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El remake del clásico sobre el gorila que invade Nueva York y en esa oportunidad en vez de escalar el Empire State sube a una de las torres del World Trade Center (King Kong; 1976); las intromisiones de un policía tan recto que se ve obligado a transformar el sistema ante su renuencia a aceptar dineros de criminales (Sérpico; 1973) o las repercusiones que causa el caníbal Dr. Lecter en la vida de una agente del FBI (Hannibal; 2001) son algunas de las historias que pudieron ser llevadas a la gran pantalla gracias a él.
Dino de Laurentiis, el italiano que huyó de su casa a los 17 años para inscribirse al Centro Sperimentale de Roma, se pagaba sus estudios trabajando como actor, extra, o a veces como camarógrafo para adentrarse aún más en ese mundo de guiones, planos y celebridades del que siempre quiso ser parte. A sus 20, ya había reconocido que su apariencia le impediría triunfar frente a las cámaras y él, con buen olfato para los negocios, se inició como productor con la cinta Troppo tardi t'ho conosciuta.
El reconocimiento vendría luego, mucho después de haber servido en el ejército en la Segunda Guerra Mundial, cuando decidió apostarle a la dirección de Giuseppe de Santis en Arroz amargo y a su protagonista, Silvana Mangano, de quien estuvo enamorado hasta que ella murió, un 16 de diciembre a causa de cáncer de pulmón, y lo dejó con cuatro hijos.
Su nombre comenzaría a sonar en realidad al establecer una alianza con Carlos Ponti, el esposo de Sofía Loren, para fundar la productora Ponti-De Laurentiis, con la que harían la primera cinta italiana a color, un dúo que llegó al máximo galardón del cine en Norteamérica, los Oscar, cuando fueron los artífices de las cintas de Federico Fellini, La Strada, que tiene al circo como telón de fondo, y Las noches de Cabiria que aborda la búsqueda del amor en medio de la prostitución.
El arribo al pedestal hollywoodense lo haría desistir del equipo y se separaría de Ponti para crear Dinocitta, la productora que se vio obligada a cerrar ante la crisis cinematográfica italiana de los setenta y que fue el ultimátum para que Dino de Laurentiis abandonara su país y se mudara a Nueva York con su familia.
Una vez instalado en Estados Unidos, optó por producir filmes más taquilleros, como Hannibal y Dragón rojo, las secuelas de El silencio de los inocentes y fue allí mismo donde recibió el más grande galardón que puede merecer un productor: el premio Irving G. Thalberg.
Se volvió a casar. Una rubia, Martha Schumacher, también productora, lo acompañó hasta el final de sus días cuando seguía fumando puros y tomando alguna copa de vino. Allí estuvo cuando enfermó hace dos semanas en su casa en Los Ángeles y, paulatinamente, la vida que se construyó detrás del cine se iba apagando.