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Dorothy Parker: “Odio escribir, pero amo haber escrito”

Periodista, cuentista y crítica de teatro, Parker escribió algunos de los guiones de las películas de Hollywood en la década de 1930. Quizás uno de los más aclamados por el público fue “Ha nacido una estrella”. Semblanza de la vida y obra de la escritora estadounidense.

Elena Chafyrtth
14 de enero de 2024 - 11:04 p. m.
Con su humor mordaz, ácido, amargo y al mismo tiempo dulce, Parker escribía todo lo que pensaba, sin ediciones, sin titubeos o dudas.
Con su humor mordaz, ácido, amargo y al mismo tiempo dulce, Parker escribía todo lo que pensaba, sin ediciones, sin titubeos o dudas.
Foto: Cortesía
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Corría el año de 1916 en la ciudad de Nueva York. En la esquina de la calle cuarenta y cuatro oeste se encontraba ubicado el Hotel Algonquin, con su restaurante de paredes de color rosa con decoraciones clásicas, un lugar común, nada que pudiesen envidiarle los demás hoteles de la ciudad. Los hombres y mujeres de la época pasaban horas y horas haciendo fila con tal de poder cenar allí. Este se convirtió en el lugar preferido de los neoyorquinos y no precisamente por sus exquisitos o costosos platos, sino por los famosos periodistas y literatos que merodeaban por los pasillos del lugar.

Con el tiempo recibieron el nombre de “la mesa redonda”, un círculo literario que fue el más aclamado, pues los escritores solían enviar cartas para poder almorzar con ellos. Algunos de los miembros fundadores que consolidaron este grupo fueron: Frank Pierce Adams, quien tenía una columna reconocida llamada “La torre de mando” en The Saturday Evening Post; Aleck Woollcott, reportero de guerra y crítico teatral en The New York Times; George Kaufmann, periodista en The Times; Robert Benchley, editor en jefe de Word y la revista Vanity Fair, y una jovencita que no hablaba mucho pero cuando lo hacía daba cuenta de su gran sentido del humor, haciendo reír a carcajadas a todos los hombres de aquella mesa, y quien lucía siempre elegante, altiva y orgullosa.

Cierta noche los clientes disfrutaban de la cena habitual, cuando de un momento a otro enmudecieron al ver a quién salía del ascensor. Se trataba de una mujer morena, de estatura baja y cabello negro y largo. Llevaba un sombrero de color verde de ala hacia arriba, que por cierto nunca se quitaba, un vestido del mismo color y unos guantes negros. De pronto, un hombre, al reconocer de quién se trataba sonrió y mencionó: “se llama Dorothy Rothschild. Esa chiquilla sí que nació con una lengua áspera y al mismo tiempo armoniosa. Escribe para Vanity Fair”. La recordaba porque era la misma mujer que días atrás se atrevió a publicar un poema, que después de mucho pensarlo, tituló: “Las mujeres: una canción de odio”. Era tal vez un canto al conformismo, al silencio eterno, dedicado a todas esas amas de casa que no pensaban en otra cosa sino en postres, vestidos y la decoración de los muebles de sus salas.

En cada verso ella vertía veneno. Los había perfeccionado durante varias semanas: escribía, tachaba y volvía a escribir, e imaginaba a las personas retorciéndose de la furia una vez los leyeran. “Luego están las flores delicadas humanas;/ las Bolas de Nervios. / Son diferentes a todas; incluso te lo dicen. / (…) Los ojos se les llenan de lágrimas constantemente. / siempre me quieren hablar de las Cosas Reales, / las cosas que importan. / sí, saben que podrían escribir. / Las convenciones las coartan (…)”. Había dado en el blanco, había clavado el puñal y, de paso, logró enfurecer a cientos de mujeres con ese poema, porque quizá le temían a mirarse al espejo y a encontrar cicatrices en su cuerpo, en su alma y, por ese mismo miedo evitaban la soledad a como diera lugar.

Al otro día, luego de publicar el poema el teléfono no paró de sonar en la redacción de Vanity Fair. Llamaron docenas de amas de casas amenazando con no volver a comprar la revista. Del otro lado del teléfono se encontraba ella, sonriendo de manera victoriosa, prendiendo un cigarrillo y asegurándose de inhalar el humo del Chesterfield, acompañándolo con un sorbo de ginebra que le ofreció Edmund Wilson, periodista y cómplice. De pronto, se acercó a Brenchley, el editor en jefe, y le confesó que esta vez iría por un pez más gordo. Con esto se refería a la ilusión que le hacía escribir cuentos.

En su oficina, Frank Crowninshield, director de la revista, celebraba en silencio los aciertos de aquella chiquilla que un par de años se le presentó y le entregó sus primeros poemas, “En cualquier porche”, que fueron publicados en Vanity Fair y por los que recibió 12 dólares. Esa misma jovencita, meses después entró a trabajar en la revista Vogue y se volvió la encargada de escribir los textos que acompañaban las fotos de algunas de las páginas de la revista. Durante mucho tiempo recordó el alboroto que se formó por una fotografía en la que aparecía una modelo en un camisón atrevido, así que la jovencita Rothschild lanzó su primera frase subversiva: “Había una vez una niña que tenía un ricito justo en medio de la frente. Cuando quería ser buena, era muy buena, pero cuando quería ser mala se ponía este divino camisón de muselina de seda rosa, adornado con encaje blanco”. Con este texto escandalizó a la gente de Palm Beach, de Newport y de muchos otros lugares. Edna Woolman Chase, editora en jefe de la revista, la recordaba como “Una duendecilla con una lengua dulce como la melaza, pero con un ingenio avinagrado”.

Con su humor mordaz, ácido, amargo y al mismo tiempo dulce, escribía todo lo que pensaba, sin ediciones, sin titubeos o dudas. Era una mujer que, por esa época, salpicaba el cuadro más claro y reluciente con cada frase. Fue en el estudio de Neysa McMein, la pintora más famosa del momento, cuando la señora Parker recibió el nombre de la chica más lista de toda Nueva York. Allí conoció a Charles Chaplin. Los dos tocaron esa noche el piano y compartieron el escenario. Más tarde, mientras cenaban, algunos de los miembros de la mesa redonda hablaban de la gran fortuna que ganaba la escritora Edna Ferber con sus novelas. La lengua mordaz de la señora Parker salió a relucir diciendo que su escritura no era más que un pozo de billetes, entonces, con una voz elegante y suave aseveró: “¡Y pensar que Flaubert podía pasar tres días revolcándose por el suelo en busca de las palabras apropiadas!”. Chaplin rio a carcajadas ante su comentario.

La vida y, sobre todo, la pluma de la señora Parker, se sumergieron entre oleadas de amor y odio, y llevaron a que alguno de sus lectores recordara a Sigmond Freud, quien solía repetir que para que el ser humano prevaleciera necesitaba sentir amor y odio al mismo tiempo y, así lograba abrirse paso ante la vida. La señora Dorothy seguramente se dio cuenta de ello, pues en 1917 se casó con Edwin Pond Parker II, un corredor de bolsa de Wall Street. El 2 de abril, Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos, le declaró la guerra a Alemania, por lo que el señor Parker se unió -voluntariamente-, al cuerpo de ambulancias de la cuarta división para combatir durante el conflicto. Por este tiempo y al ser quien conducía las ambulancias para poder trasladar a los soldados heridos a los hospitales más cercanos, se volvió adicto a la morfina. Esto, sumado a que la señora Parker había comenzado a beber casi a diario. “Me gusta beber un Martini, dos a lo sumo; después de tres estoy debajo de la mesa; después del cuarto debajo de mi anfitrión”, decía. Sus adicciones y las de su marido se convirtieron en un hondo remolino lleno de cicatrices que, finalmente, llevó a la ruptura matrimonial.

Parker le temió a la soledad y se sintió morir cuando una mañana su esposo empacó unas cuantas maletas y la abandonó para siempre. A lo largo de su vida tuvo más de cuatro intentos de suicidio, dos abortos, y más de una vez sintió correr por sus venas esas espesas pulsiones de muerte y autodestrucción, pero fueron, precisamente, esas pulsiones y esas mismas heridas, sin importar qué tan hondas, lacerantes y profundas fueran, las que la hicieron levantar una y mil veces de la cama y la llevaron a sentarse frente a la máquina de escribir y retratar su propia vida, tal vez para desahogarse y para comprender que la escritura fue su refugio, su único lugar seguro. Aunque trató, nunca pudo crear personajes ficticios, ella escribió conforme a lo que observaba, sentía y escuchaba.

Todo aquel estado de cosas la condujo a publicar, en diciembre de 1922, su primer cuento, “¡Qué bonita estampa!”. Allí, Parker planteaba dos escenas: la primera era la de un señor de apellido Wheelock, quien una tarde cortaba el pasto y arreglaba el jardín estrenando las nuevas tijeras grandes y afiladas que había comprado, y sentía la presión emocional de tener una esposa tan dominante, que no sabía si soportaría otros ocho años. Así que recordó la historia de un hombre que todos los días cogía el tren a las cinco y diecisiete de la tarde para llegar a casa a tiempo, una rutina que estableció por veinte años y, que de repente, un buen día no llevó a cabo; no lo volvieron a ver nunca más, ni los vecinos, ni su familia. El señor Wheloock pensó qué pasaría si él no volviera a la empresa de publicidad, ni volviera a ver a la señora Wheelock, ni a su hija. “La señora Wheelock nunca esperaba a que los botones se cayeran para coserlos. Trabajaba con movimientos rápidos y decididos y apretaba los labios cada vez que el hilo ofrecía una ligera resistencia a sus diestros tirones”. Así era su esposa, una mujer que lo controlaba todo, hasta a él y, además, de vez en cuando aprovechaba para contarle a los vecinos acerca de las innumerables torpezas de su su esposo en los quehaceres del hogar.

Mientras eso sucedía, el segundo escenario explora la vida de la señora Coles, una vecina del pueblo, que de repente pasa por ahí y dice: “—Mira, Fred; date la vuelta y míralos —le dijo a su esposo. Los contempló de nuevo suspirando voluptuosamente —. ¡Qué bonita estampa!”. Esa primera publicación sobre la opresión masculina la celebró Parker junto con sus amigos de la mesa redonda, inspirada en la vida de su jefe y amigo, Benchley. En ese momento, supo que su escritura se dedicaría a retratar y describir los secretos y emociones que surcaban por la mente tanto de los hombres como de las mujeres, mientras llevaban a cabo simples y vagas tareas cotidianas. Escribir un cuento le demoraba entre cinco y seis meses, de cada diez palabras cambiaba ocho. Escribir le resultaba una tarea angustiante y dolorosa. Por eso, en febrero de 1926, cuando conoció a Ernest Hemingway, lo que más le interesó fue conocer su proceso de escritura. Le preguntó si el acto mismo de escribir no le resultaba en sí una tarea absurdamente desesperante. Él asintió, pero también le recordó que justamente ese era el desafío para quienes escribían, pelear diariamente con la máquina de escribir hasta lograr obtener algo. Luego se le acercó al oído y le confesó: “A veces reescribo una página setenta y siete veces sin quedar satisfecho. El único secreto que tengo para el arte de escribir es trabajar todos los días como un burro y seguir insistiendo…”, palabras que tuvo presente cada vez que se enfrentaba a la hoja en blanco.

En el verano de 1929 la operaron a causa de una apendicitis aguda. Por aquellos días solo se escuchaba el replicar de las teclas y varios gritos de desesperación ante la frustración de no poder lograr frases ásperas y al mismo tiempo contundentes. Escribió su primer cuento largo, quince páginas, que contaba la historia de Hazel Morse, una mujer que se sumergía en los bares clandestinos por el abandono de su esposo. “Una mujer corpulenta, de cabello claro, del tipo que incita a algunos hombres, cuando usan la palabra «Rubia» (…). Se enorgullecía de sus pies pequeños y su vanidad le hacía sufrir, pues los encajaba en zapatos de punta roma y tacón alto, de la talla más pequeña posible”. La idea del suicidio cada vez se hacía más latente. Por esos días viajó a Jersey y compró un frasco de veronal. Esa noche se tomó más de diez pastillas acompañadas de un vaso de whiskey escocés. Dos días después recobró el conocimiento, abatida al escuchar nuevamente los latidos de su corazón.

Otro de los cuentos más recordados es “Una llamada telefónica”, un monólogo de una mujer hablando con Dios, implorando que le hiciera el milagro de que suene el teléfono y del otro lado se escuche la voz de su enamorado. Ella mira el reloj, son las siete menos cuarto de la noche, pasan y pasan las horas, pero ella se aferró a la última frase que él le dijo: “Te llamaré a las cinco, cariño”. Esperó una señal, pero el silencio se apoderó de las paredes de su cuarto. La pluma de Parker apunta a todas esas sensaciones que todos alguna vez hemos sentido pero que a veces no nos animamos a confesar, por eso mismo, tal vez, su pluma fue tan rebelde y voraz. También, se permitió reflexionar sobre la dependencia emocional por medio de sus personajes. En su cuento “El rayo que no cae” le cuenta al lector la historia de dos amigas. Por un lado, está la señorita Mary Nicholl, quien era pobre y trabajaba más de diez horas como secretaria para lograr llevar comida a su casa. Por el otro, está la señora Hazelton, quien poseía varias casas en la ciudad y estaba rodeada de lujos y sirvientes. La una desea la vida de la otra. Una noche se reunieron como de costumbre. La señora Horze le contó que muy en el fondo lamentó haberse divorciado. Es ahí cuando la señorita Nicholl la animó respondiéndole: “La gente me pregunta: «Pero ¿es que no te sientes sola?». Sencillamente, me limito a contestar: «Si a una mujer no se le ocurre qué hacer para no sentirse sola, la única culpable es ella misma»”.

A lo largo de su vida escribió más de setenta cuentos que borró y volvió a escribir cientos de veces. Se había propuesto describir cada escena, imaginar cada movimiento de sus personajes, como un espiral que gira entre sílabas y palabras. En una de las últimas entrevistas que le hicieron, mientras servía unas quince gotas de whiskey diluidas con agua en un vaso de cristal muy fino, sonrió dulce y altivamente, tomó un cigarrillo con elegancia, se sentó despacio y le confesó al periodista: “Odio escribir, pero amo haber escrito”.

Por Elena Chafyrtth

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luis(18551)15 de enero de 2024 - 02:12 p. m.
Parker es una escritora inmensa. Fundamental escribir así. Y leerla, un placer doloroso. Pero un placer. Gracias por tan buen artículo.
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