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Republicano. Del Barcelona. Durante su infancia no escuchó tanto sobre la Transición. Su padre, que había estado afiliado al Partido Comunista, evocaba algunos recuerdos, algunos pocos. Fue hasta que tuvo poco más de veinte años cuando se enfrentó a la historia de Enrique Ruano, un estudiante muerto durante un interrogatorio policial en 1969, y Lola González y Francisco Javier Sauquillo, víctimas de la matanza de Atocha, el 24 de enero de 1977, la noche en que un bufete de abogados laboralistas fue atacado por miembros de la extrema derecha.
A Padilla, el editor Sergio Suárez le habló de Lola González. “Fue él, un amigo, una especie de mentor, el que me introdujo en todo esto. Empecé a hacer entrevistas y a saber de ella. Pero al principio tampoco tenía muy claro si iba a hacer un libro o qué. Con las entrevistas llegué a la hermana de Enrique Ruano, Margot Ruano. Enrique era el primer novio de ella [González], me pareció que había que hacer algo serio porque nadie había hecho nada”. Luego dio con que Sauquillo y González eran novios en 1977.
Durante un año y medio, Padilla hizo sesenta entrevistas y consultó material de archivo de la Universidad Complutense de Madrid, la Hemeroteca Nacional de España y archivos policiales, en los que encontró los expedientes de Ruano, González y Sauquillo; en la Universidad de Navarra encontró el insidioso editorial que Torcuato Luna de Terra escribió contra Enrique Ruano; y del Partido Comunista: “En España se hace poca no ficción narrativa. Quizá falta tradición. La mayor parte de las narrativas de la Transición se basan en el estudio de las élites políticas: de cómo los distintos actores, desde el rey, Adolfo Suárez, la oposición, el franquismo, las personas del búnker, fueron negociando y llegando a acuerdos para que saliera adelante el proceso. Hay otra parte que se centra en aspectos de la violencia y los números que hubo. Lo que yo intentaba era reflejar la historia de estas tres personas y a partir de ahí ver claves de cómo pensaban por lo menos desde el movimiento antifranquista, que era profundamente heterogéneo y que, para mi sorpresa, no era favorable a la democracia participativa que luego se puso; ellos querían la revolución socialista”.
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¿Cómo analiza hoy a España en relación con ese proceso?
Es evidente que de los años 60 a los años 80 España dio un cambio muy positivo. La Transición cambió el país: antes no podías manifestarte o la Policía podía torturarte. Aun así, el proceso tuvo muchos fallos fundamentales y deficiencias; entonces, tampoco es que el proceso fuera el ejemplo de lo que todos los países debieran hacer ni mucho menos. Fue un proceso muy violento; hubo muchísima violencia tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda. Muchos de los crímenes de los años 40 del franquismo nunca fueron juzgados ni hubo un proceso de reparación a las víctimas. No hubo una renovación suficiente tanto de las élites políticas como de las económicas y de los elementos represivos del régimen, que en su mayoría no fueron castigados.
Hasta cierto punto, esos procesos están abiertos. La mayoría de heridas están resquebrajadas. Hay gente que aún tiene muertos en las cunetas. Gente mayor siente que, hasta cierto punto, el proceso no ha culminado. Una vez dicho eso, España se convirtió en una democracia homologable al resto de Europa cuando antes era un régimen.
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¿Desde qué lugar se deben pensar los procesos de memoria y reparación?
Depende de la historia del país. En el caso español es evidente que si se hace un proceso de memoria serio, sería sobre todo para reivindicar a víctimas de la izquierda, porque, al fin y al cabo, es una historia de cuarenta años que reprimió a la izquierda duramente. En la guerra civil pudo haber víctimas de los dos lados, pero de un lado recibieron todo tipo de compensación durante cuarenta años, del otro, no; luego solo hubo víctimas de izquierda, que además fueron sistemáticamente buscadas y eliminadas. De hecho, algunos historiadores como Paul Preston hablan de holocausto español y quizás es exagerado, no lo sé, pero lo que quiero decir es que hubo una represión clara. La Transición, en parte, se hizo como si no hubiera pasado eso. La idea era desentrañar todas las heridas como si no hubiera habido vencedores y vencidos, y resulta que sí los había habido. Entonces, si se hace un proceso de memoria, indudablemente en España va a tener un tinte no de izquierda, pero sí de reivindicar a una serie de figuras de izquierda que fueron reprimidas.
¿Lee la Transición como un negacionismo de lo que pasó?
Yo creo que la idea era no enjuiciar a los anteriores, era decir “borrón y cuenta nueva”. Un borrón y cuenta nueva es un poco tramposo, porque había habido cuarenta años de dictadura. La izquierda aceptó la amnistía porque así pudieron salir de la cárcel. Era un intercambio en el que salió ganando la centro derecha, porque la derecha no salió ganando del proceso: estaba en contra de la Transición, en contra del rey y de la figura de Adolfo Suárez, porque les estaban democratizando el país. Los que lideraron el proceso fueron una especie de centro derecha y luego la izquierda se acopló. Cuando hablamos de memoria de la Transición, creo que hay que matizar porque la idea de que no hubo vencedores y vencidos es falaz. Hubo vencedores del sector nacional de la guerra civil que impusieron una dictadura.
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¿Encuentra alguna relación con que en los procesos de memoria surjan expresiones artísticas?
El hecho de que sean momentos tan raros, en el sentido de que todo cambia, todo está un poco por hacer, genera muchas corrientes artísticas y mucha gente que quiera hacer cosas relacionadas con ese momento. En España hubo, hasta cierto punto, una explosión de creatividad, pero tampoco hay que exagerar: a finales de los 60, cuando aún estaba el franquismo, había muy buenos grupos de música, muy buenos pintores, y luego en los 80 también. Quiero decir que hubo un cambio institucional, es evidente, pero en España ha habido buenos escritores antes y después de la Transición.
¿Qué complejidad tiene el concepto de “verdad”?
El problema es que al hacer memoria, cuando tú le preguntas a la gente, cada uno tiene una visión bastante subjetiva de lo que ocurrió, pero que hasta cierto punto, al menos en la mayoría de los casos, son visiones plenamente legítimas y no es cuestión de que venga alguien desde fuera y les diga cómo tienen que pensar sobre su propia vida. Entonces, llegar a una verdad es demasiado complicado, porque todo es un poco de intersubjetividades. Una cosa es esa. Y otra cosa es que hay que saber qué ocurrió. Habría que separar el proceso de investigación histórica, desde un punto de vista más objetivo y con una metodología; y luego la parte de reparación y de memoria, que quizás es algo más colectivo y trata también de divulgar lo que ocurrió y de que la gente cuente cómo vivió esos dos momentos. Y hasta cierto punto las dos cosas se parecen, pero no creo que sean idénticas. La memoria colectiva tiene que ver con cómo un país se ve a sí mismo, pero la historia tiene más que ver con cómo ocurrieron las cosas.
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¿Los cambios sociales sólo se logran cuando llegan a instituciones políticas?
No está clara la respuesta. Desde una perspectiva liberal o social demócrata, se piensa que la manera de conseguir cambios sociales es que tienes un partido político, te integras dentro del sistema y dentro de ese sistema eres capaz de impulsar cambios, y desde esa perspectiva se han conseguido cambios a lo largo de la historia. Hay otras vertientes que dicen que la mayoría de cambios sociales no se han conseguido así, sino que se han conseguido desde fuera de instituciones; en el caso de estos académicos, hablan de las leyes de pobres en Estados Unidos y cómo fue mejorando la situación de las clases más humildes, o también se podría hablar de los movimientos de derechos civiles, de que se consiguen cambios parciales luego más reconocibles. Pero esto es complejo, se pueden conseguir cambios desde adentro de las instituciones, pero también hay situaciones en que solo desde fuera se pueden conseguir.