E. M. Cioran: “Se lanza un aforismo como se da una bofetada” (Vivir para filosofar)
Decía que antes de escribir, ponía un disco de música cíngara, y que sólo podía escribir desde el desaliento de varias noches de insomnio.
Fernando Araújo Vélez
Decía que vivió casi siete años, con sus meses y sus días y sus noches prácticamente sin dormir, pero que al mismo tiempo tenía una gran vitalidad “que he conservado y que he vuelvo contra sí misma”. Decía que detestaba escribir, y que había escrito muy poco, que era el hombre más ocioso de París, que la mayor parte del tiempo no hacía nada. Decía que se ganaba la vida por una beca que le había dado la Sorbona, y que comía en el restaurante de los estudiantes, y jugaba a escribir una tesis sobre la ética de Nietzsche, pero que nunca la escribió, que prefirió irse a recorrer Francia en bicicleta. Decía que pese a su inactividad, leía mucho, que había leído unas seis o siete veces cada libro de Dostoievski, y que sólo se sentía capacitado para escribir sobre alguien a quien hubiera releído. Decía que era una tortura aquello de la moda de sacar un libro al año. “Si no, te olvidan”.
Emil M. Cioran. Transilvania. Rasinari, Rumania. París, Francia. 1911-1995. El vacío. La nada. “Breviario de podredumbre”. “Odisea del rencor”. “La tentación de existir”. “En las cimas de la desesperación”. Emil Cioran. Un contemporáneo del diluvio. Un condenado a la vida. Un interlocutor de la nada. Un atormentado, y a la vez, un aburrido. Un defensor del no actuar, un viviente del no objetivo. Un convencido de que todo es nada y de que el insomnio es el tiempo que no pasa. Un hombre a la espera de la muerte y una pequeña muerte todos los días. Un fracasado, que por haber fracasado, comprendió. Un entendido. Un pensador privado, como se definía. Un suicida sin suicidio. Un buscador de ideas. Un titiritero. Un danzarín. Un palabrero. Un músico sin notas, y un nihilista en potencia que conoció a Bach, y que dijo “sin Bach, Dios sería un tipo de tercer orden”. Un aforista que detestaba explicar, y más aún, explicarse. Un provocador por el simple gusto de ver una reacción. Un trágico por sensatez.
Alguna vez, en diciembre de 1989, le dijo a Benjamin Ivry en una entrevista para Newsweek: “El suicidio es capital. Cuando alguien que quiere suicidarse viene a verme, le digo: ‘Es una idea positiva. Puede usted hacerlo en cualquier momento’. La vida no tiene sentido, sólo se vive para morir. Pero es muy importante saber que podemos matarnos cuando queramos. Eso nos calma, nos satisface”. En aquella misma entrevista, dijo que “las catástrofes de la historia son provocadas por los que están demasiado convencidos”. Tres años antes, le había comentado a Fritz J. Raddatz, en una conversación para la revista alemana Die Zeit: “Lo único que me he tomado en serio ha sido mi conflicto con el mundo. Todo lo demás no es para mí sino un pretexto (…). Cuando escribo, el hombre para mí es algo impensable, por decirlo así. Entonces no me preocupo de las posibles consecuencias de una frase, de un aforismo, me siento libre respecto de toda categoría moral”.
Cioran pregonaba el vacío, pero le gustaba escudriñar entre las pequeñas cosas de las pequeñas gentes: “Sin pretender buscar modelos, creo que sólo los griegos fueron verdaderos filósofos, los que vivieron su filosofía. Por eso he admirado siempre a Diógenes y a los cínicos en general”. Condenaba el amor, “Si en la jerarquía de las mentiras la vida ocupa el primer puesto, el amor le sucede inmediatamente, mentira en la mentira”: Rescataba a la mujer, “Si las prefiero a los hombres es porque ellas tienen la ventaja de ser más desequilibradas, es decir, más complicadas y cínicas, por no hablar de esa misteriosa superioridad que confiere una esclavitud milenaria”. Exaltaba la miseria, “Todas nuestras humillaciones provienen de que no podemos resolvernos a morir de hambre. Pagamos cara esa cobardía. ¡Vivir en función de los hombres, sin vocación de mendigos! ¡Rebajarse ante esos macacos encorbatados, suertudos, infatuados! ¡Estar a merced de esas criaturas, indignas hasta de desprecio!”.
Cioran escribía. Punto seguido. ”Mi idea al escribir un libro es despertar a alguien, azotarle. Un libro debe conmoverlo todo, ponerlo todo en cuestión”. Cioran pensaba. Punto seguido. “Si la vida cobra un sentido para mí, es más bien cuando estoy en la cama y dejo errar mis pensamientos sin objeto. Para mí, el hombre tan sólo existe de verdad cuando no hace nada. En cuanto actúa, en cuanto se prepara para hacer algo, se vuelve una criatura lamentable”. Cioran dinamitaba. Punto seguido. “Hoy el hombre me parece comparable a un escritor que ya no tiene nada que decir, a un pintor que ya no tiene nada que pintar, que ya no siente interés por nada. Lo considero, por ejemplo, incapacitado para producir una religión nueva, profunda. Puede producir, pero como epígono, como imitador”. Cioran debatía. Punto seguido. “Todo lo que he escrito, lo he escrito por esto, por esto y por esto, porque, como ya he dicho, he tenido la ventaja de no ser profesor, de no enseñar, de no practicar profesión alguna y, por tanto, no estar sometido a alguna clase de rigor intelectual”.
De él dijeron que era escéptico, amargado, suicida, un mal ejemplo, un poeta maldito, un escritor marginal. Quienes lo conocieron por mucho tiempo, como Fernando Savater, dijeron que era un hombre medio infantil a veces, llevado y marcado por el asombro. “Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito”.
Quienes lo trataron unas pocas horas, como Ernesto Sábato, escribieron que “contrariamente a lo que muchos presuponen y a lo que yo mismo pensaba, me sorprendió aquel hombre amable, menudo y apesadumbrado, predicador de un nihilismo que no coincidía con él. Más bien era un gran pesimista, por momentos subyugado por un otro, escéptico y descreído. Pero siempre con una sonrisa. En ningún momento un huraño indiferente, por el contrario, uno de esos hombres solidarios con la “desventurada muchedumbre”, como dijera Mallarmé, en búsqueda de alguien que exprese su desazón y su tormento. Quizá podamos referir a él la frase de Strimberg: “No detesto a los hombres, tengo miedo de ellos. Conversamos fraternalmente durante más de cuatro horas, hasta que debí retirarme porque en un café no muy lejano me esperaba mi amigo Severo Sarduy. Descubrí en Cioran la coherencia de un hombre auténtico, y compartimos pensamientos de notable similitud. Como la necesidad de desmitificar un racionalismo que nos ha traído la miseria y los totalitarismos. Como también la imbecilidad de los que creen en el progreso y en el avance de la civilización. ‘Todo se puede sofocar en el hombre, salvo la necesidad de Absoluto, que sobrevivirá a la destrucción de los templos, así como también a la desaparición de la religión sobre la tierra’. Palabras de un filósofo cuya lucidez era producto de sus perplejidades y de su tormento”.
Quienes ni siquiera hablaron con él, escudriñaron su vida para restarle credibilidad a su obra por medio de algunos de sus actos de juventud, como cuando tenía 16 años y participó de un desfile fascista de la Garda de fier (guardia de hierro) rumana, un grupo nacionalista y xenófobo con decenas de miles de seguidores a partir de 1927, o como cuando le escribió a su amigo y referente, Mircea Elíade, que había quedado fascinado por su visita en 1933 a la Berlín de Hitler, e impresionado por la coreografía megalómana del régimen nazi. Él dijo: “La guardia de hierro, de la que, por lo demás, nunca formé parte, fue un fenómeno muy singular (…). estaba considerada un remedio para todos los males, incluido el tedio y hasta las purgaciones. Ese gusto por los extremos habría podido atraer también a mucha gente hacia el comunismo, pero entonces apenas existía y no tenía nada que ofrecer. En aquella época experimenté en mí mismo cómo sin la menor convicción se puede ceder a un entusiasmo. Es un estado que posteriormente he observado con frecuencia y no sólo en personas de veinte años, como aquellas entre las que me contaba yo, sino, por desgracia, también en sexagenarios. Me ha decepcionado mucho”. Francois Bondy le contrapreguntó: “¿Lo tildan con frecuencia de reaccionario?”
Cioran respondió: “Lo niego. Voy mucho más lejos. Henri Thomas me dijo un día: ‘Usted está contra todo lo que ha ocurrido desde 1920’, y yo le respondí: ‘No, desde Adán’”!
Decía que vivió casi siete años, con sus meses y sus días y sus noches prácticamente sin dormir, pero que al mismo tiempo tenía una gran vitalidad “que he conservado y que he vuelvo contra sí misma”. Decía que detestaba escribir, y que había escrito muy poco, que era el hombre más ocioso de París, que la mayor parte del tiempo no hacía nada. Decía que se ganaba la vida por una beca que le había dado la Sorbona, y que comía en el restaurante de los estudiantes, y jugaba a escribir una tesis sobre la ética de Nietzsche, pero que nunca la escribió, que prefirió irse a recorrer Francia en bicicleta. Decía que pese a su inactividad, leía mucho, que había leído unas seis o siete veces cada libro de Dostoievski, y que sólo se sentía capacitado para escribir sobre alguien a quien hubiera releído. Decía que era una tortura aquello de la moda de sacar un libro al año. “Si no, te olvidan”.
Emil M. Cioran. Transilvania. Rasinari, Rumania. París, Francia. 1911-1995. El vacío. La nada. “Breviario de podredumbre”. “Odisea del rencor”. “La tentación de existir”. “En las cimas de la desesperación”. Emil Cioran. Un contemporáneo del diluvio. Un condenado a la vida. Un interlocutor de la nada. Un atormentado, y a la vez, un aburrido. Un defensor del no actuar, un viviente del no objetivo. Un convencido de que todo es nada y de que el insomnio es el tiempo que no pasa. Un hombre a la espera de la muerte y una pequeña muerte todos los días. Un fracasado, que por haber fracasado, comprendió. Un entendido. Un pensador privado, como se definía. Un suicida sin suicidio. Un buscador de ideas. Un titiritero. Un danzarín. Un palabrero. Un músico sin notas, y un nihilista en potencia que conoció a Bach, y que dijo “sin Bach, Dios sería un tipo de tercer orden”. Un aforista que detestaba explicar, y más aún, explicarse. Un provocador por el simple gusto de ver una reacción. Un trágico por sensatez.
Alguna vez, en diciembre de 1989, le dijo a Benjamin Ivry en una entrevista para Newsweek: “El suicidio es capital. Cuando alguien que quiere suicidarse viene a verme, le digo: ‘Es una idea positiva. Puede usted hacerlo en cualquier momento’. La vida no tiene sentido, sólo se vive para morir. Pero es muy importante saber que podemos matarnos cuando queramos. Eso nos calma, nos satisface”. En aquella misma entrevista, dijo que “las catástrofes de la historia son provocadas por los que están demasiado convencidos”. Tres años antes, le había comentado a Fritz J. Raddatz, en una conversación para la revista alemana Die Zeit: “Lo único que me he tomado en serio ha sido mi conflicto con el mundo. Todo lo demás no es para mí sino un pretexto (…). Cuando escribo, el hombre para mí es algo impensable, por decirlo así. Entonces no me preocupo de las posibles consecuencias de una frase, de un aforismo, me siento libre respecto de toda categoría moral”.
Cioran pregonaba el vacío, pero le gustaba escudriñar entre las pequeñas cosas de las pequeñas gentes: “Sin pretender buscar modelos, creo que sólo los griegos fueron verdaderos filósofos, los que vivieron su filosofía. Por eso he admirado siempre a Diógenes y a los cínicos en general”. Condenaba el amor, “Si en la jerarquía de las mentiras la vida ocupa el primer puesto, el amor le sucede inmediatamente, mentira en la mentira”: Rescataba a la mujer, “Si las prefiero a los hombres es porque ellas tienen la ventaja de ser más desequilibradas, es decir, más complicadas y cínicas, por no hablar de esa misteriosa superioridad que confiere una esclavitud milenaria”. Exaltaba la miseria, “Todas nuestras humillaciones provienen de que no podemos resolvernos a morir de hambre. Pagamos cara esa cobardía. ¡Vivir en función de los hombres, sin vocación de mendigos! ¡Rebajarse ante esos macacos encorbatados, suertudos, infatuados! ¡Estar a merced de esas criaturas, indignas hasta de desprecio!”.
Cioran escribía. Punto seguido. ”Mi idea al escribir un libro es despertar a alguien, azotarle. Un libro debe conmoverlo todo, ponerlo todo en cuestión”. Cioran pensaba. Punto seguido. “Si la vida cobra un sentido para mí, es más bien cuando estoy en la cama y dejo errar mis pensamientos sin objeto. Para mí, el hombre tan sólo existe de verdad cuando no hace nada. En cuanto actúa, en cuanto se prepara para hacer algo, se vuelve una criatura lamentable”. Cioran dinamitaba. Punto seguido. “Hoy el hombre me parece comparable a un escritor que ya no tiene nada que decir, a un pintor que ya no tiene nada que pintar, que ya no siente interés por nada. Lo considero, por ejemplo, incapacitado para producir una religión nueva, profunda. Puede producir, pero como epígono, como imitador”. Cioran debatía. Punto seguido. “Todo lo que he escrito, lo he escrito por esto, por esto y por esto, porque, como ya he dicho, he tenido la ventaja de no ser profesor, de no enseñar, de no practicar profesión alguna y, por tanto, no estar sometido a alguna clase de rigor intelectual”.
De él dijeron que era escéptico, amargado, suicida, un mal ejemplo, un poeta maldito, un escritor marginal. Quienes lo conocieron por mucho tiempo, como Fernando Savater, dijeron que era un hombre medio infantil a veces, llevado y marcado por el asombro. “Cioran permanecía en la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales. Nunca abrumaba con displicencia al creyente que balbuceaba frente a él, incluso parecía envidiarle a veces, aunque le cortaba decididamente el paso. Se asombraba sobre todo de que en la vida la maravilla coexistiese con el horror, como ya señaló Baudelaire: somos conscientes de la matanza general que nos rodea y del encanto de Bach. Sólo dos posibilidades permiten soportar los sinsabores de la existencia, ambas en permanente entredicho pero ambas también irrenunciables: la posibilidad del suicidio y la de la inmortalidad. Cioran permaneció siempre entre ambas, escéptico y atónito”.
Quienes lo trataron unas pocas horas, como Ernesto Sábato, escribieron que “contrariamente a lo que muchos presuponen y a lo que yo mismo pensaba, me sorprendió aquel hombre amable, menudo y apesadumbrado, predicador de un nihilismo que no coincidía con él. Más bien era un gran pesimista, por momentos subyugado por un otro, escéptico y descreído. Pero siempre con una sonrisa. En ningún momento un huraño indiferente, por el contrario, uno de esos hombres solidarios con la “desventurada muchedumbre”, como dijera Mallarmé, en búsqueda de alguien que exprese su desazón y su tormento. Quizá podamos referir a él la frase de Strimberg: “No detesto a los hombres, tengo miedo de ellos. Conversamos fraternalmente durante más de cuatro horas, hasta que debí retirarme porque en un café no muy lejano me esperaba mi amigo Severo Sarduy. Descubrí en Cioran la coherencia de un hombre auténtico, y compartimos pensamientos de notable similitud. Como la necesidad de desmitificar un racionalismo que nos ha traído la miseria y los totalitarismos. Como también la imbecilidad de los que creen en el progreso y en el avance de la civilización. ‘Todo se puede sofocar en el hombre, salvo la necesidad de Absoluto, que sobrevivirá a la destrucción de los templos, así como también a la desaparición de la religión sobre la tierra’. Palabras de un filósofo cuya lucidez era producto de sus perplejidades y de su tormento”.
Quienes ni siquiera hablaron con él, escudriñaron su vida para restarle credibilidad a su obra por medio de algunos de sus actos de juventud, como cuando tenía 16 años y participó de un desfile fascista de la Garda de fier (guardia de hierro) rumana, un grupo nacionalista y xenófobo con decenas de miles de seguidores a partir de 1927, o como cuando le escribió a su amigo y referente, Mircea Elíade, que había quedado fascinado por su visita en 1933 a la Berlín de Hitler, e impresionado por la coreografía megalómana del régimen nazi. Él dijo: “La guardia de hierro, de la que, por lo demás, nunca formé parte, fue un fenómeno muy singular (…). estaba considerada un remedio para todos los males, incluido el tedio y hasta las purgaciones. Ese gusto por los extremos habría podido atraer también a mucha gente hacia el comunismo, pero entonces apenas existía y no tenía nada que ofrecer. En aquella época experimenté en mí mismo cómo sin la menor convicción se puede ceder a un entusiasmo. Es un estado que posteriormente he observado con frecuencia y no sólo en personas de veinte años, como aquellas entre las que me contaba yo, sino, por desgracia, también en sexagenarios. Me ha decepcionado mucho”. Francois Bondy le contrapreguntó: “¿Lo tildan con frecuencia de reaccionario?”
Cioran respondió: “Lo niego. Voy mucho más lejos. Henri Thomas me dijo un día: ‘Usted está contra todo lo que ha ocurrido desde 1920’, y yo le respondí: ‘No, desde Adán’”!