Dopamina digital para zombis. El “modelo TikTok”
Un filósofo y su aguda crítica a la era influencer, que “enriquece a unos pocos y, a cambio, empobrece e idiotiza a millones”. Según él, estamos atrapados en “la economía de la estupidez y la manipulación de las emociones”.
Ludwing Cepeda Aparicio @Ludwing_Cepeda / Especial para El Espectador
TikTok, la aplicación más exitosa de la historia, es mucho más que simple “entretenimiento”. Una herramienta de distracción capaz de afectar la salud mental, deteriorar la inteligencia en diversas áreas funcionales y hacer proliferar la estupidez humana a un ritmo vertiginoso.
En particular en esta red social, es innecesario —casi indecoroso— pensar, tener una postura crítica o una posición personal informada. Se supone que cuando estás en TikTok ni siquiera deseas ver presentadores de noticias o fuentes expertas explicando una situación relevante. Y el pensamiento crítico resultaría, cuando menos, bizarro. Esta plataforma, en cambio, cultiva y propicia un perfil de usuario irreflexivo y dado a la pasividad, pero muy dispuesto a devorar contenidos digitales; ojalá, frívolos e insustanciales, marca “cero calorías, cero razonamientos”. Un entusiasta de aquella droga de libre consumo al alcance de los niños, excepto en China, donde el régimen socialista ha limitado a solo 40 minutos al día el uso que los menores pueden hacer de la aplicación, y ha habilitado un “modo adolescente”, en el que el algoritmo les sugiere videos educativos, contenido histórico y experimentos científicos; nada de tontos lamiendo retretes o anunciando invasiones extraterrestres.
Exponerse día a día durante horas a una pantalla con innumerables videos de bromas zafias, tendencias superficiales, bailes sensuales, tutoriales de maquillaje, visiones apocalípticas y siniestras teorías de conspiración genera un daño profundo. Como si el espectador quedara cada vez más alienado y el gran mérito fuese malgastar el tiempo de una manera ruin, que ni siquiera se asemeja al ocio. TikTok es otro mundo. Dopamina digital para zombis. Polvo virtual para aspirar, capaz de reducir los enlaces sinápticos y mermar estructuralmente la inteligencia cognitiva y emocional, causando demencia digital.
Uno de los atractivos de la estupidez —y quizá también su mayor peligro— es que resulta monetizable en demasía. El nuevo petróleo de la era influencer, que enriquece a unos pocos y, a cambio, empobrece e idiotiza a millones. Si bien la estupidez humana ha existido siempre, hoy día esta cuenta con muchas más oportunidades, y su promoción y difusión globales están más que garantizadas, a tal punto que representa una de las vocaciones insignes de la época. De hecho, algunas redes sociales son un escenario único para que una infinidad de internautas concurse en quién es el más cómico y arrasa de forma más viral, quién es el cretino más “ingenioso”; en definitiva, el más hábil en captar un público tanto o más enajenado. (Recomendamos otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre el pensamiento crítico y el sesgo de confirmación)
En la inmensa galaxia que es TikTok, ni siquiera hay odio o indignación social y política —o escasamente los hay—, contrario de como sucede en Twitter, donde un veneno hipertóxico se eleva hasta los cielos, tiñe de rojo las nubes y nos escupe con una nueva tormenta de fuego a cada minuto. Tampoco vemos el desesperado afán de parecer expertos en algún tema o disciplina, personas de negocios o replicadores autómatas del pensamiento “positivo”, como tanto ocurre en LinkedIn, plataforma social enfocada al ámbito profesional —y a la autoayuda, dicho sea de paso—, en donde un segmento notable de usuarios posan de presidentes, gerentes, mentores y altos ejecutivos en increíbles multinacionales, quienes prometen transformar nuestras vidas y revelarnos su fórmula del éxito, incluida la receta de la felicidad, a cambio de que leamos y compartamos “sus” publicaciones —generadas muchas de ellas con “ayuda” de inteligencia artificial—, estimulemos su ego mediante elogiosos likes y compremos sus servicios.
En TikTok, es muy distinto. Aunque aquellos “creadores” de chatarra visual se esmeran en llamar la atención, allí nadie quiere ser mentor de nada, ni parecerlo. Y difícilmente podría suceder así, pues los verdaderos líderes se hallan en otro entorno, atareados resolviendo problemas y enfocados en generar valor. Lejos de esto, en el modelo de contenidos fabricado por TikTok el rol característico de los internautas es dejarse consumir por un torrente de naderías pasajeras. Allí se valora, en esencia, la tontería, la inmadurez y la banalidad. Y cada usuario va por su “propio” sueño de hacerse viral, o irradiar así sea un fugaz destello de popularidad entre su círculo de contactos. Aunque este no es un anhelo real, sino una macrotendencia, y configura el espíritu de una época. El deseo inusitado de permanecer la mayor parte del día abandonados a aquel modelo de “entretenimiento” —que algunos estudiosos han identificado como un arma geopolítica de espionaje de datos, pero también de robo de la atención y de estupidización colectiva— pone en tela de juicio doscientos mil años de evolución del Homo sapiens, incluidas las ochenta mil millones de neuronas de su cerebro. Una masa encefálica tirada al retrete.
La corriente dominante ordena que el proyecto genuinamente valioso es ser estrellas de farándula —a quienes les resulte natural declamar “los amo a todos”—. Dicha configuración mental señala, así mismo, que el camino más efectivo para abrazar tal ambición es incursionar en el sendero del chiste flojo, la broma de mal gusto, la acción polémica o temeraria, la ostentación, y haciendo de la inmediatez y del sensacionalismo un codiciado estilo de vida. En resumen, mediante el ejercicio de la estupidez —ya sea fingida o “auténtica”—, que ciertamente mueve a toda una industria, pero no genera valor agregado.
Sin embargo, para que un cibernauta pueda transmutarse en un aclamado ídolo se requiere de miles y miles de entusiastas dispuestos a echarse a perder participando de aquel espectáculo. De lo contrario, aquella tontería y ebriedad jocosas no tendrían el mágico efecto de multiplicar con tal facilidad el basto número de usuarios de dichas redes. Conscientes de esto, los artífices de tales herramientas —no solo TikTok— han aprendido a hacerles creer a todos que cualquiera puede lograrlo. Que cualquier mortal, por infortunado que sea pero que por lo menos tenga acceso a un dispositivo electrónico y conexión a Internet, puede ser la próxima gran celebridad de la pantalla, sin importar si esta graba sus videos debajo de un puente, según ha empezado a ocurrir en algunos países asiáticos, fenómeno que ha puesto de relieve el tema de la “indigencia digital”. El algoritmo —gracias a una nutrida dosis de neuromárketing—, además de adaptarse muy rápido a nuestros gustos e intereses, y de mostrarnos justo lo que queremos ver, está programado con enfoque emocional para sembrar esta perversa ilusión del éxito viral, que convierte a millones en zombis digitales y en cibertontos. (Recomendamos: Otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre la argumentación y la anulación del debate)
TikTok y otras redes sociales son una prueba fehaciente de que hemos descubierto una mercantilización más efectiva que la explotación del odio y la indignación. Me refiero a la economía de la estupidez y a la manipulación de las emociones. Y la estupidez, por su puesto, se ha vuelto tan contagiosa y viral como el odio. O quizá mucho más. En esta emergente industria, a lo mejor la inteligencia artificial autónoma no tenga nada que aportar, ni le interese hacerlo —excepto si la programáramos para tal fin—, así que el puesto de tonto seguirá reservado para los humanos... ¿No lo creen? Ni que fuéramos tan insensatos como para automatizar la idiotez…
¡Un momento! Ahora que lo pienso, no sería extraño que hiciésemos tal cosa. Hasta sería un fructífero negocio desarrollar idiotas artificiales que hicieran, en lugar de los internautas, el papel de tontos, y de esta forma aquellos se ahorrarían el “trabajo sucio”. En todo caso, demos por sentado —al menos por esta ocasión— que no será así. Que no automatizaremos, a través de la inteligencia artificial, la imbecibilidad, y que esta será solo nuestra, inajenablemente nuestra. No obstante, esto nos deja con un problema sin resolver, y es que existen pocas vacantes para el mencionado “cargo”, ¡muy pocas!, y, en cambio, una oferta estrepitosa, de cientos de millones de aspirantes, de manera que el éxito está destinado apenas a unos cuantos. A los mentecatos y majaderos más graciosos, ocurrentes y sensuales; e incluso conflictivos, escandalosos y osados, rasgos que tienen un alto índice de viralidad en el ondeante ecosistema digital.
Estas plataformas parecen un trozo de distopía arrojado en nuestra época, tan cambiante como veloz e incierta. Cada día más individuos caen atrapados en tales redes, cuya mercancía son los internautas mismos —sus datos, gustos e interacciones—, quienes no tienen reparos en vender su identidad, pues se “reinventan” y cambian de estilo las veces que sea necesario, hasta por fin descubrir cómo captar con desenfreno la atención de una audiencia. Tales usuarios no solo enajenan su identidad, sino que la ofertan al menor precio. Al precio de un like. O por mucho menos. Al módico precio de una insignificante “interacción”: por ejemplo, que alguien dé clic en su perfil. O de siquiera un pantallazo sin interacción alguna. Porque un vano e intrascendente pantallazo les hace sentir que existen, les genera un sentimiento de recompensa y los impulsa a ir por más, llevándolos a creer que algún día podrían triunfar en el efímero universo de los likes. ¡Y nadie puede quitarles el derecho a fantasear!
A medida que crecen y muestran algo de autonomía —por ejemplo, desde los seis años—, los niños y jóvenes —incluido uno que otro adulto— ansían convertirse en influencers, una de cuyas líneas de “trabajo” más prominente es la estupidez transmutada en espectáculo, en un producto de consumo. A esto se suma que anhelan tocar el paraíso digital de inmediato. Que al frotar la lámpara del deseo tengan miles de seguidores, sumas colosales en sus cuentas bancarias, mansiones y autos lujosos para ostentar con altivez. Haberse transformado en idiotas exitosos. O sea, con un influjo hipnótico sobre las multitudes. ¡No cualquier clase de payasos! Pues ya hay millones de ellos luchando por hacerse a un lugar en el apetecido oficio de ser tontos, en el que, pese a su obstinación, casi todos fracasarán.
¿Qué se sentirá fracasar en el universo de los tontos, no tener talento siquiera para mentecato? Desde luego, se trata de una situación dramática. Incluso hoy día, gozar de escasos likes es para muchos sinónimo de fracaso —así sus aspiraciones no hayan sido alienadas por el afán de llamar la atención, la “selfitis” y el culto al ego—, pues, en todo caso, se ha dado por hecho que el éxito pasa necesariamente por la validación social, la cual se tasa en buena media en las plataformas sociales. Y todas estas intentan parecerse cada vez más a TikTok, pues su neuroalgoritmo idiotizante ha resultado infalible.
En general, las redes sociales se están “tiktokizando”. Cada una compite por hacerse al letargo de los cibernautas, y, resultado de esa lucha, sus sistemas de navegación y de rastreo de datos han terminado siendo similares. Sin embargo, también TikTok continúa evolucionando. Ya no es solo una aplicación de videos de gatos traviesos, tendencias de moda, retos y tonterías, sino que se ha erigido además en la principal fuente de “información” para millones de jóvenes, que hacen de esta una herramienta educativa, un sustituto del buscador de Google, de los periódicos, revistas, libros y bibliotecas. Esta sustitución la hace aún más peligrosa. Y si hay algo más inquietante que una sociedad de tontos es una sociedad de tontos absolutamente desinformados, cuya visión del mundo se reduce a la complacencia automatizada de un algoritmo de consumo, diseñado para alimentar sus sesgos y mostrarles un mundo plano, sin matices y a su medida. En consecuencia, hablar de “estupidez colectiva” y de la “era dorada de la idiotez” no es un disparate.
Si bien el auge de estas aplicaciones ha sido tremendamente acelerado, y no ha habido tiempo suficiente para asimilar su impacto, sabemos que estamos ante una invención perjudicial. Pese a estas reservas, y a tantas críticas que ha recibido, el “modelo TikTok” seguirá entrenando y optimizando su algoritmo. De seguro, en un futuro cercano este modelo derivará en una “innovación” capaz de conectar la imbecibilidad y el ocio improductivo con todas las áreas de la existencia humana, dando origen a un fenómeno de inmersión digital total, inseparable de la vida cotidiana.
No hay duda de que nos dirigimos hacia una sociedad de idiotas del más alto nivel, dados al menor esfuerzo, narcisistas y ávidos de ser complacidos de manera ilimitada, acaparando para sí la mayor atención, sin interés alguno por comprender el mundo en el que viven o siquiera escuchar a otros. Dicho en otras palabras, se están creando las condiciones para fundar una nueva civilización. Una aldea global de dementes digitales, clones sin alma aún más ensimismados, vacilantes y ociosos de lo que ya son, además de susceptibles e irracionales, y, a su vez, menos creativos e inteligentes. Tales son, por lo regular, los rasgos de usuario que más recompensa y explota la actual economía de la atención; en particular TikTok, que, más que una red social, ha sido un modelo paradigmático de entretenimiento personalizado y de creación de contenidos. A decir verdad, el modelo de neuromárketing e idiotización más exitoso de la historia.
* Filósofo, editor de contenidos y agente literario.
TikTok, la aplicación más exitosa de la historia, es mucho más que simple “entretenimiento”. Una herramienta de distracción capaz de afectar la salud mental, deteriorar la inteligencia en diversas áreas funcionales y hacer proliferar la estupidez humana a un ritmo vertiginoso.
En particular en esta red social, es innecesario —casi indecoroso— pensar, tener una postura crítica o una posición personal informada. Se supone que cuando estás en TikTok ni siquiera deseas ver presentadores de noticias o fuentes expertas explicando una situación relevante. Y el pensamiento crítico resultaría, cuando menos, bizarro. Esta plataforma, en cambio, cultiva y propicia un perfil de usuario irreflexivo y dado a la pasividad, pero muy dispuesto a devorar contenidos digitales; ojalá, frívolos e insustanciales, marca “cero calorías, cero razonamientos”. Un entusiasta de aquella droga de libre consumo al alcance de los niños, excepto en China, donde el régimen socialista ha limitado a solo 40 minutos al día el uso que los menores pueden hacer de la aplicación, y ha habilitado un “modo adolescente”, en el que el algoritmo les sugiere videos educativos, contenido histórico y experimentos científicos; nada de tontos lamiendo retretes o anunciando invasiones extraterrestres.
Exponerse día a día durante horas a una pantalla con innumerables videos de bromas zafias, tendencias superficiales, bailes sensuales, tutoriales de maquillaje, visiones apocalípticas y siniestras teorías de conspiración genera un daño profundo. Como si el espectador quedara cada vez más alienado y el gran mérito fuese malgastar el tiempo de una manera ruin, que ni siquiera se asemeja al ocio. TikTok es otro mundo. Dopamina digital para zombis. Polvo virtual para aspirar, capaz de reducir los enlaces sinápticos y mermar estructuralmente la inteligencia cognitiva y emocional, causando demencia digital.
Uno de los atractivos de la estupidez —y quizá también su mayor peligro— es que resulta monetizable en demasía. El nuevo petróleo de la era influencer, que enriquece a unos pocos y, a cambio, empobrece e idiotiza a millones. Si bien la estupidez humana ha existido siempre, hoy día esta cuenta con muchas más oportunidades, y su promoción y difusión globales están más que garantizadas, a tal punto que representa una de las vocaciones insignes de la época. De hecho, algunas redes sociales son un escenario único para que una infinidad de internautas concurse en quién es el más cómico y arrasa de forma más viral, quién es el cretino más “ingenioso”; en definitiva, el más hábil en captar un público tanto o más enajenado. (Recomendamos otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre el pensamiento crítico y el sesgo de confirmación)
En la inmensa galaxia que es TikTok, ni siquiera hay odio o indignación social y política —o escasamente los hay—, contrario de como sucede en Twitter, donde un veneno hipertóxico se eleva hasta los cielos, tiñe de rojo las nubes y nos escupe con una nueva tormenta de fuego a cada minuto. Tampoco vemos el desesperado afán de parecer expertos en algún tema o disciplina, personas de negocios o replicadores autómatas del pensamiento “positivo”, como tanto ocurre en LinkedIn, plataforma social enfocada al ámbito profesional —y a la autoayuda, dicho sea de paso—, en donde un segmento notable de usuarios posan de presidentes, gerentes, mentores y altos ejecutivos en increíbles multinacionales, quienes prometen transformar nuestras vidas y revelarnos su fórmula del éxito, incluida la receta de la felicidad, a cambio de que leamos y compartamos “sus” publicaciones —generadas muchas de ellas con “ayuda” de inteligencia artificial—, estimulemos su ego mediante elogiosos likes y compremos sus servicios.
En TikTok, es muy distinto. Aunque aquellos “creadores” de chatarra visual se esmeran en llamar la atención, allí nadie quiere ser mentor de nada, ni parecerlo. Y difícilmente podría suceder así, pues los verdaderos líderes se hallan en otro entorno, atareados resolviendo problemas y enfocados en generar valor. Lejos de esto, en el modelo de contenidos fabricado por TikTok el rol característico de los internautas es dejarse consumir por un torrente de naderías pasajeras. Allí se valora, en esencia, la tontería, la inmadurez y la banalidad. Y cada usuario va por su “propio” sueño de hacerse viral, o irradiar así sea un fugaz destello de popularidad entre su círculo de contactos. Aunque este no es un anhelo real, sino una macrotendencia, y configura el espíritu de una época. El deseo inusitado de permanecer la mayor parte del día abandonados a aquel modelo de “entretenimiento” —que algunos estudiosos han identificado como un arma geopolítica de espionaje de datos, pero también de robo de la atención y de estupidización colectiva— pone en tela de juicio doscientos mil años de evolución del Homo sapiens, incluidas las ochenta mil millones de neuronas de su cerebro. Una masa encefálica tirada al retrete.
La corriente dominante ordena que el proyecto genuinamente valioso es ser estrellas de farándula —a quienes les resulte natural declamar “los amo a todos”—. Dicha configuración mental señala, así mismo, que el camino más efectivo para abrazar tal ambición es incursionar en el sendero del chiste flojo, la broma de mal gusto, la acción polémica o temeraria, la ostentación, y haciendo de la inmediatez y del sensacionalismo un codiciado estilo de vida. En resumen, mediante el ejercicio de la estupidez —ya sea fingida o “auténtica”—, que ciertamente mueve a toda una industria, pero no genera valor agregado.
Sin embargo, para que un cibernauta pueda transmutarse en un aclamado ídolo se requiere de miles y miles de entusiastas dispuestos a echarse a perder participando de aquel espectáculo. De lo contrario, aquella tontería y ebriedad jocosas no tendrían el mágico efecto de multiplicar con tal facilidad el basto número de usuarios de dichas redes. Conscientes de esto, los artífices de tales herramientas —no solo TikTok— han aprendido a hacerles creer a todos que cualquiera puede lograrlo. Que cualquier mortal, por infortunado que sea pero que por lo menos tenga acceso a un dispositivo electrónico y conexión a Internet, puede ser la próxima gran celebridad de la pantalla, sin importar si esta graba sus videos debajo de un puente, según ha empezado a ocurrir en algunos países asiáticos, fenómeno que ha puesto de relieve el tema de la “indigencia digital”. El algoritmo —gracias a una nutrida dosis de neuromárketing—, además de adaptarse muy rápido a nuestros gustos e intereses, y de mostrarnos justo lo que queremos ver, está programado con enfoque emocional para sembrar esta perversa ilusión del éxito viral, que convierte a millones en zombis digitales y en cibertontos. (Recomendamos: Otro ensayo de Ludwing Cepeda sobre la argumentación y la anulación del debate)
TikTok y otras redes sociales son una prueba fehaciente de que hemos descubierto una mercantilización más efectiva que la explotación del odio y la indignación. Me refiero a la economía de la estupidez y a la manipulación de las emociones. Y la estupidez, por su puesto, se ha vuelto tan contagiosa y viral como el odio. O quizá mucho más. En esta emergente industria, a lo mejor la inteligencia artificial autónoma no tenga nada que aportar, ni le interese hacerlo —excepto si la programáramos para tal fin—, así que el puesto de tonto seguirá reservado para los humanos... ¿No lo creen? Ni que fuéramos tan insensatos como para automatizar la idiotez…
¡Un momento! Ahora que lo pienso, no sería extraño que hiciésemos tal cosa. Hasta sería un fructífero negocio desarrollar idiotas artificiales que hicieran, en lugar de los internautas, el papel de tontos, y de esta forma aquellos se ahorrarían el “trabajo sucio”. En todo caso, demos por sentado —al menos por esta ocasión— que no será así. Que no automatizaremos, a través de la inteligencia artificial, la imbecibilidad, y que esta será solo nuestra, inajenablemente nuestra. No obstante, esto nos deja con un problema sin resolver, y es que existen pocas vacantes para el mencionado “cargo”, ¡muy pocas!, y, en cambio, una oferta estrepitosa, de cientos de millones de aspirantes, de manera que el éxito está destinado apenas a unos cuantos. A los mentecatos y majaderos más graciosos, ocurrentes y sensuales; e incluso conflictivos, escandalosos y osados, rasgos que tienen un alto índice de viralidad en el ondeante ecosistema digital.
Estas plataformas parecen un trozo de distopía arrojado en nuestra época, tan cambiante como veloz e incierta. Cada día más individuos caen atrapados en tales redes, cuya mercancía son los internautas mismos —sus datos, gustos e interacciones—, quienes no tienen reparos en vender su identidad, pues se “reinventan” y cambian de estilo las veces que sea necesario, hasta por fin descubrir cómo captar con desenfreno la atención de una audiencia. Tales usuarios no solo enajenan su identidad, sino que la ofertan al menor precio. Al precio de un like. O por mucho menos. Al módico precio de una insignificante “interacción”: por ejemplo, que alguien dé clic en su perfil. O de siquiera un pantallazo sin interacción alguna. Porque un vano e intrascendente pantallazo les hace sentir que existen, les genera un sentimiento de recompensa y los impulsa a ir por más, llevándolos a creer que algún día podrían triunfar en el efímero universo de los likes. ¡Y nadie puede quitarles el derecho a fantasear!
A medida que crecen y muestran algo de autonomía —por ejemplo, desde los seis años—, los niños y jóvenes —incluido uno que otro adulto— ansían convertirse en influencers, una de cuyas líneas de “trabajo” más prominente es la estupidez transmutada en espectáculo, en un producto de consumo. A esto se suma que anhelan tocar el paraíso digital de inmediato. Que al frotar la lámpara del deseo tengan miles de seguidores, sumas colosales en sus cuentas bancarias, mansiones y autos lujosos para ostentar con altivez. Haberse transformado en idiotas exitosos. O sea, con un influjo hipnótico sobre las multitudes. ¡No cualquier clase de payasos! Pues ya hay millones de ellos luchando por hacerse a un lugar en el apetecido oficio de ser tontos, en el que, pese a su obstinación, casi todos fracasarán.
¿Qué se sentirá fracasar en el universo de los tontos, no tener talento siquiera para mentecato? Desde luego, se trata de una situación dramática. Incluso hoy día, gozar de escasos likes es para muchos sinónimo de fracaso —así sus aspiraciones no hayan sido alienadas por el afán de llamar la atención, la “selfitis” y el culto al ego—, pues, en todo caso, se ha dado por hecho que el éxito pasa necesariamente por la validación social, la cual se tasa en buena media en las plataformas sociales. Y todas estas intentan parecerse cada vez más a TikTok, pues su neuroalgoritmo idiotizante ha resultado infalible.
En general, las redes sociales se están “tiktokizando”. Cada una compite por hacerse al letargo de los cibernautas, y, resultado de esa lucha, sus sistemas de navegación y de rastreo de datos han terminado siendo similares. Sin embargo, también TikTok continúa evolucionando. Ya no es solo una aplicación de videos de gatos traviesos, tendencias de moda, retos y tonterías, sino que se ha erigido además en la principal fuente de “información” para millones de jóvenes, que hacen de esta una herramienta educativa, un sustituto del buscador de Google, de los periódicos, revistas, libros y bibliotecas. Esta sustitución la hace aún más peligrosa. Y si hay algo más inquietante que una sociedad de tontos es una sociedad de tontos absolutamente desinformados, cuya visión del mundo se reduce a la complacencia automatizada de un algoritmo de consumo, diseñado para alimentar sus sesgos y mostrarles un mundo plano, sin matices y a su medida. En consecuencia, hablar de “estupidez colectiva” y de la “era dorada de la idiotez” no es un disparate.
Si bien el auge de estas aplicaciones ha sido tremendamente acelerado, y no ha habido tiempo suficiente para asimilar su impacto, sabemos que estamos ante una invención perjudicial. Pese a estas reservas, y a tantas críticas que ha recibido, el “modelo TikTok” seguirá entrenando y optimizando su algoritmo. De seguro, en un futuro cercano este modelo derivará en una “innovación” capaz de conectar la imbecibilidad y el ocio improductivo con todas las áreas de la existencia humana, dando origen a un fenómeno de inmersión digital total, inseparable de la vida cotidiana.
No hay duda de que nos dirigimos hacia una sociedad de idiotas del más alto nivel, dados al menor esfuerzo, narcisistas y ávidos de ser complacidos de manera ilimitada, acaparando para sí la mayor atención, sin interés alguno por comprender el mundo en el que viven o siquiera escuchar a otros. Dicho en otras palabras, se están creando las condiciones para fundar una nueva civilización. Una aldea global de dementes digitales, clones sin alma aún más ensimismados, vacilantes y ociosos de lo que ya son, además de susceptibles e irracionales, y, a su vez, menos creativos e inteligentes. Tales son, por lo regular, los rasgos de usuario que más recompensa y explota la actual economía de la atención; en particular TikTok, que, más que una red social, ha sido un modelo paradigmático de entretenimiento personalizado y de creación de contenidos. A decir verdad, el modelo de neuromárketing e idiotización más exitoso de la historia.
* Filósofo, editor de contenidos y agente literario.