Dragon Ball, el punto de inflexión
El anime esconde debates filosóficos y literarios. Este es un intento por desentrañar algunos de los tropos y temáticas que el anime explora. Es un intento por hacer del entretenimiento una fuente de estudio, y la serie que sigue no podía ser otra que Dragon Ball, en honor a Akira Toriyama.
Juliana Vargas - @jvargasleal
Estudié en un colegio femenino, lleno de barbies, bebés de plástico, cucarrones volando sobre el campo de fútbol, medialunas… Historias de cocinas o de amigas cuchicheando. Crecí en un colegio en el que la violencia no existía ni siquiera en la imaginación de las alumnas.
Por esa razón, tampoco había cabida para Dragon Ball, así que el hecho de que sí estuviera en mi cabeza fue un misterio. “¿Te gusta Dragon Ball?”, me preguntó una compañera al ver un cuaderno con no solo Goku en la portada, sino también Gohan, Trunks y Vegeta. No supe qué responder. Habían sabido mi secreto, habían encontrado una transgresión a ese mundo sin violencia, y el castigo no podía ser otro que la obliteración.
Uno nunca entiende los castigos a los que uno es sometido. Por qué yo y no otro, por qué sufro esto que parece tan pesado, por qué parece que nadie entiende lo que siento; por qué el humano no ha desarrollado la capacidad de realmente sujetar las emociones de los demás, sentirlas, experimentarlas como si fueran propias. Por qué a mí me gusta Dragon Ball en lugar de la barbie profesora, o el pasamanos, o los tréboles de cuatro hojas.
Cuando el castigo pasa, uno por fin es consciente de por qué ocurrió tal como ocurrió, por qué tuvo que ser así y no de otra forma, por qué fui yo quien quería un cuaderno de cuatro hombres dedicados a la sangre y al fuego y a la muerte, en lugar de ir a la arenera, a ver si el suave tacto de la arena pacificaba mis pasiones.
Cada uno necesita diferentes desencadenantes en distintas épocas de la vida. Quizás, necesitaba el arco de redención de un villano transformado en héroe, mientras se obsesionaba con sobrepasar a Goku. Necesitaba las batallas casi interminables en las que había más diálogo interior que golpes. Necesitaba una serie de superhéroes en una época en la que apenas estaban entrando en la conciencia colectiva. Necesitaba un programa de televisión que introdujo varios tropos que cambiarían el shonen, el anime y, por supuesto, a sus espectadores.
Uno de estos tropos fue la medición de la fuerza en una escala numérica. Los niveles de poder pueden llegar a ser controversiales, pues le quitan el suspenso a las batallas. ¿Cuál es el punto de pelear si un número decide quién gana? Pero ver que la fuerza podía ser entendida numéricamente, podía hacerle ver a un niño que su fuerza también podía ser medida y superada cada vez más.
Cuando los niveles de poder rompieron el medidor que tenía Vegeta sobre su ojo, vinieron las transformaciones. La superación y el poder tenían un resultado visible físicamente. Las transformaciones en súper saiyan implicaban un hito en el camino de los personajes en hacerse cada vez más fuertes. Los niños veían resultados palpables.
En este punto entra el tercer tropo que introdujo Dragon Ball en el shonen: los arcos de entrenamiento. Sin entrenamiento, sin un mentor que pasara su conocimiento, sin disciplina, los personajes no alcanzaban cada vez más números, cada vez más transformaciones: súper saiyan 1, 2, 3, bestia, ultimate… fusiones, etc. Aún hoy en día tengo calcado a Goku entrenando bajo una gravedad 10 veces más fuerte que en la Tierra.
Ah, pero la vida no es una gráfica lineal, siempre en ascenso. La vida te golpea, te parte en dos, te deja en el piso en posición fetal, y en Dragon Ball la consecuencia directa es sencillamente la muerte. Pero este programa de televisión hizo de las resurrecciones algo común. No todo está perdido. Los milagros literalmente existen y están al alcance de quien desee volver a levantarse para intentarlo una vez.
Y volvieron, los protagonistas de Dragon Ball volvieron cuantas veces fue necesario, sobre todo Goku, que popularizó el arquetipo de héroe hambriento que es tan común en el anime hoy en día, en personajes como Luffy o Naruto. Y así fue porque necesitaba comerse el mundo. El mundo es grande, y el mundo está ahí para nosotros. Solo hay que decidir tomarlo, si estamos dispuestos a entrenar, a transformarnos y a metafóricamente morir cuantas veces sea necesario.
Cada uno necesita diferentes desencadenantes en distintas épocas de la vida. Quizás yo no necesitaba recibir la calma de la arena, las medialunas y las risas imaginadas de un bebé de plástico. Tal vez necesitaba un programa de shonen lleno de lo que hoy en día serían considerados clichés, pero que en su momento fueron elementos que cambiarían la narrativa de todo un género de anime. Por ende, Dragon Ball también fue el precursor de unos niños que adoptaron como suya una personalidad caracterizada por el deseo de superación constante, así la derrota estuviera a la sombra. Fue el precursor de unos niños cuyo dios regente fue Ares.
Estudié en un colegio femenino, lleno de barbies, bebés de plástico, cucarrones volando sobre el campo de fútbol, medialunas… Historias de cocinas o de amigas cuchicheando. Crecí en un colegio en el que la violencia no existía ni siquiera en la imaginación de las alumnas.
Por esa razón, tampoco había cabida para Dragon Ball, así que el hecho de que sí estuviera en mi cabeza fue un misterio. “¿Te gusta Dragon Ball?”, me preguntó una compañera al ver un cuaderno con no solo Goku en la portada, sino también Gohan, Trunks y Vegeta. No supe qué responder. Habían sabido mi secreto, habían encontrado una transgresión a ese mundo sin violencia, y el castigo no podía ser otro que la obliteración.
Uno nunca entiende los castigos a los que uno es sometido. Por qué yo y no otro, por qué sufro esto que parece tan pesado, por qué parece que nadie entiende lo que siento; por qué el humano no ha desarrollado la capacidad de realmente sujetar las emociones de los demás, sentirlas, experimentarlas como si fueran propias. Por qué a mí me gusta Dragon Ball en lugar de la barbie profesora, o el pasamanos, o los tréboles de cuatro hojas.
Cuando el castigo pasa, uno por fin es consciente de por qué ocurrió tal como ocurrió, por qué tuvo que ser así y no de otra forma, por qué fui yo quien quería un cuaderno de cuatro hombres dedicados a la sangre y al fuego y a la muerte, en lugar de ir a la arenera, a ver si el suave tacto de la arena pacificaba mis pasiones.
Cada uno necesita diferentes desencadenantes en distintas épocas de la vida. Quizás, necesitaba el arco de redención de un villano transformado en héroe, mientras se obsesionaba con sobrepasar a Goku. Necesitaba las batallas casi interminables en las que había más diálogo interior que golpes. Necesitaba una serie de superhéroes en una época en la que apenas estaban entrando en la conciencia colectiva. Necesitaba un programa de televisión que introdujo varios tropos que cambiarían el shonen, el anime y, por supuesto, a sus espectadores.
Uno de estos tropos fue la medición de la fuerza en una escala numérica. Los niveles de poder pueden llegar a ser controversiales, pues le quitan el suspenso a las batallas. ¿Cuál es el punto de pelear si un número decide quién gana? Pero ver que la fuerza podía ser entendida numéricamente, podía hacerle ver a un niño que su fuerza también podía ser medida y superada cada vez más.
Cuando los niveles de poder rompieron el medidor que tenía Vegeta sobre su ojo, vinieron las transformaciones. La superación y el poder tenían un resultado visible físicamente. Las transformaciones en súper saiyan implicaban un hito en el camino de los personajes en hacerse cada vez más fuertes. Los niños veían resultados palpables.
En este punto entra el tercer tropo que introdujo Dragon Ball en el shonen: los arcos de entrenamiento. Sin entrenamiento, sin un mentor que pasara su conocimiento, sin disciplina, los personajes no alcanzaban cada vez más números, cada vez más transformaciones: súper saiyan 1, 2, 3, bestia, ultimate… fusiones, etc. Aún hoy en día tengo calcado a Goku entrenando bajo una gravedad 10 veces más fuerte que en la Tierra.
Ah, pero la vida no es una gráfica lineal, siempre en ascenso. La vida te golpea, te parte en dos, te deja en el piso en posición fetal, y en Dragon Ball la consecuencia directa es sencillamente la muerte. Pero este programa de televisión hizo de las resurrecciones algo común. No todo está perdido. Los milagros literalmente existen y están al alcance de quien desee volver a levantarse para intentarlo una vez.
Y volvieron, los protagonistas de Dragon Ball volvieron cuantas veces fue necesario, sobre todo Goku, que popularizó el arquetipo de héroe hambriento que es tan común en el anime hoy en día, en personajes como Luffy o Naruto. Y así fue porque necesitaba comerse el mundo. El mundo es grande, y el mundo está ahí para nosotros. Solo hay que decidir tomarlo, si estamos dispuestos a entrenar, a transformarnos y a metafóricamente morir cuantas veces sea necesario.
Cada uno necesita diferentes desencadenantes en distintas épocas de la vida. Quizás yo no necesitaba recibir la calma de la arena, las medialunas y las risas imaginadas de un bebé de plástico. Tal vez necesitaba un programa de shonen lleno de lo que hoy en día serían considerados clichés, pero que en su momento fueron elementos que cambiarían la narrativa de todo un género de anime. Por ende, Dragon Ball también fue el precursor de unos niños que adoptaron como suya una personalidad caracterizada por el deseo de superación constante, así la derrota estuviera a la sombra. Fue el precursor de unos niños cuyo dios regente fue Ares.