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                                                                                                                                Dos tipos estúpidos (Cuentos de sábado en la tarde)

                                                                                                                                Sacudió la cabellera fuertemente, su pelo rojizo y rizado blandió por los aires y aterrizó casi en mis narices. El rojo carmesí de sus labios brillantes soltó un destello de luz y encandiló mi ser. Pulsó una tecla de su teléfono celular y contestó una llamada.

                                                                                                                                Agustín Leal

                                                                                                                                "Los viernes o los sábados no me eran ya suficientes para verla en el restaurante donde iba a cenar con el marido".
                                                                                                                                Foto: Archivo Particular
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Las cenas de los fines de semana se tornaron en una pesadilla. Aunque me moría por ver a esa mujer, trataba en lo posible de no mencionar nada acerca de la salida. Esa conversación se volvió tabú en la casa. La esposa se ponía de mal humor desde los jueves por la tarde. Eso me hacía enmudecer y nada más hablaba con monosílabos, respondiendo y alejándome rápidamente de su vista para que no fuera a penetrar con su mirada, en los deseos ocultos e irrefrenables que sentía de ir al restaurante. Los viernes por la tarde Daniela se vestía con más cuidado que de costumbre. Era una mujer muy hermosa, la soberbia de su juventud le brotaba como un almizcle por todas partes de su cuerpo. Siempre tomaba la iniciativa para al salir de casa; y sin decirnos nada, conducía directamente para el restaurante.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                La ausencia definitiva de la pareja en el restaurante hizo que las cosas en casa volvieran a la normalidad. La mujer había dejado el mal humor y yo me sentía más sosegado. Por fin la esposa había aceptado que la llevara a otros lugares. Íbamos a la pizzería, ya no tendría que soportar más la comida monotemática de ese establecimiento.

                                                                                                                                Le recomendamos leer El último humano del Planeta (Cuentos de sábado en la tarde)

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En los comienzos del carnaval me le escapé y me fui con unos amigos. Nos habíamos agrupado a tomarnos unas cervezas en una taberna.  De allí donde estábamos, decidimos ir a buscar a las esposas e irnos para una discoteca. Cuando llegamos a la pista de baile, ahí estaba ella. Era la atracción del espectáculo, montada en sus zapatos plataformas que la hacían lucir más alta de lo normal, con sus yines apretados, camisa roja carmesí sostenida por uno o dos botones y semiabierta hasta el ombligo, en donde remataba en un lazo al estilo vaquero. 

                                                                                                                                Le sugerimos leer La música como bandera de luchas sociales

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                                                                                                                                Fue la noche de mi mal. Siempre supe disimular lo mejor que pude frente a mi esposa de que esa mujer no me interesaba más allá de la inquietud que provocaba en cualquier hombre, pero el licor, el ambiente y su desparpajo me enajenaron por completo. Distraídamente me solté de la mano de mi mujer y me quedé boquiabierto contemplándola bailar y blandir el cabello hacia todos los lados.

                                                                                                                                Cuando reaccioné del embrujo en que me sumí, salí como loco a buscar a Daniela en la mesa donde nos habíamos ubicado con el resto de los amigos, pero ya no estaba allí.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La esposa quedó muy ofendida con el suceso de la discoteca. Hoy creo que, aunque en poco tiempo las cosas volvieron a la normalidad, en realidad ella nunca me perdonó, sino que trató de sobrellevar las cosas por el niño pequeño temíamos. Ella fue incapaz de olvidar el suceso, y muy a menudo me hacía fuertes reclamos, como si las cosas hubiesen sucedido ayer por la noche. Trataba de cambiar las cosas, de ir a los sitios que frecuentábamos cuando estábamos de novios y llevarle muchas de las golosinas que le encantaban, pero el recuerdo del desplante en la discoteca era superior a cualquier detalle que le hiciese. Un día le compré un ramo de rosas y cuando se las llevé, me miró con sus ojos indios, los abrió como queriéndome tragar y me gritó —¡hipócrita!— y se fue corriendo a susurrar en el cuarto.

                                                                                                                                Le sugerimos leer El emperador que quiso borrar la historia

                                                                                                                                Ya no íbamos al restaurante a cenar. Eso me había aliviado de la tensión que me provocaba el hecho de pensar que, por cualquier circunstancia, volviese a encontrar a Noelia allí. No soportaría el hecho de tener que mirarla de nuevo, sin que mis ojos y todo mi ser divulgaran lo que estaba agazapado en lo más profundo de mi corazón.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El desdén y los reproches de mi mujer me habían conducido a una soledad inexplicable. Esa mujer ocupaba cada espacio de mi pensamiento, era el refugio y sosiego de mi espíritu. Todas las rendijas de mi alma habían quedado impregnadas de su perfume y de su sutil coquería.

                                                                                                                                No sé pero creo que a esa mujer le pasaba algo igual que a mí porque era el tipo de mujer que me había inquietado desde la edad temprana. Recuerdo que me iba de mi barrio y caminaba grandes distancias hasta donde vivía la gente adinerada de la ciudad, a ver las chicas lindas pasearse en sus bicicletas pintorescas. A ella, quizá por esa curiosidad perversa que experimentan las mujeres cuando un hombre se interesa en ellas con miradas y gestos inequívocos de enamoramiento pero nunca le dice nada.

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                                                                                                                                Me percaté de todo esto una tarde mientras departía con unos amigos en una heladería y ella había pasado varias veces por el sitio donde estábamos. Los dos disimulamos no vernos, pero nuestros ojos se encontraron como cuando nos hacemos señas con los pies por debajo de la mesa. Nuestras vistas se acariciaron pero nuestros ojos se esquivaron de vergüenza. 

                                                                                                                                Le sugerimos leer La esquina delirante XXXIV (Microrrelatos)

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                                                                                                                                El sórdido restaurante ya no significaba nada para mí. Todas las tardes la veía pasear en círculos por la cuadra de la heladería en donde iba a hablar con los amigos. Ella pasaba en su motocicleta deportiva con el pelo al aire, su tez blanca y sus labios rojos carmesí; yo en cambio, la seguía con la mirada sin perder el hilo de la conversación con los amigos. Al final de la tarde los dos volvíamos a nuestros hogares, como cuando los amantes furtivos después de un fugaz encuentro han agotado toda su lascivia, ya no tienen más caricias que darse ni más nada que decirse.

                                                                                                                                Una de esas tardes, pasó con una amiga común muy querida en su moto y comprendí de inmediato, que los amores platónicos habían llegado a su fin. Mi corazón tembló y se turbó mi alma, pensé en tantas cosas que había dejado atrás cuando organicé una familia, pero mi instinto nuevamente se apoderó de mi ser. No había nada que hacer, la suerte estaba echada.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                A partir de ese momento, todo fue volcánico entre los dos, nos amábamos como dos salvajes en los sitios más inverosímiles de la ciudad. Ya no tenía voluntad, esa mujer había llenado todos los espacios de mi existencia. En nuestras vidas solo los dos existíamos; lo demás era ficción: mi hogar y su marido era apenas un débil sueño que nos hacía despabilar por instantes cortos de nuestro idilio.

                                                                                                                                Le sugerimos leer Mapas trenzados

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Me había sumido en una total estupidez, con la mujer con quien había constituido una familia y conmigo mismo, porque estaba convencido de la verdad herética que persigue a los amantes: era la única persona en el mundo que hacía feliz a esa mujer. Por eso, anhelaba que todo se hiciera público y termináramos juntos, como en una mascarada, como en la zarzuela. Ella sutilmente, me explicaba los problemas familiares y sociales que eso acarrearía y me hacía desistir de cualquier idea de hacer notable lo nuestro.

                                                                                                                                Una tarde septembrina bajo amenazas de una fuerte tormenta, un amigo con quien compartía oficina me mandó buscar para que fuera urgentemente a su casa. Cuando llegué a su residencia, con parsimonia y misticismo me condujo hacia el estudio. Cerró tras si la puerta corrediza y me enseñó una fotografía —que hasta el día de hoy no sé cómo obtuvo—. Me preguntó mirándome fijamente a los ojos:

                                                                                                                                 — ¿Creo que tú conoces esta persona?

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                —No— le dije, bajando la mirada para esconder el rubor del rostro. —Bueno, está de espaldas, pero a lo mejor la he visto por ahí— agregué.

                                                                                                                                Haciendo un gesto con la mano derecha señalándole que la fuerte brisa del temporal golpeaba con ímpetu las ventanas del estudio. Me despedí y me fui a toda prisa dejándole palabras a medio decir en la boca.

                                                                                                                                Si le interesan más contenidos de Cultura, le sugerimos leer Natalicio de Totó La Momposina: un legado musical

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                                                                                                                                Caminaba bajo la tempestad sin rumbo fijo y sin inmutarme por la lluvia que rodaba a cántaros por mi cuerpo. Estaba totalmente ensopado pero sentía la tibieza de las lágrimas cuando se deslizaban por las mejillas. Era su pelo bermejo y alborotado, era su cuerpo descomunal y su piel blanca y aterciopelada.  Caminé hasta donde pude, me refugié en una cantina de baja ralea, tomé aguardiente para que raspara mi garganta y me deshiciera el nudo que llevaba en ella. No sé cuánto tiempo estuve allí, solo recuerdo que haciendo un esfuerzo sobrenatural me levanté, tomé un taxi y pedí que me llevara a casa. 

                                                                                                                                La mujer estaba despierta, parecía que había estado esperando ese momento por mucho tiempo. Como pude ubiqué mi cuerpo gelatinoso frente a la ventana para tocar y que me abriera la puerta. Ella medio abrió la ventana y me gritó —¡Cínico!— y la volvió a cerrar para siempre.

                                                                                                                                Foto: YO CONFIESO CAP 19 MOBILE - El Espectador
                                                                                                                                "Los viernes o los sábados no me eran ya suficientes para verla en el restaurante donde iba a cenar con el marido".
                                                                                                                                Foto: Archivo Particular
                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Las cenas de los fines de semana se tornaron en una pesadilla. Aunque me moría por ver a esa mujer, trataba en lo posible de no mencionar nada acerca de la salida. Esa conversación se volvió tabú en la casa. La esposa se ponía de mal humor desde los jueves por la tarde. Eso me hacía enmudecer y nada más hablaba con monosílabos, respondiendo y alejándome rápidamente de su vista para que no fuera a penetrar con su mirada, en los deseos ocultos e irrefrenables que sentía de ir al restaurante. Los viernes por la tarde Daniela se vestía con más cuidado que de costumbre. Era una mujer muy hermosa, la soberbia de su juventud le brotaba como un almizcle por todas partes de su cuerpo. Siempre tomaba la iniciativa para al salir de casa; y sin decirnos nada, conducía directamente para el restaurante.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                La ausencia definitiva de la pareja en el restaurante hizo que las cosas en casa volvieran a la normalidad. La mujer había dejado el mal humor y yo me sentía más sosegado. Por fin la esposa había aceptado que la llevara a otros lugares. Íbamos a la pizzería, ya no tendría que soportar más la comida monotemática de ese establecimiento.

                                                                                                                                Le recomendamos leer El último humano del Planeta (Cuentos de sábado en la tarde)

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En los comienzos del carnaval me le escapé y me fui con unos amigos. Nos habíamos agrupado a tomarnos unas cervezas en una taberna.  De allí donde estábamos, decidimos ir a buscar a las esposas e irnos para una discoteca. Cuando llegamos a la pista de baile, ahí estaba ella. Era la atracción del espectáculo, montada en sus zapatos plataformas que la hacían lucir más alta de lo normal, con sus yines apretados, camisa roja carmesí sostenida por uno o dos botones y semiabierta hasta el ombligo, en donde remataba en un lazo al estilo vaquero. 

                                                                                                                                Le sugerimos leer La música como bandera de luchas sociales

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                                                                                                                                Fue la noche de mi mal. Siempre supe disimular lo mejor que pude frente a mi esposa de que esa mujer no me interesaba más allá de la inquietud que provocaba en cualquier hombre, pero el licor, el ambiente y su desparpajo me enajenaron por completo. Distraídamente me solté de la mano de mi mujer y me quedé boquiabierto contemplándola bailar y blandir el cabello hacia todos los lados.

                                                                                                                                Cuando reaccioné del embrujo en que me sumí, salí como loco a buscar a Daniela en la mesa donde nos habíamos ubicado con el resto de los amigos, pero ya no estaba allí.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                La esposa quedó muy ofendida con el suceso de la discoteca. Hoy creo que, aunque en poco tiempo las cosas volvieron a la normalidad, en realidad ella nunca me perdonó, sino que trató de sobrellevar las cosas por el niño pequeño temíamos. Ella fue incapaz de olvidar el suceso, y muy a menudo me hacía fuertes reclamos, como si las cosas hubiesen sucedido ayer por la noche. Trataba de cambiar las cosas, de ir a los sitios que frecuentábamos cuando estábamos de novios y llevarle muchas de las golosinas que le encantaban, pero el recuerdo del desplante en la discoteca era superior a cualquier detalle que le hiciese. Un día le compré un ramo de rosas y cuando se las llevé, me miró con sus ojos indios, los abrió como queriéndome tragar y me gritó —¡hipócrita!— y se fue corriendo a susurrar en el cuarto.

                                                                                                                                Le sugerimos leer El emperador que quiso borrar la historia

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                El desdén y los reproches de mi mujer me habían conducido a una soledad inexplicable. Esa mujer ocupaba cada espacio de mi pensamiento, era el refugio y sosiego de mi espíritu. Todas las rendijas de mi alma habían quedado impregnadas de su perfume y de su sutil coquería.

                                                                                                                                No sé pero creo que a esa mujer le pasaba algo igual que a mí porque era el tipo de mujer que me había inquietado desde la edad temprana. Recuerdo que me iba de mi barrio y caminaba grandes distancias hasta donde vivía la gente adinerada de la ciudad, a ver las chicas lindas pasearse en sus bicicletas pintorescas. A ella, quizá por esa curiosidad perversa que experimentan las mujeres cuando un hombre se interesa en ellas con miradas y gestos inequívocos de enamoramiento pero nunca le dice nada.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Me percaté de todo esto una tarde mientras departía con unos amigos en una heladería y ella había pasado varias veces por el sitio donde estábamos. Los dos disimulamos no vernos, pero nuestros ojos se encontraron como cuando nos hacemos señas con los pies por debajo de la mesa. Nuestras vistas se acariciaron pero nuestros ojos se esquivaron de vergüenza. 

                                                                                                                                Le sugerimos leer La esquina delirante XXXIV (Microrrelatos)

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                                                                                                                                El sórdido restaurante ya no significaba nada para mí. Todas las tardes la veía pasear en círculos por la cuadra de la heladería en donde iba a hablar con los amigos. Ella pasaba en su motocicleta deportiva con el pelo al aire, su tez blanca y sus labios rojos carmesí; yo en cambio, la seguía con la mirada sin perder el hilo de la conversación con los amigos. Al final de la tarde los dos volvíamos a nuestros hogares, como cuando los amantes furtivos después de un fugaz encuentro han agotado toda su lascivia, ya no tienen más caricias que darse ni más nada que decirse.

                                                                                                                                Una de esas tardes, pasó con una amiga común muy querida en su moto y comprendí de inmediato, que los amores platónicos habían llegado a su fin. Mi corazón tembló y se turbó mi alma, pensé en tantas cosas que había dejado atrás cuando organicé una familia, pero mi instinto nuevamente se apoderó de mi ser. No había nada que hacer, la suerte estaba echada.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                A partir de ese momento, todo fue volcánico entre los dos, nos amábamos como dos salvajes en los sitios más inverosímiles de la ciudad. Ya no tenía voluntad, esa mujer había llenado todos los espacios de mi existencia. En nuestras vidas solo los dos existíamos; lo demás era ficción: mi hogar y su marido era apenas un débil sueño que nos hacía despabilar por instantes cortos de nuestro idilio.

                                                                                                                                Le sugerimos leer Mapas trenzados

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                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Me había sumido en una total estupidez, con la mujer con quien había constituido una familia y conmigo mismo, porque estaba convencido de la verdad herética que persigue a los amantes: era la única persona en el mundo que hacía feliz a esa mujer. Por eso, anhelaba que todo se hiciera público y termináramos juntos, como en una mascarada, como en la zarzuela. Ella sutilmente, me explicaba los problemas familiares y sociales que eso acarrearía y me hacía desistir de cualquier idea de hacer notable lo nuestro.

                                                                                                                                Una tarde septembrina bajo amenazas de una fuerte tormenta, un amigo con quien compartía oficina me mandó buscar para que fuera urgentemente a su casa. Cuando llegué a su residencia, con parsimonia y misticismo me condujo hacia el estudio. Cerró tras si la puerta corrediza y me enseñó una fotografía —que hasta el día de hoy no sé cómo obtuvo—. Me preguntó mirándome fijamente a los ojos:

                                                                                                                                 — ¿Creo que tú conoces esta persona?

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                —No— le dije, bajando la mirada para esconder el rubor del rostro. —Bueno, está de espaldas, pero a lo mejor la he visto por ahí— agregué.

                                                                                                                                Haciendo un gesto con la mano derecha señalándole que la fuerte brisa del temporal golpeaba con ímpetu las ventanas del estudio. Me despedí y me fui a toda prisa dejándole palabras a medio decir en la boca.

                                                                                                                                Si le interesan más contenidos de Cultura, le sugerimos leer Natalicio de Totó La Momposina: un legado musical

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                                                                                                                                Caminaba bajo la tempestad sin rumbo fijo y sin inmutarme por la lluvia que rodaba a cántaros por mi cuerpo. Estaba totalmente ensopado pero sentía la tibieza de las lágrimas cuando se deslizaban por las mejillas. Era su pelo bermejo y alborotado, era su cuerpo descomunal y su piel blanca y aterciopelada.  Caminé hasta donde pude, me refugié en una cantina de baja ralea, tomé aguardiente para que raspara mi garganta y me deshiciera el nudo que llevaba en ella. No sé cuánto tiempo estuve allí, solo recuerdo que haciendo un esfuerzo sobrenatural me levanté, tomé un taxi y pedí que me llevara a casa. 

                                                                                                                                La mujer estaba despierta, parecía que había estado esperando ese momento por mucho tiempo. Como pude ubiqué mi cuerpo gelatinoso frente a la ventana para tocar y que me abriera la puerta. Ella medio abrió la ventana y me gritó —¡Cínico!— y la volvió a cerrar para siempre.

                                                                                                                                Foto: YO CONFIESO CAP 19 MOBILE - El Espectador

                                                                                                                                Por Agustín Leal

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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