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“Con el tiempo /yo entendí/ que tú no haces bonsái, / que tú no trepas la montaña, / que tú no eres la gota de agua en el río, /que tú no encuentras un gran amor…/ El bonsái te hace, / la montaña te trepa, / tú eres toda el agua del río, / el amor te encuentra…/ la conexión es la esencia del cosmos”, lee Merceano de Jesús Melo en la puerta de El dragón dorado, el museo del bonsái. Traduce su poema del inglés a medida que lo lee. Sus versos, enmarcados por un fuerte acento portugués, resumen gran parte de las lecciones que le han dejado las décadas de dedicarse a este ejercicio espiritual y filosófico.
Bon - sai: el contenedor - lo contenido. El yin/yang. La vida y la muerte. El lleno y el vacío. El positivo y el negativo. Lo femenino y lo masculino. El bonsái, como tantos otros aspectos de la estética oriental, es la búsqueda perpetua por encontrar el equilibro. Un equilibrio armónico y asimétrico que entiende la naturalidad de los opuestos. Melo, quien lleva más de dos décadas viviendo en Colombia, explica que, por ejemplo, cuando un bonsái o una escultura viva como le gusta llamarlo tiene características masculinas (líneas rectas y fuertes), se suele escoger para este una maceta femenina (redonda, que evoca los frutos y las flores).
El equilibrio trasciende las decisiones materiales, es un símbolo de lo humano, incluso y sobre todo, de aquellos que hemos condenado en Occidente. Luz y oscuridad. “Los árboles crecen desde la oscuridad hacia la luz. Las raíces están en la tierra oscura y las necesitan para sentir la necesidad de buscar la luz. Eso somos nosotros. Pero en Occidente hemos hecho mucho énfasis en la luz y el amor, y se nos olvida que también somos oscuridad”.
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Merceano Melo llegó al bonsái a través de la filosofía, la ética y el pensamiento comparado. “Como maestro he buscado puntos de referencia, y mi forma de enseñar el pensamiento de la humanidad es comparando Oriente con Occidente”. Hoy tiene más de mil árboles, aunque realmente nunca los ha contado. El bonsái te hace, como dice su poema. “A mí me ha cambiado totalmente la vida, empezando por este lugar”, dice sentado en el patio japonés de El dragón dorado, el museo del bonsái, un terreno vasto en el Rincón de la Calera, donde también se encuentra su casa. “Vivía en un apartamento y empecé a tener tantos bonsái que ocupé mi terraza, la terraza del vecino. Entonces cambié mi apartamento por este espacio. Ellos me trajeron acá, donde llevo 14 años”.
No se trata de árboles pequeños ni de una especie de árbol. Los bonsái se pueden crear con cualquier material vegetal. Nos acercamos a un arce diminuto. Sus hojas naranjas penden de las ramas, a punto de caer. En medio del trópico, está en otoño, porque guarda memoria del lugar de donde viene, así que asume los cambios bruscos de clima como cambios de estación. Como este hay muchos que provienen de materiales extranjeros, pero Melo reconoce que el mejor es el nativo. “El bonsái es una representación minimalista de un árbol en la naturaleza, una metáfora”. Y en esa medida, el bonsaísta explica que antes, en Japón, estas esculturas vivientes solo las podían hacer los emperadores, intelectuales y monjes. Aquellos que tenían una vida contemplativa y, por lo tanto, podían entender la esencia de la naturaleza en su profundidad.
Ahora el bonsái es un arte colectivo, que se construye teniendo como aliados el tiempo y la multiplicidad de manos. “No hay firmas. No es para mostrar que eres el gran artista, sino para dejar que la naturaleza se exprese a través de tu mirada. Lo importante es generar esa sinergia entre el presente y el pasado, y una conexión con tus antecesores. A veces toma cinco generaciones para que realmente un bonsái sea un arte que dice algo y es la única escultura que nunca está terminada”.
El tiempo entonces se vuelve el maestro. “El bonsái lo podríamos mirar como una práctica dominación de la naturaleza, pero también una práctica de dominación de uno mismo. El tiempo hace que los árboles se vuelvan escultura, pero mi obsesión no puede ser que haya una escultura de un momento a otro. Llevo 20 años y hasta ahora veo cosas interesantes”. El ritmo de la naturaleza es diferente al de los deseos humanos.
Melo recuerda al filósofo coreano Byung-Chul Han, de quien fue compañero cuando estudiaban en Alemania. “El tiempo del jardín es un tiempo de lo distinto. El jardín tiene su propio tiempo, sobre el que no puedo disponer. Cada planta tiene su propio tiempo específico. En el jardín se entrecruzan muchos tiempos específicos. (...) Durante mi trabajo en el jardín me he enriquecido de tiempo. La espera es incierta, la paciencia necesaria, el lento crecimiento, engendran un sentido especial del tiempo”, asegura Han en Loa a la tierra.
Y a veces el tiempo también se agota. Aunque los bonsái pueden ser casi eternos, a veces los vegetales terminan su ciclo y mueren. “Es el arte de la transformación. El bonsái nos enseña sobre la impermanencia de las cosas. Hay belleza en lo efímero y, por lo tanto, en la muerte”.
Oriente y Occidente, y su dispar relación con la naturaleza, se hacen evidentes en la poesía. Melo cita a Matsuo Basho, poeta japonés: “Cuando miro con cuidado. ¡Veo florecer la nazuna. ¡Junto al seto!”. Lo compara con un homólogo inglés, Alfred Tennyson: “Flor en la pared agrietada, / te arranco de las grietas./ Te tengo aquí, raíz y todo, en mi mano. / Pequeña flor, pero si pudiera entender/ lo que eres, raíz y todo, y todo en todo,/ sabría lo que es Dios y el hombre”. El primero contempla, el segundo arranca lo que considera suyo.
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El museo del bonsái es también un museo de memorias. Como lo haría una pintura, estas esculturas son una colección de momentos y sentimientos. Así lo asegura el filósofo alemán Friedrich Schiller: “Ellos (animales y plantas) son lo que nosotros fuimos; son lo que hemos de volver a ser. Fuimos naturaleza como ellos, y nuestra cultura debe llevarnos de vuelta a la naturaleza… Por eso aquellos son al mismo tiempo una imagen de nuestra infancia perdida, que eternamente seguirá siendo para nosotros lo más querido”. Observamos un bonsái cuyo tronco y ramas crecen hacia la derecha, como azotadas por la ventisca. “Esto me lleva a mi infancia. Cuando tenía 9 o 10 años me llevaban a Vagueira, una playa en Portugal, es como la Venecia portuguesa. Y veía unos árboles llevados por el viento. Esa es la imagen mental que traté de recrear con el bonsái. No son la misma especie, pero es la representación”.
El recorrido por el museo del bonsái terminó dentro de la casa del filósofo, con café, panes y quesos. En una de las paredes hay una pintura de un bonsái. Tiene forma de hongo y sobre él hay una nube de humo. Representa la historia de un árbol que se encontraba en Miyajima, cerca de Hiroshima, en 1945, y sobrevivió a la bomba. Hoy reposa en el Museo Nacional Bonsái y Penjing, en Washington D.C. Fue donado por Japón a Estados Unidos como regalo por su bicentenario de independencia. “El espíritu humano está en la poesía, en el arte. El espíritu es la cultura, aquello que podemos hacer y que la naturaleza no puede imitar. De alguna manera, hemos creado una naturaleza distinta de la naturaleza, un mundo distinto a los mundos. Nos gusta el amanecer y el atardecer, porque nos dicen que somos seres de la media luz, entre el cielo y la tierra. No somos dioses ni piedras. Y ese es el recordatorio del bonsái: la naturalidad de las cosas. Son pequeños árboles, pero grandes sueños están por detrás”.
*El dragón dorado, museo del bonsái queda en el Rincón de la Calera, Vereda el Verjón. Para reservar una visita guiada puede escribirle a Merceano Melo al 3123899585.
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