombre de la nación latina por cuyo nombre vienen a luchar.
Le sugerimos leer Borges supremacista