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Pocos días antes de que Lee Harvey Oswald disparara su rifle Mannlicher-Carcano, de 6,5 milímetros, con mira telescópica, e hiriera de muerte al presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, se dedicaba a repartir panfletos por Dallas y Forth Whort para defender a Cuba de una posible invasión imperialista, y a Fidel Castro, de un asesinato. “Juego limpio por Cuba”, decía. Quienes lo conocieron afirmaban que era un muchacho callado, irascible, que golpeaba casi un día de por medio a su mujer, Marina Prusakova, y que el único tema que le importaba era el marxismo. Acababa de cumplir 24 años cuando le disparó a Kennedy, el 22 de noviembre del 63, desde el sexto piso del depósito de Libros de Dallas, o eso fue lo que determinó la Comisión Warren en 1964.
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Había estado enrolado en el ejército como “marine”. Viajó a la Unión Soviética por más de un año y allí, en un baile, en la ciudad de Minsk, conoció a su futura mujer. Luego regresó, ya casado con ella, Marina, con quien tuvo dos hijas, June y Rachel. Caminaba rápido, no dejaba de moverse jamás, e intentaba evadir a su madre, Marguerite, para quien fue siempre su hijo consentido. Oswald entendía la vida en blanco y negro, sólo en blanco y negro. El blanco era el socialismo; el negro, el capitalismo, los fascistas, y, sobre todo, los Estados Unidos. Según la Comisión Warren, él y sólo él asesinó a Kennedy. Luego huyó. Pasó por su casa y se recluyó en el Cine Texas, donde fue aprehendido. Dos días más tarde, Jack Ruby, otro hombre que sólo veía en blanco y negro, según la Comisión Warren, le disparó en el estómago en los sótanos del cuartel de la Policía de Dallas, mientras lo trasladaban a la Cárcel del Condado. Oswald falleció en el Parkland Hospital, el mismo en el que había muerto Kennedy. Lo único que pudo decir durante los interrogatorios que le hicieron horas antes fue que era un “patsy”, es decir, una “cabeza de turco”. Repitió que era “inocente, inocente, inocente”.
Ruby, cuyo apellido era Rubinstein, y había estado involucrado en diversos negocios oscuros, e incluso con Richard Nixon, declaró que había asesinado a Oswald para “redimir” a la ciudad de Dallas ante los ojos del pueblo, “por una ofuscación del momento y que no había planeado el asesinato”. Los dos, según la Warren, actuaron por su cuenta, llevados por el dolor y la ira. En blanco y negro. Los dos eran obsesivos, sanguíneos, viscerales. Jamás se habían visto, y sólo tenían en común a un amigo, George de Mohrenschildt, un petrolero refinado, ligado a la CIA y socio de George H. W. Busch. Ruby lo había conocido en distintos clubes nocturnos. Con Oswald la relación fue más profunda. Poco tiempo después de que Oswald hubiera vuelto a Estados Unidos, De Mohresnchildt le sugirió que se mudara a Dallas. Quince años más tarde escribió en una especie de confesión postrera que “Lee Oswald no hubiera sido el tipo de persona que ha causado la muerte de John F. Kennedy”. Su sentencia estaba sustentada en la coincidencia entre algunos puntos políticos de Kennedy y las ideas liberales de Oswald. Sin embargo, en 1964, le había dicho a la Comisión Warren que Oswald era sólo un chico, no un amigo.
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De Mohrenschildt se suicidó en 1977, o esa fue la versión oficial de su muerte. Lo había intentado en cuatro ocasiones y sus últimos años habían sido un constante peregrinar por clínicas de reposo. Oía voces extrañas, creía que lo perseguían agentes del FBI y de la CIA, y conversaba con un imaginario Papa Doc Duvallier, con quien había firmado negocios petrolíferos en Haití. Oswald, Ruby, De Mohrenschildt, Kennedy, la ruta de la muerte, los nombres que confluyeron en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963, para que la historia se transformara en un instante, para que nada fuera como había sido. Desde aquel día, las historias de posibles conspiraciones y conspiradores se multiplicaron. Que hubo, por lo menos, dos tiradores; que una bala había hecho un recorrido imposible, que existió un doble de Oswald, que la autopsia del presidente fue falseada, que Kennedy tenía muchos enemigos, que había sido un error ir a Dallas, que a Oswald lo habían ayudado a instalarse en Dallas reconocidos Amigos Americanos de la Naciones del Bloque Antibolchevique, financiados por la CIA; que los cubanos, que los rusos, que los fabricantes de armas...
En abril de 1996, Marina Prusakova dijo que “En el tiempo del asesinato de este gran Presidente que todos amábamos, yo crei la “evidencia” presentada a mí por el gobierno, asistiéndome la convicción de que Lee Harvey Oswald era el asesino. Por la información actualmente disponible creo que era solo un informante del FBI y que no asesinó al presidente Kennedy”. Para entonces, su voz era la de millones de estadounidenses, que habían leído y visto decenas de libros y películas sobre “la realidad” de lo ocurrido en la Plaza Dealey, y consideraban que era poco menos que imposible que un solo hombre pudiera asesinar a un presidente desde el sexto piso de un edificio.
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Entre miles de teorías y miles de argumentos, pruebas, testimonios, mentiras, intereses, muertes, torturas, extorsiones, un hombre, Stephen King, se arriesgó a viajar al pasado en forma de personaje para cambiar lo que sucedió, porque sin el asesinato de Kennedy, decía uno de los protagonistas de su novela 22/11/63, se salvarían su hermano Robert Kennedy, y Martin Luther King, y no existiría el Ejército Simbiótico de Liberación, y la guerra de Vietnam no hubiera sido tan cruda. “¿Sabes cómo era el hombre que cambió la historia de América? -le preguntaba al profesor de lingüística que debía evitar la tragedia-. Era el típico crío que tira piedras a los otros niños y luego sale corriendo. Para cuando se alistó en los Marines, había vivido en casi dos docenas de ciudades distintas, desde Nueva Orleans hasta Nueva York. Tenía grandes ideas y no entendía por qué la gente no las escuchaba. Eso le enloquecía, le ponía furioso, pero nunca perdió esa sonrisita cabrona”.
El profesor, Jake Epping, quien luego, o antes, 50 años antes, se llamaría George Amberson, o el propio King, viajó por un pasadizo del tiempo a los años 60 para impedir que Oswald disparara su rifle el 22 de noviembre del 63. Vigiló a Oswald. Vivió a su lado. Lo grabó. Conversó con sus socios. Soportó la agresividad de algunos de sus conocidos. Conversó con su esposa. Observó a su madre. Lo siguió en abril del 63, cuando quiso matar a un general fascista de apellido Walker. Comprobó que había trabajado como publicista y tendero de mosquiteros, y que pocos días antes del crimen, lo habían contratado como cualquier cosa en el depósito de libros. Constató que el pasado era obstinado, como le había dicho su tutor, el hombre que le había enseñado el pasadizo y le había encomendado la misión. El viernes 22 de noviembre, tuvo que robarse dos carros para llegar antes de las 12:30 al sexto piso del depósito de libros. El pasado se negaba a cambiar. Llegó con su novia Sadie cuando Oswald iba a disparar. Él disparó. “Disparé. El tiro me salió alto y solo arrancó una nube de astillas de la parte superior del marco de la ventana, pero fue suficiente para salvar la vida de John Kennedy. Oswald dio un respigo al oír el disparo y el proyectil de 160 gramos del Mannlicher-Carcano salió desviado hacia arrioba y destrozó una ventana de los juzgados del condado”.
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El tiroteo se extendió. Los guardaespaldas del presidente dispararon hacia el sexto piso, Oswald, hacia todas partes. Amberson perdió su pistola. Su novia apareció. Oswald le pegó un tiro en el pecho y la mató. Luego cayó él, atravesado por las balas que subían desde la Plaza Dealey. Al final, Amberson fue héroe y sospechoso. ¿Por qué sabía tanto de Oswald? ¿Por qué estaba enterado de que iba a matar al Presidente? ¿Para quién o quiénes trabajaba? Por la noche se largó hacia el futuro, en parte porque ya había concluido su misión, en parte porque el FBI lo había convidado a que desapareciera. Se largó a su vida de antes. Sin embargo, cuando llegó al año 2011, a su tierra, Maine, todo se había transformado-trastornado. Él era el principal responsable de que el mundo no hubiera seguido el rumbo que había tomado luego de la muerte de Kennedy. Él, y sólo él.