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Para decirlo a la manera del poeta Huidobro: Diego Sánchez, intérprete y director de artes escénicas, agotó su vida en la vida. Tan coherente fue su trato discreto con la muerte, que acordó un turno de domingo para ocultarse en el silencio. Murió el séptimo día y su muerte comporta un extravío.
El Matacandelas fue la embarcación en la que estuvo a bordo con su cuerpo, voz y nariz durante treinta y cuatro años. Eso es una biografía al servicio de las tablas y de ese templo. En su adolescencia, a los 17 años, con un pantalón corto, calcetines visibles y pelo crecido hasta caer por los hombros, se entregó en una bocanada de humo a un capitán de apellido Peláez. Junto a él participó en el montaje de O Marinheiro, de Pessoa, en los 90, con funciones de medianoche en la Medellín del pleno toque de queda.
Desde entonces y hasta sus 51 años, Sánchez, con más de treinta montajes encima —como un demonio de siete brazos—, se convirtió también en el compositor de la banda sonora de esa república independiente. Vivió más allá de la vida y en carne propia dio asilo a un espíritu de etnia profusa, prófuga, excéntrica, vulgar y flamenca.
Su cuerpo desmantelado pasó la noche, ya con el telón de boca abierto, sobre el escenario del teatro. Entrado el amanecer, el ataúd descansó sobre otra peana, El Cantadero, y por las leyes que regulan las excepciones, de seguro hubo alguien, entre cientos, deseando que el hombre apagado se sentara y con la mitad de su cuerpo erguido, mirando a los presentes, diera así inicio a una Missa defunctorum.
El son de un cántico fúnebre con armonía de acordeón sería el coro desordenado que repetiría al runrún: “Es esto un espejismo, una fiesta silenciosa, un juego in illo tempore (sin tiempo definido) —música”, lo que daría para alabar la escena. Pero la hechicería no ocurre. Se fue muriendo con cada uno de los que era, lo que el colectivo escénico nombró, damnificado, ‘multitud’. Es hoy en su comarca apología o leyenda, y como añadiría en verso una poeta: a su tan breve vida.
El crítico y escritor Sandro Romero Rey, refiriéndose a Perspectivas ulteriores, la tercera obra dirigida por Sánchez y basada en un texto de Kroetz, justificaba que “cualquier puesta en escena del Teatro Matacandelas de Medellín se convierte en un acontecimiento, en el sentido más peligroso del término”. Y no mentía. Lo advertía en su vocación de espectador, porque además todo aquel que conoció en tarima a este monstruo de la dramaturgia no se salvó de ser miliciano en ese ambiente.
El caliwoodense, sin embargo, con cualquier puesta en escena, probablemente ignoraba ese peligroso acontecimiento que es morirse: Faustroll, Joe Flannegan, Lucas de Ochoa, Reinel, Pinocho, Ezra Pound, el presbítero León Villegas y una decena de personajes, ahora y momentáneamente incorpóreos, permanecieron en fila iluminados por una luz cenital al amparo del cadáver, un pedacito físico y patafísico de quien, como buen secuaz, hacía honor a Alfred Jarry: “Que a un artista muerto no se le encontrará alguien que le sea exactamente igual”.
Su ausencia comporta un perjuicio para el teatro nacional, no sólo por las obras en las que anduvo Sánchez en la cubierta del barco, que le merecieron loa y respeto: Los bellos días (1998), Primer amor (2016) y Perspectivas ulteriores (2017), todas favorables a la dictadura teatral; también porque tres monólogos, recónditos anímicamente e interpretados por sagaces actores del Colectivo: La Chava (María Isabel García), Juan David Toro y Margarita Betancur, respectivamente, garantizan vía libre en un tren latinoamericano o para cruzar el Atlántico y son producto de su ingenio.
Era el rey de la saloma, ese canto de marineros para aumentar serotonina en altamar. Y como el rey de la saloma, merecía un luto del tamaño de una caída. Banderas amarillas, pañuelillos de todos los colores, comparsa, cantos, gritos y polifonía, reprodujeron la risotada del artista que desde el cajón veía todo a través de un catalejo. Lleva en la valija un sombrero, su nada tímida insurgencia y su risotada como un golpe de ternura.
Y una mano amada, en tres actos, tomó el artefacto de hojalata y cometió el truco más peligroso: apagó una flama que se volvió ardiente, incandescente halo picante. Y ahora tendremos que seguir oyéndolo.
El mismo poeta que abrió este acto, Huidobro, que en Altazor o el Viaje en paracaídas encanta con un canto, dice: Cae / cae eternamente / cae al fondo del infinito / Cae al fondo del tiempo / Cae al fondo de ti mismo / Cae lo más bajo que se pueda caer / Cae sin vértigo / A través de todos los espacios y todas las edades / A través de todas las almas de todos los anhelos y todos los naufragios / Cae y quema al pasar los astros y los mares / Quema los ojos que te miran y los corazones que te aguardan / Quema el viento con tu voz (...) Y una voz perdida aullando desolada / Nada nada nada / No / No puede ser / Consumamos el placer. Agotemos la vida en la vida”. Y eso haremos, porque a pesar de no caer en cuenta, el espectáculo debe seguir y nosotros en él, zarpando.
Cae de tu cabeza a tus pies / Cae de tus pies a tu cabeza / Cae del mar a la fuente / Cae al último abismo de silencio / Cae en infancia / Cae en vejez / Cae en lágrimas / Cae en risas / Cae en música sobre el universo.