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Los rincones de su casa parecían una cárcel de recuerdos sin fin. En la mesa de noche se hallaban un par de fotografías en blanco y negro, todas ellas tenían algo en común: dos rostros sonrientes. En su armario estaban colgados unos cuantos vestidos negros y rojos, algunos largos y otros cortos. Recordó el tacto de su piel. En la repisa permanecían los tacones de cinco centímetros, aquellos que ella solía utilizar porque decía que así se vería un poco más alta. De un momento a otro vinieron a su mente aquellas veladas acompañadas de vino y Vivaldi. Su despensa se encontraba llena de variedades de café. No pudo evitar pensar en todas esas mañanas en las que se sentaban a charlar antes de irse a trabajar. Era inútil, los recuerdos no la traerían de nuevo a la vida… Debía aprender a caminar en soledad.
Se quedó observando a Gastón, su gato. Sintió una brisa fría recorrer todo su cuerpo, era como si su mascota le estuviera reprochando algo. Apartó la mirada del animal y se dirigió al lavaplatos. Cucharas, tenedores, cuchillos, pocillos, vasos, platos hondos y llanos lo esperaban desde hacía dos días. Cuando terminó de lavarlos, se preparó un café y se encerró en el estudio. Se sentó a escribir esa carta que tanto había aplazado. ¿Tenía sentido plasmar en un papel palabras que nunca serían leídas por su destinatario?, se preguntó. No importaba, algo tenía que hacer para aliviar el sufrimiento.
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“Llevo dos días retrasando estas palabras, tal vez porque unas cuantas letras no alcanzan a expresar lo que siento, aunque quizá todo puede resumirse en una palabra: culpa. Culpa por lo que hice y por lo que dejé de hacer. Culpa por el llanto que derramaste. Culpa por no haberte escuchado. Culpa por tus manos heladas. Culpa por las dos copas de champaña que aún descansan sobre el comedor. Si pudiera pedir un deseo, regresaría el tiempo, volvería a aquel día y haría las cosas diferentes. Soy realista, eso jamás va a suceder. Así que al menos quiero pedirte perdón, lo hago de corazón. No sé si esto sirva de algo, pero he de confesarte que ahora vivo en una prisión”.
Un par de lágrimas bajaron por su rostro. Con sus manos se haló el cabello. Gritó. ¡Cuánto la extrañaba! Sin embargo, un pensamiento lo sacó de su estado: era probable que con el tiempo hasta olvidara su rostro. “No, eso no pasaría. Sus ojos grandes y verdes, el lunar cerca a sus labios delgados, sus pestañas largas y curvas, sus cejas gruesas y sus pecas lo acompañarían hasta su muerte”, pensó.
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Decidió tomar una siesta en el sofá cama que estaba al lado del escritorio, necesitaba despejar la mente, así fuera por un rato. El sonido de su celular lo despertó, era un mensaje de su hermana: “Mañana llego a Colombia y me gustaría verlos un rato”, le decía. Ahora debía fabricar una excusa para quitársela de encima. “Algo se me ocurrirá después”, se dijo. Tomó impulso y se levantó del mueble. Escuchó un maullido. Al parecer el ruido provenía de su habitación. “Otra vez el gato recordándome lo que estoy tratando de evitar”, dijo casi gritando. Debía sacar a Gastón de su cuarto. Antes, se dirigió hasta la cocina para buscar unas bolsas negras.
En su cama encontró al gato acostado. Al lado de él se encontraba el cuerpo de una mujer, cubierto de moretones. La besó en los labios. “Hoy te he escrito una carta… Descansa en paz. Es momento de ocuparme de tu cuerpo”, le susurró al oído mientras acariciaba su cabello.