Dos cuervos blancos, en homenaje a Giovanny Gómez
Giovanny Gómez fue director de la revista Luna de locos, fundador del festival de poesía del mismo nombre y director de la Feria del Libro de Pereira. Falleció a los 42 años, a causa del COVID-19.
Daniel Ferreira
En memoria de Giovanny Gómez, (Bogotá, 1979-Pereira 07-08-21)
Fernando Vallejo tenía un amigo en París que era un colombiano de Armenia, Quindío, quien sabía dónde estaba la tumba de Rufino José Cuervo en el cementerio Père Lachaise. Pero ese amigo, que se comprometió a llevarlo al cementerio, nunca llegó. Giovanny Gómez, que por entonces estudiaba en París, había conocido a Vallejo en los primeros días del encuentro de escritores Les Belles Étrangères (al que asistían solo escritores hombres: Vallejo, Rosero, Antonio Caballero) y que ya llevaba más de dos semanas de sesiones.
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El amigo de Vallejo quedó de confirmarle antes de ir y Giovanny se quedó toda la mañana esperando la llamada de los otros dos (ya que había presenciado el compromiso en el lobby del hotel donde se hospedaban los colombianos y también lo habían invitado), hasta que se atrevió a telefonear a Vallejo. Lo contactaron con la habitación del escritor. El otro colombiano nunca llegó, dijo, decepcionado. Giovanny le dijo que podía guiarlo hasta el cementerio. Vallejo explicó que el amigo de Armenia era necesario porque sabía dónde estaba la tumba. Pero ansioso por no perder la ocasión de visitar el cementerio donde yacía su biografiado, ya estando en París, Vallejo propuso ir a buscarla. Giovanny sabía llegar en metro a la estación Père Lachaise, pero tenía temor de perderse. Perderse solo en París no representa problema. Pero hacer perderse a Fernando Vallejo sí podía acarrear un problema.
Vallejo aceptó ir en metro. Llegaron a una de las cuatro puertas de acceso al camposanto donde están las tumbas de los muertos célebres que eligieron París como última morada (Wilde, Moliere, Apollinaire, La Fontaine, Colette, Morrison). El cementerio está organizado como una ciudadela de osarios, con calles y manzanas. En la puerta del cementerio una mujer preguntó a Vallejo la fecha de muerte. Vallejo tenía la fecha presente: 27 de julio de 1911. La mujer buscó en su registro, pero no encontró el nombre. El autor de las primeras cuatro letras del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana no era célebre en París. Nada qué hacer.
Vallejo entonces le explicó que era un investigador colombiano y buscaba la tumba de un gramático. La mujer dijo que la única forma era intentar en la administración del cementerio. Pero estaba cerrada hasta las 2 p.m. Sugirió que almorzaran por ahí cerca y regresaran.
Giovanny era un estudiante sin dinero en París. Lo cual era otro problema. Pero Vallejo lo invitó a almorzar. Como el escritor era vegetariano, lo cual era un nuevo problema, y no había comida sin ave o cuadrúpedo en la carta francesa, el escritor pidió cigalas. Giovanny, arroz. Se sorprendió el ahora cicerone de que un vegetariano como Vallejo comiera crustáceos. Vallejo explicó que no tenían sistema nervioso central. De modo que a esa ética parecía solo preocuparle el no causar dolor físico en otros seres.
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Conversaron hasta las dos. Luego fueron a la administración del Père Lachaise. Era una oficina colectiva, así que los funcionarios podían verse la cara de un escritorio a otro. Explicaron en información lo que buscaban. Un hombre con los lentes aferrados a media nariz los observaba severo desde otro escritorio. Les pidieron que anotaran nombre y año de muerte en un papel. Y les dieron un mapa. Luego los remitieron con el papel de los datos y el mapa de la necrópolis al escritorio de aquel hombre severo cuya gabardina gris le daba un aire más circunspecto y anónimo. Cuando llegaron al escritorio el hombre con apariencia de detective los miró por encima de los lentes con mirada severa. Tomó el papel y y se retiró a unos archivadores metálicos de donde extrajo un gran libro de tapas rojas. Revisó varias páginas.
Mientras esperaban, Vallejo comentó: “Estamos en sus manos, si quiere ayudarnos, nos ayuda. Ojalá sea bien francés”.
Cerró el libro con un portazo y volvió a donde estaban los colombianos. Pidió el mapa que traían, sin hablarles, tomándolo con dos dedos. Luego izó el marcador y encerró en un recuadro un fragmento del mapa del cementerio trazando con precisión de taxista una marca lineal del camino, desde la administración donde se encontraban, hasta la manzana donde estaba la tumba de Rufino. Luego anotó un código indescifrable compuesto de 5 números. Y listo. Ahora tendrían que encontrarla ellos mismos.
Cuando entraron a la necrópolis para buscar la manzana marcada en el mapa se dieron cuenta de la desproporción del cementerio: cada manzana albergaba tumbas incontables de todas las formas y tamaños. Unas con pedestales y otras de lápida. Unas ampulosas y otras discretas a ras de suelo y entre los árboles. El cementerio alberga 70.000 tumbas, 5.000 árboles, 2.000 esculturas y cientos de gatos ferales. Aquella manzana donde estaba la tumba del gramático Rufino José Cuervo era inmensa, inabarcable para ellos dos. Podían pasar el resto de la tarde o de la vida, buscándola, sin tener posibilidad de encontrarla.
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Se repartieron la tarea. Vallejo buscó por un lado y Giovanny por otro. Cerca a la manzana había una familia visitando un muerto. Giovanny se acercó y les habló en español enseñándoles el mapa. Uno de los miembros de la familia se fastidió con la irrupción del hombre de acento extranjero. Otro tomó el mapa, miró el código y descifró los números con señas: 20 significaban 20 pasos a la derecha, 12 eran 12 a la izquierda y 5 los que faltaban hacia el fondo. Caminaron hasta allí y el francés que hizo de guía se regresó de inmediato a seguir honrando a su muerto.
Giovanny llamó a Vallejo pronunciando su nombre en el laberinto glacial. Respondió Vallejo del lado contrario de la manzana. Preguntaba si había encontrado algo. Giovanny le dijo que no sabía con exactitud, pero que se acercara.
Vallejo fue. Revolvió con la punta de la sombrilla el piso alfombrado de hojas secas lo que parecía una tumba abandonada. No vio nada. Alzó la mirada y descubrió el nombre “Rufino José Cuervo” en otra adyacente, bien conservada. Celebraron.
Giovanny se había contenido de usar la cámara digital para tomarse una foto con el escritor Fernando Vallejo que para entonces preparaba su próximo libro: una biografía sobre Rufino Cuervo. Ahora la extrajo sin pena y le pidió a Vallejo que posara junto a la tumba para fijar la ocasión. No se tomó otra foto junto al escritor, al que había ayudado a encontrar la tumba de su biografiado, porque la pila de la cámara se había agotado tras tomarle la foto a Vallejo. El primer capítulo de la biografía (El cuervo blanco, 2012) sitúa a Vallejo entrando al cementerio Père Lachaise para encontrar la tumba.
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La foto muestra a Vallejo en cuclillas anotando los nombres de las tumbas que rodeaban la tumba de Cuervo. El muerto de la tumba de enfrente era el sargento Hoff y el de al lado el crítico teatral Visinet, apuntó Vallejo en su libro. Y luego se alejaron por la misma calle que habían seguido al entrar. Vallejo comentó, al pasar ante el monumento del armisticio de la Segunda Guerra mundial, que los franceses usaban la palabra “armisticio”, pese a que habían vencido, para no humillar a los alemanes.
Se alejaron entre las tumbas como dos cuervos blancos.
En memoria de Giovanny Gómez, (Bogotá, 1979-Pereira 07-08-21)
Fernando Vallejo tenía un amigo en París que era un colombiano de Armenia, Quindío, quien sabía dónde estaba la tumba de Rufino José Cuervo en el cementerio Père Lachaise. Pero ese amigo, que se comprometió a llevarlo al cementerio, nunca llegó. Giovanny Gómez, que por entonces estudiaba en París, había conocido a Vallejo en los primeros días del encuentro de escritores Les Belles Étrangères (al que asistían solo escritores hombres: Vallejo, Rosero, Antonio Caballero) y que ya llevaba más de dos semanas de sesiones.
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El amigo de Vallejo quedó de confirmarle antes de ir y Giovanny se quedó toda la mañana esperando la llamada de los otros dos (ya que había presenciado el compromiso en el lobby del hotel donde se hospedaban los colombianos y también lo habían invitado), hasta que se atrevió a telefonear a Vallejo. Lo contactaron con la habitación del escritor. El otro colombiano nunca llegó, dijo, decepcionado. Giovanny le dijo que podía guiarlo hasta el cementerio. Vallejo explicó que el amigo de Armenia era necesario porque sabía dónde estaba la tumba. Pero ansioso por no perder la ocasión de visitar el cementerio donde yacía su biografiado, ya estando en París, Vallejo propuso ir a buscarla. Giovanny sabía llegar en metro a la estación Père Lachaise, pero tenía temor de perderse. Perderse solo en París no representa problema. Pero hacer perderse a Fernando Vallejo sí podía acarrear un problema.
Vallejo aceptó ir en metro. Llegaron a una de las cuatro puertas de acceso al camposanto donde están las tumbas de los muertos célebres que eligieron París como última morada (Wilde, Moliere, Apollinaire, La Fontaine, Colette, Morrison). El cementerio está organizado como una ciudadela de osarios, con calles y manzanas. En la puerta del cementerio una mujer preguntó a Vallejo la fecha de muerte. Vallejo tenía la fecha presente: 27 de julio de 1911. La mujer buscó en su registro, pero no encontró el nombre. El autor de las primeras cuatro letras del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana no era célebre en París. Nada qué hacer.
Vallejo entonces le explicó que era un investigador colombiano y buscaba la tumba de un gramático. La mujer dijo que la única forma era intentar en la administración del cementerio. Pero estaba cerrada hasta las 2 p.m. Sugirió que almorzaran por ahí cerca y regresaran.
Giovanny era un estudiante sin dinero en París. Lo cual era otro problema. Pero Vallejo lo invitó a almorzar. Como el escritor era vegetariano, lo cual era un nuevo problema, y no había comida sin ave o cuadrúpedo en la carta francesa, el escritor pidió cigalas. Giovanny, arroz. Se sorprendió el ahora cicerone de que un vegetariano como Vallejo comiera crustáceos. Vallejo explicó que no tenían sistema nervioso central. De modo que a esa ética parecía solo preocuparle el no causar dolor físico en otros seres.
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Conversaron hasta las dos. Luego fueron a la administración del Père Lachaise. Era una oficina colectiva, así que los funcionarios podían verse la cara de un escritorio a otro. Explicaron en información lo que buscaban. Un hombre con los lentes aferrados a media nariz los observaba severo desde otro escritorio. Les pidieron que anotaran nombre y año de muerte en un papel. Y les dieron un mapa. Luego los remitieron con el papel de los datos y el mapa de la necrópolis al escritorio de aquel hombre severo cuya gabardina gris le daba un aire más circunspecto y anónimo. Cuando llegaron al escritorio el hombre con apariencia de detective los miró por encima de los lentes con mirada severa. Tomó el papel y y se retiró a unos archivadores metálicos de donde extrajo un gran libro de tapas rojas. Revisó varias páginas.
Mientras esperaban, Vallejo comentó: “Estamos en sus manos, si quiere ayudarnos, nos ayuda. Ojalá sea bien francés”.
Cerró el libro con un portazo y volvió a donde estaban los colombianos. Pidió el mapa que traían, sin hablarles, tomándolo con dos dedos. Luego izó el marcador y encerró en un recuadro un fragmento del mapa del cementerio trazando con precisión de taxista una marca lineal del camino, desde la administración donde se encontraban, hasta la manzana donde estaba la tumba de Rufino. Luego anotó un código indescifrable compuesto de 5 números. Y listo. Ahora tendrían que encontrarla ellos mismos.
Cuando entraron a la necrópolis para buscar la manzana marcada en el mapa se dieron cuenta de la desproporción del cementerio: cada manzana albergaba tumbas incontables de todas las formas y tamaños. Unas con pedestales y otras de lápida. Unas ampulosas y otras discretas a ras de suelo y entre los árboles. El cementerio alberga 70.000 tumbas, 5.000 árboles, 2.000 esculturas y cientos de gatos ferales. Aquella manzana donde estaba la tumba del gramático Rufino José Cuervo era inmensa, inabarcable para ellos dos. Podían pasar el resto de la tarde o de la vida, buscándola, sin tener posibilidad de encontrarla.
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Se repartieron la tarea. Vallejo buscó por un lado y Giovanny por otro. Cerca a la manzana había una familia visitando un muerto. Giovanny se acercó y les habló en español enseñándoles el mapa. Uno de los miembros de la familia se fastidió con la irrupción del hombre de acento extranjero. Otro tomó el mapa, miró el código y descifró los números con señas: 20 significaban 20 pasos a la derecha, 12 eran 12 a la izquierda y 5 los que faltaban hacia el fondo. Caminaron hasta allí y el francés que hizo de guía se regresó de inmediato a seguir honrando a su muerto.
Giovanny llamó a Vallejo pronunciando su nombre en el laberinto glacial. Respondió Vallejo del lado contrario de la manzana. Preguntaba si había encontrado algo. Giovanny le dijo que no sabía con exactitud, pero que se acercara.
Vallejo fue. Revolvió con la punta de la sombrilla el piso alfombrado de hojas secas lo que parecía una tumba abandonada. No vio nada. Alzó la mirada y descubrió el nombre “Rufino José Cuervo” en otra adyacente, bien conservada. Celebraron.
Giovanny se había contenido de usar la cámara digital para tomarse una foto con el escritor Fernando Vallejo que para entonces preparaba su próximo libro: una biografía sobre Rufino Cuervo. Ahora la extrajo sin pena y le pidió a Vallejo que posara junto a la tumba para fijar la ocasión. No se tomó otra foto junto al escritor, al que había ayudado a encontrar la tumba de su biografiado, porque la pila de la cámara se había agotado tras tomarle la foto a Vallejo. El primer capítulo de la biografía (El cuervo blanco, 2012) sitúa a Vallejo entrando al cementerio Père Lachaise para encontrar la tumba.
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Se alejaron entre las tumbas como dos cuervos blancos.