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Doris Salcedo, el reloj de arena del arte

La retrospectiva de su obra fue exaltada en los más importantes museos de Chicago y Nueva York, recibió el Premio Nasher, trabaja en otra obra que conmoverá a Europa y al mundo. Personaje nacional y universal.

Nelson Fredy Padilla*
06 de diciembre de 2015 - 03:47 a. m.
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“La artista latinoamericana más reconocida hoy en todo el mundo”, advirtió esta semana el diario español El País en un artículo sobre la cada vez más trascendente obra de la colombiana. Esto porque se hizo público que Palimpsesto, una instalación suya en memoria de las víctimas de las migraciones africanas hacia Europa, se tomará entre el 5 de octubre de 2017 y marzo de 2018 el Palacio de Cristal del Museo Reina Sofía. Recordará las vidas perdidas en un piso construido a partir de paneles de arena en el que se irán leyendo nombre por nombre. Granos de polvo retenidos para no olvidar.

Es un encargo que le hicieron una vez le fue otorgado el Premio Velázquez 2010, equivalente al Cervantes en literatura. Su proceso creativo, casi siempre en torno a las heridas y cicatrices que deja la violencia, requiere años de concientización, investigación, vivencia de la pérdida y el dolor, búsqueda y empatía con las familias e interiorización. Lo entendí hace cinco años cuando, a través de su esposo, el escritor Azriel Bibliowicz, me permitió conocer su taller en el norte de Bogotá mientras trabajaba en Plegaria Muda, sobre los falsos positivos, la muerte y los muertos insepultos. Era para la Fundación Calouste Gulbenkian de Lisboa pero impactó en los museos de Arte Moderno de Malmö, en Suecia, y de México, en el Museo Nacional de Arte del Siglo XXI en Roma. Ya había hecho presencia en el de São Paulo y en el Pompidou, en París. En 2007 había sacudido a Europa y al mundo con Shibboleth, esa grieta que partió en dos la Sala de Turbinas de la Tate Modern en Londres, meca del arte, y hoy se patenta en la lejanía del Viejo Continente frente a África, de Oriente frente a Occidente, religiones y terrorismo de por medio.

En octubre pasado el Nasher Sculpture Center, de Dallas, Texas, le otorgó el Premio Nasher por el cúmulo de una obra “estéticamente impactante y con alta relevancia política”, según el director del museo, Jeremy Strick. “A mí sí me interesa lo político. Yo soy un ser político. Las víctimas con las que trabajo son de violencia política”, me había dicho ella. También este año el Museo de Arte Moderno de Chicago le dedicó una exposición que The New York Times definió como “el arte que honra las vidas perdidas”, en un perfil que recordó instalaciones suyas como las sillas colgantes en la fachada del Palacio de Justicia de Bogotá, en memoria del holocausto de 1985.

Esa retrospectiva de su carrera, titulada “Doris Salcedo”, hizo tránsito al Museo Guggenheim en Nueva York. Méritos para ser valorada como una de “las grandes damas del arte” junto a Mona Hatoum y Marina Abramovic. Admira a Duchamp, Muntadas y Meireles. Doris Salcedo es como su obra: silenciosa, discreta, un espíritu poderoso con la fragilidad del aliento poético. “El arte tiene la posibilidad de abrir espacios para ayudarnos a ver más, a comprender más - le dijo a El Espectador-. Y eso no se logra con cualquier lenguaje, lo poético es lo que nos mantiene humanos”. ¿Quiénes la inspiran? Lévinas, Derrida, Ranciére, Benjamín, Emmanuel, Celan, Goya, Cezane. En la filosofía, en la pintura, en la literatura, y en su forma de interpretar la condición humana está la base de su comunicación estética materializada en memoriales, construidos con el respaldo de un equipo que varía entre 30 y 50 personas, y con la técnica de decantación de un reloj de arena. ¿Qué los mueve? Responsabilidad social.

En cada lugar sobre el que se instala la obra de la escultora bogotana, egresada de la Tadeo Lozano, el proceso de evocación eleva la sensibilidad hasta la reflexión profunda. Revolucionario en un mundo de maldad, donde se refundió la capacidad de conmoverse por victimizados, derrotados, marginados, desposeídos, desaparecidos, olvidados. Doris Salcedo insinúa y logra que volvamos la cara hacia el dolor universal y la vida como elemento sagrado. No es la frivolización del arte, criticada por Vargas Llosa en “La civilización del espectáculo”; no depende de modas, vaivenes de mercado o casas de remates, sino el reencuentro con algo fundamental: “El arte como contrapeso de la barbarie”.

* Editor dominical de El Espectador.

 

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