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La narrativa de esta novela tomó forma en el año 2014, luego de que la escritora Olga Echavarría completara sus estudios en la Universidad de Antioquia. Sin embargo, a pesar de su determinación por escoger a una autora colombiana para su tesis de grado en Filología Hispánica, aún no había decidido cuál sería la seleccionada. Fue entonces cuando un profesor le sugirió a la poetisa Dolly Mejía. La mera mención de su nombre desató una avalancha de preguntas en la mente de la autora: ¿Por qué nunca había oído hablar de ella en eventos literarios? ¿dónde podría encontrar información sobre esta misteriosa poetisa?
Al día siguiente, buscó refugio en los documentos que descansaban en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, con la esperanza de encontrar una biografía convencional y varios poemas que, previsiblemente, no despertarían su interés. Sin embargo, la realidad fue muy distinta. Apenas una hora después de comenzar su investigación en la biblioteca, descubrió que la poetisa había nacido el 6 de agosto de 1920 en Jericó, Antioquia, el mismo municipio en el que ella había nacido. Al leer sus versos, su interés creció en su figura, y allí mismo, sumergida en una montaña de papeles, decidió que su tesis de grado estaría centrada en la obra de aquella misteriosa escritora. El título de su trabajo fue: “Erotismo y esterilidad en la poesía de Dolly Mejía”. Decidió entonces viajar a Jericó para visitar el Centro de Historia y recopilar más información sobre la autora.
Dentro de los muros de aquel lugar, en lo más alto de una pared, reposaba una fotografía de ella. Sus obras se hallaban en la sección de tomos antiguos, catalogadas como libros fuera de circulación. Para Olga Echavarría, escribir una tesis no era suficiente para rescatar la obra, la memoria de la poeta y traerla de vuelta a la vida de los lectores. Entonces decidió escribir varias cartas para obtener acceso a sus archivos, visitó a los familiares Mejía del pueblo, entrevistó a personas que la conocieron y poco a poco fue recopilando toda la información que pudo para posteriormente publicarla en Wikipedia. Su obsesión era una sola: sacar del olvido a aquella mujer que, a pesar de las cicatrices que llevaba sobre su ser, nunca dejó de escribir.
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La admiración de Olga Echavarría por la poetisa Dolly Mejía crecía con el tiempo. La escritora se enorgullecía de profundizar en la vida de una mujer que se abrió paso por sí sola en el mundo de las letras, valiéndose únicamente de un lapicero y un cuaderno para plasmar cientos de versos que serían leídos por amigos cercanos como los poetas Eduardo Carranza y José Restrepo Jaramillo. Durante meses, Echavarría entrevistó a personas que la habían conocido. Algunas personas la describían como una mujer alegre y adicta a la absenta, mientras que otros la veían como una persona depresiva y retraída. Llegó a la conclusión de que no todas las versiones que le contaron eran verídicas, pero cuanta más información recopilaba, más preguntas asaltaban su mente. ¿Cómo podía retratar a una mujer tan misteriosa y fascinante? Fue entonces cuando decidió escribir “Aún llueve en Torcoroma”, una biografía novelada que explora la vida de la poeta desde su nacimiento en 1920 hasta 1945.
Una vez que el lector comience a leer las primeras páginas de esta novela, le resultará difícil separarse de ellas. La narrativa de la autora nos lleva por un camino lleno de secretos e incertidumbres, que poco a poco se revelan a medida que avanzamos por estas páginas. Por eso, lo más probable es que el lector no descanse hasta que haya leído y descubierto todo. “Dolly recostó su frente contra la vidriera y cerró los ojos con fuerza para protegerlos de la fuerte luz del día. La carta abierta en las dunas de la cama se estremecía con el frío viento que se colaba por las rendijas del claustro”. Los personajes principales de esta historia son María Elena, una mujer obsesionada con la vida de la poetisa, que se propone encontrar respuestas a las numerosas preguntas que retumban por su mente. Por otro lado, el lector se adentrará en la vida de Ignacio, un hombre que se enamoró de la autora y que nunca pudo olvidarla.
La historia comienza cuando Ignacio recibe una llamada. El coronel Gómez, esposo de Dolly, le ha pedido que por favor vaya a recoger las cosas que la poetisa dejó en su casa de Torcoroma días antes de su muerte. No es una casualidad, el coronel supo de su amorío, también leyó la correspondencia que tuvieron Ignacio y Dolly durante años. Por eso desea que el dolor se prolongue; quiere que se reencuentre con los objetos del pasado que le pertenecieron a la única mujer que realmente amó. Una vez entra en aquella finca se encuentra con las cartas que él le escribió en todos esos años. Ella siempre acompañaba sus cartas con uno que otro poema. “Oír voces que se fueron y otras voces que han venido, cansancio en mi propia sangre, languidez en mis sentidos”. Toca el papel, cree que haciéndolo podrá sentir aquellos versos.
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Entonces, piensa en su amiga, la escritora lírica que desafió las normas de su época y huyó de Medellín en 1937 para continuar sus estudios y cursar el noviciado en Quito, con el fin de ordenarse como monja. Dolly Mejía le temía al matrimonio y, sobre todo, a la maternidad. Anhelaba viajar, estudiar, aprender, y si eso significaba rezar durante horas y asistir diariamente a misa, lo haría, incluso si aquello implicaba disimular para cumplir su promesa de explorar distintas ciudades y asistir a clases de literatura. Ordenarse como monja era la única forma de alejarse de sus padres y de los quehaceres de la casa. Durante la misa, solía abrir el libro de la novena a la Santísima Virgen y en la última página anotaba uno que otro verso para que no se le olvidara: “Fue tu cuerpo, quebrado como el río, lo que quise tener entre mis manos; fue el olor de tu piel, que presentía los huertos sembrados de manzanos”.
Ignacio evoca con sentimientos encontrados aquellos tiempos en que la poetisa, en su caminar por los claustros del convento, presenció cómo la salud de la Madre Auxiliadora se desvanecía. Con regularidad, el doctor Alberto Hernández atendía a la Madre, y fue así como Dolly se enamoró perdidamente de aquel hombre que la intimidaba con solo su presencia. Durante meses, dedicó su tiempo a escribirle poemas al médico que había sacudido su corazón desde el primer instante en que lo vio, hasta que llegó el día en que Hernández le propuso matrimonio. La ceremonia se celebraría en Torcoroma, lugar que sería testigo de muchas historias.
Desde hacía mucho tiempo, Ignacio sabía que su amor por la mujer de ojos grandes y cabello rubio jamás se concretaría en matrimonio. No era por falta de amor, sino por la certeza de que muchos hombres se cruzarían en su camino. Desde su infancia, la poetisa había padecido crisis depresivas que la mantenían encerrada en su habitación durante semanas. Pero quizás, la más fuerte de todas fue cuando su esposo, el señor Hernández, falleció.
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Durante un mes, Ignacio estuvo al lado de ella, cuidándola y visitándola a diario. Las mujeres de la época desconfiaban de la autora, pues no se ajustaba a las normas sociales y se enfocaba en su pasión por la poesía en lugar de dedicarse al hogar. Sin embargo, su amor por la literatura y el periodismo fue más fuerte, tanto, que la llevó en 1945 a dirigir el suplemento literario de La República, para luego ser periodista de planta en El Tiempo y colaboradora de Cromos y El Colombiano. Poco a poco, demostró a aquellas mujeres que no necesitaba de un hombre para mantenerse a sí misma. En una época donde las mujeres no podían estudiar en las universidades del país –pues no fue hasta 1935 que se les permitió el acceso a la educación superior, y no fue sino hasta la década de 1950 que ese derecho se amplió a nivel nacional– y no tenían derecho al voto –que llegaría hasta el año 1957–, ella se mantuvo firme en su deseo de aprender, estudiando Museología en Francia y convirtiéndose en una reconocida crítica de arte.
Por su parte María Elena, la admiradora de la poetisa, se adentra en una búsqueda minuciosa en las publicaciones de su referente y descubre que sus notas periodísticas han sido eliminadas del archivo del periódico El Tiempo. Este hallazgo la lleva a sospechar que había una intención de ocultar su legado. No obstante, encuentra una copia de su primer libro, “Las Horas Doradas”, el cual cuenta con un prólogo escrito por su amigo cercano, el poeta Eduardo Carranza, con quien compartió numerosas fiestas y eventos literarios.
En sus ciento sesenta y cuatro páginas, el lector podrá adentrarse en la vida de esta poetisa oriunda de Jericó, quien, a pesar de haber sufrido numerosos momentos difíciles tras la muerte de su amado y padecer eventos depresivos que la sumieron en una profunda oscuridad, nunca dejó de escribir. La escritora Olga Echavarría, a través de sus personajes, recrea los momentos más importantes que vivió la autora, quien con sus versos sutiles y puros revolucionó la poesía de aquella época.
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