Dolor y pesimismo de la fuerza
Decía Nietzsche que el mundo tal y como es no debería ser, y tal y “como debería ser no existe”. No hace falta sentirse un nihilista para compartirlo. Ni siquiera entrar en una definición del nihilismo: como dice Jünger, es imposible que el ser se haga una representación de la Nada, pues de esta no nos hacemos “ni imagen ni concepto”.
Jaír Villano / @VillanoJair
Pero hay un punto clave en todo esto: entender que no estamos en el mundo, sino ante el mundo. Lo cual implica conciencia de este y sus incesantes desgracias; conciencia del egoísmo que el humano debe adoptar para no delirar y afligirse con el diario transcurrir.
No se trata de examinar las infinitas posibilidades con las que el humano se autodestruye y destruye su entorno. Consumar la existencia ya es bastante crudo como para hacer propias las calamidades ajenas.
Existir en sentido heideggeriano es ser. Una roca es, pero no existe; una piedra es, pero no existe; un escritorio es, pero no existe, lo explica en su metafísica. Nosotros tenemos la capacidad de existir en tanto tomamos conciencia de nuestro ser (la existencia), y por ende del mundo.
¿De cuál? Las lecturas, desde luego, pueden diferir. Los colores del cielo al caer la tarde tienen la fuerza para cautivarnos. Pero es un goce efímero. Hay un mundo cruel y real afuera y adentro de nosotros mismos. El dolor nos da el poder para combatirlo.
No hablo de un pesimismo estéril, estático e infantil. No es un pesimismo marchito en esperanza, fenecido en expectativas, ahogado en su tristeza y amargura. Todo lo contrario: es un pesimismo que no se arredra ante su reflejo, que arrostra el dolor, y hace de él su insumo vital.
Es el pesimismo de la fuerza. El mismo que hace que Nietzsche se separe del Schopenhauer fatalista. Es imposible que el individuo no desee, no quiera, no anhele. Se puede, en cambio, mesurar ese deseo, medir su alcance, aquilatar sus causas e interrogar la necesidad de su fin. Lo explica bien Foucault en ese repaso que hace de los griegos en El uso de los placeres.
Un pesimismo que acepta que el dolor es lo más inequívoco de la vida, pero no por ello renuncia a su desarrollo. Un pesimismo alejado de la percepción más equivocada que hay de él: es un pesimismo que construye, que producto de sí mismo avanza, y no se detiene. Un pesimismo que nos permite obrar con más fuerza, muy a pesar nuestro.
En estos tiempos el optimismo pasó de opción a necesidad: la pandemia que paraliza ciudades de todo el planeta hace pensar que toca adoptar eso que algunos llaman “positivo”.
No hay forma de pensar optimista en un mundo como este: el capitalismo más salvaje ha demostrado su astucia para renovarse. La batalla por las vacunas vuelve a enseñar que por encima de eso que llaman el bien común está la avaricia de los más ventajosos, y la necesidad de hacer de estas un poder para seguir instrumentalizando al individuo. No se puede esperar magnanimidad de los sujetos que dirigen las riendas de sus Estados, de aquellos que dicen hablar en nombre de todos, que dicen proteger y velar por la seguridad de sus territorios.
Habría que ser muy optimista para ello. Un nefelibata del apocalipsis.
Este pesimista no se decepciona porque es consciente de su situación. Pero no por eso es un inactivo, pero no por ello no se sorprende. A pesar de todo y de todos, sigue, porque sabe que la existencia no es el paraíso. Se trata entonces de hallarle el gusto a este averno. La existencia como combate, como desafío, como provocación.
Nos dicen que tenemos que ser felices. Pero es una fábula idealista que ignora que ese deseo hace más doloroso su alcance; además, es un estado que -cuando aparece- se va con mucha facilidad. Es un estado emocional convertido en una entelequia con la que algunos se hacen boyantes. ¿Ser felices y hallar esperanza a precio de qué? Esa es la pregunta. Se puede vivir sin conciencia, olvidándose de ella, cerrando los ojos, tapándose los oídos. O abocándose a una ilusión inverosímil, pero efectista por oposición: basada en la creencia de una fuerza superior.
Es una decisión. Por supuesto, respetable. El mundo es el báratro del individuo, y este decide cómo aliviarlo.
El pesimista de la fuerza no es superior ni inferior al resto. Es lo que quiere ser. Sabe que es falible y vulnerable, y que de lo que se cree seguro es rebatible. Sabe que hay emociones incontrolables, placeres lacerantes, gustos perniciosos. Sabe que hay circunstancias que lo superan. Pero hace de su inseguridad una seguridad basada en un punto de retorno: su pesimismo de la fuerza.
Es el pesimismo del análisis, el pesimismo del pensamiento, el pesimismo de la conciencia. Unamuno le dedica páginas hermosas en Del sentimiento trágico de la vida, aunque para él hay un Dios que redime.
El pesimista de la fuerza no demerita el creyente. No se inmuta ante los que se refugian en Dios. Sabe que gracias a él muchos filósofos y escritores nos legaron hermosas ideas e historias. Estoy pensando en Dostoievski y el nihilismo de sus grandes personajes: Raskólnikov e Iván Karamazov nos enseñan muchas cosas de la existencia. Nos dejan interrogantes sobre el bien y el mal, sobre los extremos de la idea, sobre el sentido de estar vivo, sobre el alcance del ateísmo.
Un pesimista de la fuerza también puede pensar que Dios renuncia al ser, como explica Mainländer. Si Dios existe o no, si ya se suicidó, si es un invento necesario del hombre desamparado, no es su punto de concentración.
El pesimismo de la fuerza nos mantiene atentos a los dioses creados en el mundo. Detenido en las formas en que operan los mecanismos de control del humano que no toma determinaciones por sí mismo.
El pesimismo de la fuerza no es autocompasión, tristeza, o depresión. Es lo que nos llena de coraje. Es una actitud de aquel que hace de su debilidad una fortaleza, de su melancolía un prisma para situarse, de la maldición una bendición, como pedía Zaratustra.
El pesimismo de la fuerza es también una sensibilidad para entenderse a través del otro. Observar y observarnos sabiendo que hacemos parte del mismo teatro, de la misma ferocidad, de la misma mueca cínica con la que llevamos la vida.
No es como pensaba Schopenhauer: el día de hoy es malo y cada día será más malo “hasta que llegue el peor”. No hay un peor día, y ya. Hay una oportunidad para hacer de los peores días un duelo personal, una medición del carácter, una oportunidad para ingeniarse mecanismos de resistencia.
Es también un pesimismo creyente del escepticismo: no hay héroes ni mesías ni líderes. Hay iniciativas y exponentes de causas comunes que son plausibles. Pero no hay adherencia.
De esto -dicho sea de paso- y de algunas de las formas en que se expresa el dolor espero hablar en un ensayo que ya está listo; hace parte de mi tesis de maestría. El dolor en la humanidad retratado por escritores y filósofos como Proust, Céline, Sartre, Cioran, Onetti, César Vallejo, y en largometrajes de Buñuel, Malle, Godard, Truffaut, Allen. La literatura y el cine son sustanciales registros de la vida y el entorno. No en vano Nietzsche decía que Dostoievski era el único psicólogo del que había aprendido.
El dolor como convicción, como facticidad, como fuerza ante una sociedad que exige felicidad, triunfos y estatus. Y pesimismo para observar el mundo con todos los sentidos. Para aprender del fracaso al que todos estamos destinados. El pesimismo de la fuerza aparece con singular kairós.
Referencias Bibliográficas
Heidegger, M. (2003). ¿Qué es metafísica?. Alianza Editorial: Madrid.
Jünger, E. y Heidegger M. (1994). Acerca del nihilismo. Sobre la línea. Hacia la pregunta del ser. Paidós.
Mainländer, P. (2011). Filosofía de la redención. Fondo de Cultura Económica: Santiago de Chile.
Nietzsche, F. (2006). El nihilismo europeo Fragmentos póstumos (Otoño, 1887). Editorial
Biblioteca Nueva: Madrid.
Nietzsche, F. (1985). Crespúsculo de los ídolos. Alianza Editorial: Madrid.
Nietzsche, F. (1987). Así hablaba Zaratustra. Editorial Pretel: Buenos Aires.
Schopenhauer, A. (2009). Parerga y paralipómena II. Editorial Trotta: Madrid.
Pero hay un punto clave en todo esto: entender que no estamos en el mundo, sino ante el mundo. Lo cual implica conciencia de este y sus incesantes desgracias; conciencia del egoísmo que el humano debe adoptar para no delirar y afligirse con el diario transcurrir.
No se trata de examinar las infinitas posibilidades con las que el humano se autodestruye y destruye su entorno. Consumar la existencia ya es bastante crudo como para hacer propias las calamidades ajenas.
Existir en sentido heideggeriano es ser. Una roca es, pero no existe; una piedra es, pero no existe; un escritorio es, pero no existe, lo explica en su metafísica. Nosotros tenemos la capacidad de existir en tanto tomamos conciencia de nuestro ser (la existencia), y por ende del mundo.
¿De cuál? Las lecturas, desde luego, pueden diferir. Los colores del cielo al caer la tarde tienen la fuerza para cautivarnos. Pero es un goce efímero. Hay un mundo cruel y real afuera y adentro de nosotros mismos. El dolor nos da el poder para combatirlo.
No hablo de un pesimismo estéril, estático e infantil. No es un pesimismo marchito en esperanza, fenecido en expectativas, ahogado en su tristeza y amargura. Todo lo contrario: es un pesimismo que no se arredra ante su reflejo, que arrostra el dolor, y hace de él su insumo vital.
Es el pesimismo de la fuerza. El mismo que hace que Nietzsche se separe del Schopenhauer fatalista. Es imposible que el individuo no desee, no quiera, no anhele. Se puede, en cambio, mesurar ese deseo, medir su alcance, aquilatar sus causas e interrogar la necesidad de su fin. Lo explica bien Foucault en ese repaso que hace de los griegos en El uso de los placeres.
Un pesimismo que acepta que el dolor es lo más inequívoco de la vida, pero no por ello renuncia a su desarrollo. Un pesimismo alejado de la percepción más equivocada que hay de él: es un pesimismo que construye, que producto de sí mismo avanza, y no se detiene. Un pesimismo que nos permite obrar con más fuerza, muy a pesar nuestro.
En estos tiempos el optimismo pasó de opción a necesidad: la pandemia que paraliza ciudades de todo el planeta hace pensar que toca adoptar eso que algunos llaman “positivo”.
No hay forma de pensar optimista en un mundo como este: el capitalismo más salvaje ha demostrado su astucia para renovarse. La batalla por las vacunas vuelve a enseñar que por encima de eso que llaman el bien común está la avaricia de los más ventajosos, y la necesidad de hacer de estas un poder para seguir instrumentalizando al individuo. No se puede esperar magnanimidad de los sujetos que dirigen las riendas de sus Estados, de aquellos que dicen hablar en nombre de todos, que dicen proteger y velar por la seguridad de sus territorios.
Habría que ser muy optimista para ello. Un nefelibata del apocalipsis.
Este pesimista no se decepciona porque es consciente de su situación. Pero no por eso es un inactivo, pero no por ello no se sorprende. A pesar de todo y de todos, sigue, porque sabe que la existencia no es el paraíso. Se trata entonces de hallarle el gusto a este averno. La existencia como combate, como desafío, como provocación.
Nos dicen que tenemos que ser felices. Pero es una fábula idealista que ignora que ese deseo hace más doloroso su alcance; además, es un estado que -cuando aparece- se va con mucha facilidad. Es un estado emocional convertido en una entelequia con la que algunos se hacen boyantes. ¿Ser felices y hallar esperanza a precio de qué? Esa es la pregunta. Se puede vivir sin conciencia, olvidándose de ella, cerrando los ojos, tapándose los oídos. O abocándose a una ilusión inverosímil, pero efectista por oposición: basada en la creencia de una fuerza superior.
Es una decisión. Por supuesto, respetable. El mundo es el báratro del individuo, y este decide cómo aliviarlo.
El pesimista de la fuerza no es superior ni inferior al resto. Es lo que quiere ser. Sabe que es falible y vulnerable, y que de lo que se cree seguro es rebatible. Sabe que hay emociones incontrolables, placeres lacerantes, gustos perniciosos. Sabe que hay circunstancias que lo superan. Pero hace de su inseguridad una seguridad basada en un punto de retorno: su pesimismo de la fuerza.
Es el pesimismo del análisis, el pesimismo del pensamiento, el pesimismo de la conciencia. Unamuno le dedica páginas hermosas en Del sentimiento trágico de la vida, aunque para él hay un Dios que redime.
El pesimista de la fuerza no demerita el creyente. No se inmuta ante los que se refugian en Dios. Sabe que gracias a él muchos filósofos y escritores nos legaron hermosas ideas e historias. Estoy pensando en Dostoievski y el nihilismo de sus grandes personajes: Raskólnikov e Iván Karamazov nos enseñan muchas cosas de la existencia. Nos dejan interrogantes sobre el bien y el mal, sobre los extremos de la idea, sobre el sentido de estar vivo, sobre el alcance del ateísmo.
Un pesimista de la fuerza también puede pensar que Dios renuncia al ser, como explica Mainländer. Si Dios existe o no, si ya se suicidó, si es un invento necesario del hombre desamparado, no es su punto de concentración.
El pesimismo de la fuerza nos mantiene atentos a los dioses creados en el mundo. Detenido en las formas en que operan los mecanismos de control del humano que no toma determinaciones por sí mismo.
El pesimismo de la fuerza no es autocompasión, tristeza, o depresión. Es lo que nos llena de coraje. Es una actitud de aquel que hace de su debilidad una fortaleza, de su melancolía un prisma para situarse, de la maldición una bendición, como pedía Zaratustra.
El pesimismo de la fuerza es también una sensibilidad para entenderse a través del otro. Observar y observarnos sabiendo que hacemos parte del mismo teatro, de la misma ferocidad, de la misma mueca cínica con la que llevamos la vida.
No es como pensaba Schopenhauer: el día de hoy es malo y cada día será más malo “hasta que llegue el peor”. No hay un peor día, y ya. Hay una oportunidad para hacer de los peores días un duelo personal, una medición del carácter, una oportunidad para ingeniarse mecanismos de resistencia.
Es también un pesimismo creyente del escepticismo: no hay héroes ni mesías ni líderes. Hay iniciativas y exponentes de causas comunes que son plausibles. Pero no hay adherencia.
De esto -dicho sea de paso- y de algunas de las formas en que se expresa el dolor espero hablar en un ensayo que ya está listo; hace parte de mi tesis de maestría. El dolor en la humanidad retratado por escritores y filósofos como Proust, Céline, Sartre, Cioran, Onetti, César Vallejo, y en largometrajes de Buñuel, Malle, Godard, Truffaut, Allen. La literatura y el cine son sustanciales registros de la vida y el entorno. No en vano Nietzsche decía que Dostoievski era el único psicólogo del que había aprendido.
El dolor como convicción, como facticidad, como fuerza ante una sociedad que exige felicidad, triunfos y estatus. Y pesimismo para observar el mundo con todos los sentidos. Para aprender del fracaso al que todos estamos destinados. El pesimismo de la fuerza aparece con singular kairós.
Referencias Bibliográficas
Heidegger, M. (2003). ¿Qué es metafísica?. Alianza Editorial: Madrid.
Jünger, E. y Heidegger M. (1994). Acerca del nihilismo. Sobre la línea. Hacia la pregunta del ser. Paidós.
Mainländer, P. (2011). Filosofía de la redención. Fondo de Cultura Económica: Santiago de Chile.
Nietzsche, F. (2006). El nihilismo europeo Fragmentos póstumos (Otoño, 1887). Editorial
Biblioteca Nueva: Madrid.
Nietzsche, F. (1985). Crespúsculo de los ídolos. Alianza Editorial: Madrid.
Nietzsche, F. (1987). Así hablaba Zaratustra. Editorial Pretel: Buenos Aires.
Schopenhauer, A. (2009). Parerga y paralipómena II. Editorial Trotta: Madrid.