“Donde cantan las ballenas” de Sara Jaramillo: un caminar incierto pero valiente
Donde cantan las ballenas es la reciente novela de la periodista y escritora Sara Jaramillo Klinkert, publicada por el Grupo Editorial Lumen. Una novela que describe los paisajes de Parruca, un lugar lejano en el cual el dolor y el sufrimiento no son más que una decisión.
Elena Chafyrtth
Existen amaneceres que, por más luminosos y brillantes que parezcan, resultan ser lacerantes, oscuros y severos. Quizá nos asusta el despuntar del día porque el silencio de nuestras paredes nos conduce al camino de la verdad, aquella que nos esforzamos por esconder. Observamos a través de la ventana el movimiento de los árboles, detenemos nuestra mirada en el vaivén de sus hojas, que se estremecen con la musicalidad del viento. Entonces anhelamos mecernos de esa manera, siguiéndole el ritmo a la vida. A la vez evidenciamos los pasos seguros, fuertes y sólidos de los transeúntes en medio del caos de la avenida y los comparamos con los nuestros, pasos que no emiten ningún ruido, por lo que resultan cada vez más lentos e inciertos. Permanecemos detrás de la ventana y nos quedamos ahí, esperando a que a alguien le importe lo que sentimos. Esperando a que alguien nos rescate de la inmensa oquedad y de la constante turbación de donde solo podemos reponernos nosotros mismos.
A eso se enfrenta Candelaria, una niña de doce años, quien es la protagonista de esta novela. “Luz que desprende de las velas” es el significado de su nombre, que menciona la valentía y la profundidad de una pelirroja quien, con apenas doce años, logra afrontar la muerte y la crudeza que la vida le tienen preparadas en Parruca, lugar en el cual nunca han cantado ni cantarán las ballenas; pero, en cambio, sí en las noches solían tocar el tamboril y aprenderse las canciones al unísono en familia. Sin embargo, eso fue antes de que su padre los abandonara “tres lunas llenas atrás” y, junto con su escaso equipaje, se llevó el amor, la protección y la confianza que le entregó alguna vez a su hija. “Cuando tengas ganas de llorar cuenta hasta treinta”. Acostada en su hamaca mientras observaba las montañas opacadas por la niebla recordaba la frase que tanto le repetía su padre. Palabras que con el tiempo se volvieron perdurables.
Le sugerimos leer Sara Jaramillo Klinkert: “Las cosas que callamos terminan definiéndonos”
Con sus pies descalzos caminaba por cada rincón de la casa sintiendo cómo el silencio se apodera de su hogar y su familia cada milisegundo. No se volvió a escuchar la ópera de Rossini que a Teresa, su madre, tanto le gustaba ponerles a las plantas; no se le volvió a ver puesto el vestido rojo que le encantaba presumir ni volvió a salir de su cuarto en busca de las piedras que le proporcionaban tanta energía. Por su parte, su hermano Tobías recolectaba cada día más y más hongos para poder viajar a un mundo que consideraba perfecto, donde la crueldad y el abandono no estuvieran a su alcance. Las paredes olían a humedad, los árboles crecían por toda la casa enredándose por las rendijas del ventanal. El techo y las lámparas estaban impregnadas de telarañas, la casa se caía a pedazos. Se sentaba cerca al estanque y cerraba los ojos pensando en que “crecer no es otra cosa que tomar decisiones”. Así pues, ella decidió.
“Candela”, como le decía cariñosamente su hermano, acostumbraba subirse al techo de la casa, para poder observar la carretera y así imaginar el regreso de su padre. Fue precisamente por esos días cuando escuchó el ruido de un carro, en este venían Gabi Rochester Vergara junto con Anastasia Godoy Pinto, una serpiente domesticada que siempre colgaba de su cuello. Esta mujer que huía de todos, incluso de sí misma, se convirtió en una inquilina en Parruca. Con el tiempo dejaría de serlo para convertirse en una amiga para aquella niña a quien le enseñaría a desprenderse de los suyos y así volar tan alto como lo hacían las aves en busca de su propio andar, pues la dependencia no es más que un sinsabor a cobardía. Tiempo después llegó el señor Santoro, otro inquilino, quien en compañía de su cuervo y su esquizofrenia le hace entender al lector que no existe enemigo más grande que el odio que llevamos clavado en el alma.
“Ahora estaba vacío, y lo más probable era que permaneciera así, porque la caída de los primeros ídolos no es más que la comprobación de que el único lugar en donde las personas son perfectas y dignas de adoración es dentro de la cabeza de quien las idealiza”. Cada vez que se bañaban en la quebrada, Gabi le regalaba una que otra frase a Candelaria, quien con su mirada llena de desasosiego le confirmaba que los seres humanos en algún momento le tenemos miedo a caminar solos, al abandono y a la ausencia de quienes fueron testigos de nuestras primeras palabras. Solemos engañarnos al anochecer y creer que podemos ser salvados por las mismas personas a quienes endiosamos; que son ellos quienes pueden decidir qué camino podemos tomar cuando se desborde el río. No obstante, el sentido que manifestemos con nuestras palabras y las consecuencias de nuestras acciones son las que nos dan valor para caminar por una línea que trascienda, que permanezca, que perdure en nuestra conciencia.
Cuando se tiene la fortuna de encontrarse con esta novela de Sara Jaramillo se logra comprender que renunciar ante la vida es sinónimo de deslealtad consigo mismo. Al leer estas páginas naufragamos en un viaje que, de alguna manera, nos obliga a mitigar y al mismo tiempo, a evaporar el miedo, el abandono, la soledad y la culpa. Para que así nos atrevamos a subir a lo más alto de la montaña. Arriesgándonos a sobrevivir, a grabar en nuestra memoria que somos los únicos que pueden detener o aumentar las marejadas en nuestra vida. Con cada paso que damos, por pequeño o grande que sea, vamos entendiendo la importancia y la magia de decidir por nosotros mismos, pues algún día comprenderemos que lo que tanto buscamos no existe en el otro, sino reposa en nuestra alma. “Llevaba tanto tiempo sin hablar con nadie de las cosas que bullían en su interior que había llegado a convencerse de que no era tan necesario hacerlo, que se podía vivir sin tener que compartir los propios pensamientos. Parecía que todo el mundo andaba muy ocupado lidiando con su propia vida y con sus propias cosas, que ella debía hacer lo mismo”.
Existen amaneceres que, por más luminosos y brillantes que parezcan, resultan ser lacerantes, oscuros y severos. Quizá nos asusta el despuntar del día porque el silencio de nuestras paredes nos conduce al camino de la verdad, aquella que nos esforzamos por esconder. Observamos a través de la ventana el movimiento de los árboles, detenemos nuestra mirada en el vaivén de sus hojas, que se estremecen con la musicalidad del viento. Entonces anhelamos mecernos de esa manera, siguiéndole el ritmo a la vida. A la vez evidenciamos los pasos seguros, fuertes y sólidos de los transeúntes en medio del caos de la avenida y los comparamos con los nuestros, pasos que no emiten ningún ruido, por lo que resultan cada vez más lentos e inciertos. Permanecemos detrás de la ventana y nos quedamos ahí, esperando a que a alguien le importe lo que sentimos. Esperando a que alguien nos rescate de la inmensa oquedad y de la constante turbación de donde solo podemos reponernos nosotros mismos.
A eso se enfrenta Candelaria, una niña de doce años, quien es la protagonista de esta novela. “Luz que desprende de las velas” es el significado de su nombre, que menciona la valentía y la profundidad de una pelirroja quien, con apenas doce años, logra afrontar la muerte y la crudeza que la vida le tienen preparadas en Parruca, lugar en el cual nunca han cantado ni cantarán las ballenas; pero, en cambio, sí en las noches solían tocar el tamboril y aprenderse las canciones al unísono en familia. Sin embargo, eso fue antes de que su padre los abandonara “tres lunas llenas atrás” y, junto con su escaso equipaje, se llevó el amor, la protección y la confianza que le entregó alguna vez a su hija. “Cuando tengas ganas de llorar cuenta hasta treinta”. Acostada en su hamaca mientras observaba las montañas opacadas por la niebla recordaba la frase que tanto le repetía su padre. Palabras que con el tiempo se volvieron perdurables.
Le sugerimos leer Sara Jaramillo Klinkert: “Las cosas que callamos terminan definiéndonos”
Con sus pies descalzos caminaba por cada rincón de la casa sintiendo cómo el silencio se apodera de su hogar y su familia cada milisegundo. No se volvió a escuchar la ópera de Rossini que a Teresa, su madre, tanto le gustaba ponerles a las plantas; no se le volvió a ver puesto el vestido rojo que le encantaba presumir ni volvió a salir de su cuarto en busca de las piedras que le proporcionaban tanta energía. Por su parte, su hermano Tobías recolectaba cada día más y más hongos para poder viajar a un mundo que consideraba perfecto, donde la crueldad y el abandono no estuvieran a su alcance. Las paredes olían a humedad, los árboles crecían por toda la casa enredándose por las rendijas del ventanal. El techo y las lámparas estaban impregnadas de telarañas, la casa se caía a pedazos. Se sentaba cerca al estanque y cerraba los ojos pensando en que “crecer no es otra cosa que tomar decisiones”. Así pues, ella decidió.
“Candela”, como le decía cariñosamente su hermano, acostumbraba subirse al techo de la casa, para poder observar la carretera y así imaginar el regreso de su padre. Fue precisamente por esos días cuando escuchó el ruido de un carro, en este venían Gabi Rochester Vergara junto con Anastasia Godoy Pinto, una serpiente domesticada que siempre colgaba de su cuello. Esta mujer que huía de todos, incluso de sí misma, se convirtió en una inquilina en Parruca. Con el tiempo dejaría de serlo para convertirse en una amiga para aquella niña a quien le enseñaría a desprenderse de los suyos y así volar tan alto como lo hacían las aves en busca de su propio andar, pues la dependencia no es más que un sinsabor a cobardía. Tiempo después llegó el señor Santoro, otro inquilino, quien en compañía de su cuervo y su esquizofrenia le hace entender al lector que no existe enemigo más grande que el odio que llevamos clavado en el alma.
“Ahora estaba vacío, y lo más probable era que permaneciera así, porque la caída de los primeros ídolos no es más que la comprobación de que el único lugar en donde las personas son perfectas y dignas de adoración es dentro de la cabeza de quien las idealiza”. Cada vez que se bañaban en la quebrada, Gabi le regalaba una que otra frase a Candelaria, quien con su mirada llena de desasosiego le confirmaba que los seres humanos en algún momento le tenemos miedo a caminar solos, al abandono y a la ausencia de quienes fueron testigos de nuestras primeras palabras. Solemos engañarnos al anochecer y creer que podemos ser salvados por las mismas personas a quienes endiosamos; que son ellos quienes pueden decidir qué camino podemos tomar cuando se desborde el río. No obstante, el sentido que manifestemos con nuestras palabras y las consecuencias de nuestras acciones son las que nos dan valor para caminar por una línea que trascienda, que permanezca, que perdure en nuestra conciencia.
Cuando se tiene la fortuna de encontrarse con esta novela de Sara Jaramillo se logra comprender que renunciar ante la vida es sinónimo de deslealtad consigo mismo. Al leer estas páginas naufragamos en un viaje que, de alguna manera, nos obliga a mitigar y al mismo tiempo, a evaporar el miedo, el abandono, la soledad y la culpa. Para que así nos atrevamos a subir a lo más alto de la montaña. Arriesgándonos a sobrevivir, a grabar en nuestra memoria que somos los únicos que pueden detener o aumentar las marejadas en nuestra vida. Con cada paso que damos, por pequeño o grande que sea, vamos entendiendo la importancia y la magia de decidir por nosotros mismos, pues algún día comprenderemos que lo que tanto buscamos no existe en el otro, sino reposa en nuestra alma. “Llevaba tanto tiempo sin hablar con nadie de las cosas que bullían en su interior que había llegado a convencerse de que no era tan necesario hacerlo, que se podía vivir sin tener que compartir los propios pensamientos. Parecía que todo el mundo andaba muy ocupado lidiando con su propia vida y con sus propias cosas, que ella debía hacer lo mismo”.