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El anciano de cabello cobrizo y aspecto amable percibe la corriente enfriándole las rodillas y se cubre con una manta de retazos. En el piso de madera, al borde del sillón con el hocico sobre sus zapatillas de fieltro, reposa Guillón. Es un setter irlandés envuelto en una melena terracota que flamea al vaivén de su jadeo. Hacia el centro de la barraca, un mesón de guadua abarca el estrecho espacio abarrotado con trastos y herramientas, mientras unas palomas merodean las ramas del romero regadas bajo el guadual que usan para comedor pero también para cadalso. Algunas veces degollan y despluman y después adoban las aves caídas al barro durante los días de cacería. El rudimentario bohío es una cartuja a la que los dioses de la ilusión parecen custodiar.
En las cuencas huesudas de don Dustano, sus ojos reflejan el halo de un ser que aún preserva los arrestos de una voluntad labrada por la tenacidad. Le resulta imposible ocultar las vestigios que esculpieron su piel con los rigores de la tierra. Habitan al filo de un cañón de rocas neolíticas, desde cuyo páramo descienden varias fuentes que serpentean entre praderas custodiadas por eucaliptos centenarios y sauces jorobados. La cabaña de paredes de piedra le da la espalda a esas peñas ancestrales, en cuyas cuevas vivieron tribus milenarias, desde los tiempos remotos en que recién se descubrió el fuego. Su ritual a la madrugada es salir a meditar sobre las narraciones de los jeroglíficos rupestres, pintados en las rocas con el color de la sangre de artistas primitivos, de tiempos inmemoriales, cuando las cavernas eran refugio atemporal de nómadas sin afán de un destino.
Desde una hamaca tejida por sus manos providenciales, don Dustano rebasa el alfeizar de la ventana y cavila con el paisaje del valle donde apacenta la ganadería del señor Fals. Por la ruta del sendero de tierra que bordean los abutilones juiciosamente podados, alcanza a divisar a Amalia. Viene halando de cabestro la vaca de su acervo agrario. Es una vaca garbosa y escarlata, como el viejo Dustano. En el otro brazo, la hija carga el canasto de los duraznos que para él significan algo más precioso que un cofre de lingotes de oro. Es su dicha comerlos recién desprendidos del árbol. Pero su momento de esplendor es saborear el almíbar preparado por Amalia cuando mezcla las astillas de la canela caliente con la pulpa tierna de la aureola bermeja. En marzo hace el habitual clima bucólico y desde su mirador se complace con el horizonte de la floración del duraznero. Los pétalos comienzan a emanar el perfume de la flor púrpura y pálida. Abundan los colibríes y las abejas, amalgamadas en ese zumbido incesante de la polinización. Es merced a la magia de estas colonias que el rústico jardín del viejo florece con semejante repertorio de colores y aromas que dan al terruño tanto acogimiento.
Con la lentitud del hombre de tabaco, su masa de huesos traquea al levantarse de la hamaca. El anciano mira distraído a Amalia, quien ya regresa. Se le ve trémula pero como siempre linda. Se acerca al pórtico para entregarle el cesto al padre mientras lleva la pelirroja al establo donde ha de ordeñarla. Cuando le recibe el canasto de mimbre, Dustano siente un hielo rodarle por la espalda al percibir un temblor desconocido en su hija, una excitación inesperada para la temporada de cosecha. Su identidad ha vibrado siempre con la magia cándida del campesino. Se ha conectado con el ecosistema rural como una especie más de ese santuario. Intempestivamente la absorbe una alucinación en el océano de su abstracción que estremece el sentido común de su esencia campesina. No parece ser un motivo de ligeras implicaciones. Allá en la lejanía, una tupida niebla baila dibujando espectros sobre los bosques y los rebaños que pueblan la serranía.
Aquella mañana Amalia bajó saltando por el camino de los abutilones que conduce hasta la cerca sembrada de guayacanes lindante con la hacienda vecina. Allí, a la vera de un riachuelo llamado el Fresno, la pelirroja tiene demarcado su acostumbrado abrevadero. Al traspasar el broche entraron a la hacienda del señor Fals y por un madero agrietado cruzaron la quebrada entre las dos propiedades. Del amaranto de ese paseo fronterizo emanan unos aromas encantadores, en cuyas raíces anidan lirios acuáticos y helechos, centauras y gramíneas. Algunas se trenzan en una urdimbre hasta treparse por el tronco del duraznero. Su follaje verde y rosado en marzo, alcanza los casi ocho metros de altura y envuelve con su fragancia el sonido de la aguas bajando por las montañas. Aquel rincón de frontera entre el latifundio del señor Fals y el huerto de don Dustano es realmente un vergel hipnótico, atribuible quizás al abrigo de las especies que anidan en ese pedazo de ciénaga. Al escasear la pendiente, el suelo impide que las aguas drenen del todo, creando esa aglomeración de charcos alfombrados por la vegetación de las hierbas y el rastrojo. Es en ese trozo de lodazal donde la pelirroja encuentra la flora dulce que tanto le encanta. La degusta antes de beber su ración diaria de agua. Muy cerca, reposando sobre una cerca indígena de adobe, se estira el duraznero, él más exuberante del elíseo labrado por el viejo Dustano. En los últimos cuatro años ha crecido con un ímpetu que asombra a Amalia, quien apenas era una niña cuando vio su semilla germinar, gracias a la genialidad artística de las obreras y los hacendosos zánganos. Al principio ella y su padre no le auguraban mayor porvenir al frutal por la ecología del terreno. Pero ahora lo miran atónitos por el abrigo que da a la vorágine. Adivinaron que las cosechas serían un manjar para celebrar en la intimidad frugal de su cocina.
Sólo un defecto comenzaba a evidenciarse en la evolución del árbol. A la vez que sus ramas y sombras se extendían deseando abarcar el inagotable paisaje, el tronco testarudamente se inclinaba hacia los dominios de la hacienda de los Fals. Ya don Dustano había profetizado que un capricho así le podría acarrear lides enojosas. Durante los primeros años del duraznero, se acordó un pacto tácito con el señor Fals. Digamos que Dustano logró un acuerdo que los ilustrados llaman consuetudinario, consistente en permitirle a Amalia la costumbre de traspasar con prudencia a la propiedad de los Fals y en breve lapso recoger cuantos frutos maduros hubiesen caído sobre los predios de la hacienda; con el compromiso de limitarse a lo que fuera menester y sin demoras, proceder a retirarse del predio. El señor Fals, pero sobre todo su enigmático heredero, no aceptaban excepciones ni querían establecer precedentes, que por permitir el paso de la adolescente, se provocara una situación anárquica de campesinos fisgones invadiendo su propiedad, sin permiso para recoger frutales o abusando por traspasar a una propiedad que no les pertenece.
Decíamos que aquel día Amalia salió como todas las mañanas con sus botas color café, cuarteadas pero abrillantadas, que todavía la aislaban del barrial represado a las orillas del Fresno. Lucía su sombrero de paja sobre una pañoleta de mandala que acomodaba para sostener su larga cabellera del color de las castañas. Llevaba también el canasto que por tanto hacer ese viaje cotidiano al Fresno emanaba ya el olor de los melocotones almibarados. La mañana era álgida pero por el cañón de las montañas se asomaban vacilantes los primeros rayos del sol. Unas gotas de rocío flotaron como cristales humectando la tierra negra. Al internarse en los límites del camino pedregoso, bajo el esplendor de los guayacanes, de pronto Amalia detectó que alguna refriega de bestias, por lo demás muy ruda, debía de haberse producido en la noche o durante la madrugada, porque la tierra contigua al pantano estaba extrañamente revolcada.
Miró sorprendida hacia la carretera que conducía a la mansión de los Fals y alcanzó a ver a un jinete que cabalgaba en dirección al Fresno a un velocidad de espanto. De inmediato Amalia se agachó y en cuclillas se fue a esconder tras una enredadera de zarzamora silvestre. No quedó con muy buen ángulo para ver hacia donde se dirigiría semejante bestia despavorida. Esperó unos segundos hasta que escuchó el latigazo de las herraduras levantar el cascajo de piedras muy cerca de su escondrijo. En silencio se fue levantando y caminó unos pasos. Agachándose consiguió fisgonear por entre los ramales de la maleza. Sólo lograba escuchar unas voces discutiendo en voz baja. De ese lado del Fresno, del costado de la hacienda, alcanzó por fin a ver al joven Cristóbal, el heredero del señor Fals, quien con un rostro pálido y la respiración trastornada, difícilmente lograba articular palabras. Tenía una estampa atractiva y era espigado. La cabellera negra le llegaba hasta los hombros y entre cubría los rasgos de sus ojos azabaches. De sombras y ademanes rústicos, por la vena que agrietaba su frente le corría un linaje caporal adiestrado para dar órdenes sin lugar a objeciones. En medio de la confusa situación observa también a varios peones que intentan mover un bulto cubierto de barro hacia un cerro de tierra que está emitiendo el olor de la boñiga. De pronto siente un escalofrío al detectar que aquello que parecía un costal deforme es en realidad un cuerpo desfigurado del que brota la sangre embadurnándose de barro y estiércol. Contuvo la respiración ante el pánico que sintió de ver semejante deformación y escena tan espantosa.
Al joven Cristóbal lo veía esporádicamente cuando algunas tardes salía con el señor Fals a cabalgar por la alameda de guayacanes. Lo hacían durante varios kilómetros hasta llegar a los meandros donde nacen los ríos que descienden por la cordillera y desembocan al Orinoco. Sabía por rumores de su padre que Cristóbal guardaba rencores con su progenitor por haberse negado a pagar un rescate por el plagio de su madre Eloísa. Los criados de la villa campestre, la mayoría de ellos humildes campesinos de la región, daban frecuente testimonio en las tiendas vecinas, de los repetidos episodios airados que se producían entre padre e hijo por una muerte prematura y por decisiones concernientes al rumbo de la hacienda. Si el joven a veces salía contra su parecer a inspeccionar los predios con el señor, lo hacía más por la necesidad de entender a fondo los cultivos, la ganadería y el personal, que por el penoso placer de tener que aguantarse las bravuconadas y las arbitrariedades de su viejo.
Súbitamente Amalia escucha el sonido de un golpe seco como fracturando las astillas de un leño. Al asomarse para indagar por la naturaleza de golpe tan brusco, queda petrificada. El bulto cubierto de barro y maleza que zarandeaban los secuaces era nadie menos que el cuerpo del señor Fals. Lo reconoció a pesar del lodo que rodaba por su rostro, porque aún le asomaban las patillas blancas que poblaban sus mejillas y reconoció el chaleco rojo de cachemir que ocasionalmente vestía cuando la saludaba en alguno de sus encuentros por la ronda del Fresno. Fue tal la conmoción que le produjo ese cuerpo desfigurado por el golpe de algún objeto en la coronilla de su calva papal, que por un instante perdió el control de su cuerpo y se desmayó sobre el remanso ornamentado con unos duraznos enlodados al borde del humedal.
Los peones y el joven Fals se miraron estupefactos al escuchar un ruido temerario que podría delatarlos hacia una prisión perpetua. Inmediatamente interrumpieron su intento de voltear el cuerpo hacia la fosa improvisada y saltaron agitados sobre el fango y detrás de la maleza para ver si era algún animal o un forastero espiando la escabrosa faena. Estupefactos quedaron al verse reflejados en el espejo de la desgracia. Allí estaba con la palidez de la muerte, una bella mujer de fina piel y rizos castaños, graciosamente vestida antes de que el lodo hiciera de las suyas. Cristóbal no salía de su asombro al reconocer a la tímida joven que acostumbraba a saltarse el lindero de la hacienda, con la anuencia de su padre, para recoger la cosecha del duraznero vecino. Una tribulación lo asedió al caer en la cuenta de que habría dificultades para manejar el silencio de tan insospechado testigo. Había sido una imprudencia de su parte no haber calculado, que a pesar de la arboleda y la maleza de la zona, pudiera estar rondando esta intrusa justo a la hora en que le daba de beber a la vaca. El animal estaba estático, como pasmado observando con sus inmensos ojos negros. Al ver que su hacendosa alimentadora no se movía del borde del pantano comenzó un bramido desolador. Los hombres la espantaron y la pelirroja dio unos pasos enfurecida en reversa, agitando con bravura su cabeza.
Cristóbal, con el garbo de actor deslucido por el fulgor cetrino de las circunstancias, pareció afinar su nariz griega al momento de acercarse a Amalia. Dejando fluir su instinto e inesperadamente, con suavidad, le frotó agua del estanque en su frente y mejillas. La joven despertó de un sobresalto y sus ojos se estrellaron con el rostro cortés del heredero. Justo antes de perder el conocimiento, lo había visto con un semblante enfurecido después de estampar un listón de madera contra el templo de su padre. Al arrodillarse para asistir a la joven campesina y encontrarse con la translucidez de sus ojos, Cristóbal siente un vértigo arrastrándolo de la fatalidad hacia el renacimiento post-mortem del que hablaba con piedad sacerdotal su padre cuando peroraba al regreso de la iglesia. Los ojos avellana de la intrusa parecían transmitirle la vindicación de su barbarie al sentir ese placer que quizás no sentía desde los días inocentes, cuando su madre lo llenaba de adulación y petulancia por su inefable encanto. Amalia se estremeció al ver cómo la atrapaba ese atisbo infernal y tragó saliva esperando liberarse de la zozobra. Él le oprimió sus manos frágiles al ver un destello de humedad brillando en sus ojos, quizás con el anhelo inconsciente de tenerla para él como reparación existencial de insoslayables tormentos.
La agonía de Cristóbal en la búsqueda de una nueva vida por fuera de los confines del yugo de su padre, lo llevaban con frecuencia a rebasar las fronteras de su escasa cordura. La mediocridad de los talentos atribuidos al hijo era algo que el señor Fals despreciaba y resentía. No toleraba hombres débiles y medrosos. Le provocaba vergüenza ver la pusilanimidad en el carácter de ese niño ya hecho hombre, al que no le apetecían las intrascendencias que le otorgaban poder a los hombre sobre la manada. Había heredado de su madre difunta una debilidad por subjetividades inoficiosas e inmateriales. La belleza de una obra de arte, la grandeza de un compositor lírico o los desvaríos de un poema, eran elementos intelectuales que el padre despreciaba. Los consideraba un desperdicio opuesto a la multiplicación racional de la opulencia terrenal. Para sustituir aquel firmamento que la finada había fabricado en la imaginación de Cristóbal, Máximo Fals asumió que aquella ficción poética en la que divagaba la precaria inteligencia de su primogénito, la desmantelaría con un disciplinamiento y control severo de su tiempo. Haría lo necesario para asfixiarlo con oficios draconianos. Era ante todo fundamental recuperar su atracción por el abrigo protector del padre, de volver a espolear su anhelo por el placer de una obediencia alejada de esa mortificación que producen las pasiones epicúreas. Enderezaría la trayectoria del heredero hacia la astucia del lobo capaz de dominar un latifundio de corderos. Para el señor Fals la firmeza de la autoridad se ejercía con la confrontación, el odio a los rivales y el enfrentamiento contundente. No podría él aceptar jamás bajo su crianza un individuo timorato ante la crueldad y la ruindad de la humanidad. Hasta allí llegaba el límite de su concepción, si a eso se puede llamar ‘filosófica’, de la condición humana. Bajo tal suplicio de verdad estaba condenado a vivir Cristóbal. Su padre haría hasta lo indeseable por infligirle miedo con una vigilancia inescrupulosa de su intimidad. La intimidación era su manera de lograr que se adaptara a tan extravagante egocentrismo. Prefería verlo sufrir por frustraciones concretas de grandeza que derrotado por la necedad de aflicciones edípicas de un romanticismo decrépito.
De tal suerte que Cristóbal creció como el rehén de un entrampamiento constante. En los amaneceres era despertado con un trastazo despiadado de Máximo contra el portón de su habitación. Era obligado desde las cuatro de la mañana a cumplir humillantes labores en la ganadería, como fregar metros de corredores inundados de estiércol en los extensos establos del ordeño. Era forzado a participar en fragorosas jornadas de cacería de venados, jabalíes y conejos en medio de una efusión de sangre y disparos con los que el señor Fals creía estar forjando la esencia de un carácter viril. No tendría tiempo, como era su parecer, para frivolidades como andar leyendo novelas homéricas o coleccionando poemas como los que nutrían el espíritu libre de la señora Eloísa. El miedo inducido por los códigos de su padre fueron llenando a Cristóbal de vergüenza ante sus jóvenes contemporáneos. A pesar de no habitar el mismo mundo de opulencia, sí veía cómo sus compañeros de patrimonio más modesto, disfrutaban el reducido espacio de su libertad, sin cargas de culpa, como la de perder a la madre por la aterradora cobardía de un padre incapaz de arriesgar su fortuna ante la extorsión de unos rufianes ignorantes de su pérfida insensibilidad.
Bajo estos signos de crueldad, Cristóbal entendía que trás el telón caballeresco se agazapaba una cascada iracunda capaz de asaltarlo al menor síntoma de debilidad o desobediencia de tan azaroso despotismo. De alguna manera intuía que la inconciliable diferencia de personalidades estaba convirtiendo el lazo filial en una peligrosa cuerda explosiva provocada por las cóleras del viejo, especialmente cuando la emprendía contra los criados con la deliberada intensión de amedrentar sinuosamente la tranquilidad del hijo. Las exhibiciones de brusquedad eran vergonzosas cuando humillaba por cualquier ridiculez a Boris, su entrañable mayordomo, con el único propósito de envilecer la atmósfera en la mansión. Boris se había convertido en una especie de tutor sustituto para Cristóbal, al que procuraba amparar en los momentos más críticos de abatimiento ante las veleidades del abusón. Lo rescataba por ejemplo en las madrugadas cuando el señor Fals, en una de sus manías patológicas, entraba sutilmente a eso de las dos de la mañana a la habitación del niño Cristóbal, que no debía tener entonces más de diez o doce años, y aún dejándolo con el camisón de dormir, lo cogía cariñosamente de la mano y contándole alguna leyenda inventada de héroes mitológicos, lo conducía hasta la terraza en medio de un frío antártico. Lo dejaba allí bajo la oscuridad y luego le cerraba la puerta hasta el día siguiente. Boris ya tenía descifrada la morbosidad de su amo y sin demora subía sigilosamente para rescatar a la confusa criatura. Absorto por la ingenuidad, Cristóbal creció obedeciendo a esos martirios convencido de que por venir de su padre respondían a un mandato de la ley divina. Resultaba entonces inevitable presumir que alguna rasgadura peligrosa debía estar dañando las delicadas fibras de su condición mental.
Así era como un síntoma de desvarío mental ya comenzaba a manifestarse con los ultrajes que padecía cuando el señor Fals viajaba y lo dejaba en medio de una soledad total. Con perplejidad sentía cómo sus temores se crispaban con las ausencias de Máximo. Su vitalidad parecía estar entonces condenada a esas ataduras de vejación constante. Misteriosamente el tormento parecía aún más sádico durante sus ausencias que cuando el acecho era en su presencia. Lo espantaba el silencio cataclísmico de una desolación fantasmal. Como en el poema que su madre recitaba taciturna, ‘socavabas el horizonte con tu ausencia’. Escuchaba los ecos del bramido del sayón intentando derribar las puertas y los muros de los desapacibles y ostentosos aposentos del caserón. Semejantes estrépitos le provocaban tal desvarío que imaginaba a Máximo Fals convertido en un basilisco asediándolo en la oscuridad, especialmente cuando intentaba dormir bajo las noches de tempestad que caían por el cañón del páramo e inundaban las catacumbas de los esperpentos primitivos.
No toleraba ya más el insoportable efecto de esa tortura durante sus ausencias. La leve conciencia que aún sobrevivía, le permitían discernir las causas originales de esa pesadilla que se repetía incesante. Era necesario acabar con la tiranía que el padre había montado como su monte calvario para expoliar la dignidad humana bajo su mando. De manera brusca lo invade la sicosis de fraguar un escape, incluso fatal si fuese necesario, de semejante realidad. La ira que revuelca su entraña medra compulsivamente hasta convencerlo de la necesidad de quebrarle la médula a ese repetir perpetuo de una existencia despreciable. Si en algún momento llegase a ser capaz de destruir su idolatría por ese tótem patriarcal, quizás lograría recuperar la independencia perdida cuando murió su madre Eloísa. La idea de seguir soportando ese sino traumático como si fuese inescapable, le parecía un mito demencial. Por momentos se veía reflejado en las imágenes terribles de los crucifijos del señor Fals que decoraban los nichos de las paredes, los corredores y el apacible oratorio de la casa de campo. Llegó a pensar que aquel sufrimiento del Cristo clavado eternamente no tenía por qué ser el curso de su azarosa fortuna. Para destruir esas cuerdas que abatían de manera imperceptible los tejidos de su cerebro debía actuar con severidad y contundencia. Nada defectuoso lograría acabar con la supremacía del señor Fals sobre los acontecimientos de la hacienda.
Algunos trabajadores e incluso el propio Cristóbal, le reconocían su simpatía en los tiempos de festividades o cuando ofrecía algún ágape para celebrar compromisos religiosos o sociales. Pero ese mismo ser era capaz de transformarse en el más vil ultrajador. En eso consistía precisamente su virtud de no necesitar del abuso físico para dominar sino en casos muy excepcionales. La humillación verbal y pública eran su bastión preferido para hacer respetar el imperio construido con petulante obstinación. Como buen imitador de las cursilerías militaristas, le apasionaban los patéticos disparos al aire y la pólvora lacerante para celebrar triunfos gloriosos. Lo inflamaba el eco de su voz enlatada cuando obligaba al ejército de peones a formar en destacamentos para alardear con una orfebrería verbal sacada de los evangelios, que retumbaba por los confines más remotos de la vasta estancia. En momentos dramáticos, cuando el cuerpo y la mente de Cristóbal entraban ya en el delirio del agotamiento, con cierta ternura contrariada, Boris le suplicaba por mayor resiliencia, con la esperanza de que por alguna contingencia inaudita todo cambiara bruscamente y pudiera quizás recuperar su libertad. Pero ya el joven, por su edad algo más madura, entendía que era un absurdo suicida continuar aguantando estoicamente, abandonado a esa agonía como si fuese un fenómeno natural. La adaptación a semejante régimen cuartelario acabaría por destruirlo inexorablemente, antes de conquistar su edad adulta.
La mañana en que su instinto más feroz estalló, regresaban al galope de la cacería; el viejo bebía algunos aguardientes y celebraba con arrogancia la caza de dos halcones peregrinos y un águila pescadora, ambas aves únicas en esa región. Eran trofeos magníficos y posiblemente irrepetibles dado que estaban en extinción. Sobrevivían algunas pocas debido a la vastedad de los lagos, los humedales y las rocas de ese latifundio. Boris y Cristóbal hicieron señales a los cinco hombres que los acompañaban para que amainaran el paso de sus bestias y permitieran al viejo avanzar y gozar solitario de la velocidad infernal de su imponente yegua. En un punto previsto por Cristóbal, con la complicidad de Boris, lo esperaba una ardid invisible en medio de la embriaguez de alguna de sus quimeras narcisistas. De repente, a unos doscientos metros de la escuadra, vieron cómo el animal de Máximo se desbocaba al tiempo que sus piernas se enredaban de manera extravagante en un alambre de púas que se reventó al hacer sangrar las piernas del animal. El caballo dio un bote letal sobre el cuerpo del señor Fals, pero éste intentó levantarse nuevamente, con tan mala suerte que la espuela de la bota con la pierna incluida, quedaron atrapadas en el estribo de la cabalgadura. Y así continuó en estampida la bestia hasta el lejano rincón del Fresno, arrastrando salvajemente el azotado cuerpo del señor y patrón de esas tierras. La yegua se detuvo finalmente a las orillas del humedal, muy cerca de donde Amalia había detectado el fango removido. Del cuerpo del señor Fals brotaba un fétido líquido carmesí que mancillaba los duraznos enlodados. Cuando Cristóbal y Boris descendieron intranquilos de sus caballos, detectaron que la masa deforme aún respiraba y fue cuando en un impulso desatado por la conmoción, el joven tomó un madero del fango y golpeó la cabeza calva del repugnante desecho humano.
Fue en ese justo instante cuando escucharon del otro lado del duraznero el ruido extraño del agua salpicando por la caída de algún objeto pesado. Allí estaba Amalia con su blusa blanca embarrada y su corpiño desenhebrado por la aparatosa caída. La plasticidad de la escena develaba la sensualidad de sus senos precoces y fértiles adornando el erotismo de su cuerpo calado. Escena que despertó en Cristóbal el instinto de una atracción sublime. Una impresión óptica encendió también en ella un deseo ignoto, que pareció rebasarla cuando sintió la mano del heredero tocar la suya y acercarla al rostro para aspirar su aroma.
Amalia era hasta entonces una doncella inundada de ternura y de miedos, que de pronto parecían desvanecerse por el contacto magnético de las dos pieles frenéticas. Tanto cariño enjaulado en la delicadeza de su cuerpo, se transformaba ahora en una pulsión incontenible de deseo, en una mezcla de atracción y rebelión queriendo aventurarse a explorar un universo de placeres desconocidos. Siente que la invade el arrojo irremediable de no querer desprenderse de las garras de ese hombre encabritado que hacía unos instantes le había provocado un desmayo. Su mirada la seducía con una pasión que sutilmente desterraba al olvido la crueldad de la escena sangrienta que acababa de vivir. Cristóbal la envolvió por debajo de sus rodillas y la espalda, alzándola sin despegar sus ojos de los de ella. La ayudó a cruzar el lindero hasta el sendero de los abutilones y acariciando su manos con las suyas le besó las pestañas de unos ojos ardientes.
-Si quieres unirte para escuchar la coral del cosmos quebrando el silencio del ocaso sobre el lago de la hacienda, te invito esta tarde. Será una aventura fraternizar y compartir contigo los embrujos de mi heredad.
Amalia apenas lograba contener el suspiro y lo miró con un dejo de estupor que no lograba disimular su pensar lascivo. Agarró del lazo a la pelirroja mientras Cristóbal le alcanzaba el cesto de los duraznos. Aquella tarde, tan pronto terminó de ordeñar la vaca, con el rubor del apetito aún latiéndole en sus venas, le dijo al viejo Dustano que el joven heredero la había invitado por fin a conocer la críptica hacienda. El viejo masculló halagado. Ya comenzaba a llover y su vestido de encajes blancos se mojaba cuando llegó ávida, acompañada de Guillón, a tocar la aldaba del imponente portón de la quinta de Cristóbal Fals.
FIN