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Su muerte fue la síntesis de lo que había sido su vida. Un destartalado y oscuro callejón, la noche, algún gato negro, sus pasos tambaleantes, la locura desbordada, alucinaciones, terror… Edgar Allan Poe llegó a Baltimore el 6 de octubre de 1849, procedente de Virginia. Se quejaba de escalofríos. Se sentía débil pero estaba feliz, feliz como muy pocas veces antes. Iba rumbo a Nueva York después de haber dictado algunas charlas sobre su poesía y la poesía en Richmond, en las que concluyó que su único fin era ella misma. Quienes lo vieron lo percibieron elegante, atildado, fino. Él fue, por aquellos días de otoño, su mejor obra. Lo bello que tanto había defendido. Lo Bello, en mayúsculas, que al lado del desapego por las ambiciones, el amor de una mujer y la vida al aire libre había incluido en The Domain of Arnhaim como sus máximas prioridades para acceder a la felicidad.
Poe, escribió tiempo después Charles Baudelaire, era “de singular belleza. Tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias revelaban las facultades desbordantes que están encargadas de representar —construcción, comparación, causalidad— y donde predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad, el sentido estético por excelencia. Tenía unos ojos grandes, sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso, tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste, aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente velada por una melancolía habitual”.
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La noche de su muerte iba con aquella melancolía a cuestas. Ingresó en una taberna, según Baudelaire, “para tomarse un excitante cualquiera”. Allí se encontró con algunos viejos amigos. Con ellos habló de sus misteriosos tiempos juveniles en San Petersburgo y recordó, dijeron luego algunos curiosos, cuando se quedó sin pasaporte, solo y tirado en el piso, y lo salvó de terminar en prisión un cónsul de apellido Middleton. También habló de poesía, de la belleza y la muerte, y dejó como de sobremesa una frase suya de El gato negro que ya era de todos y de nadie “¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?”. Entonces se despidió y salió a la calle. “A la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba —escribió Baudelaire—, fue encontrado un cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su real sello. Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles ni dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de 37 años, vencido por el delirium tremens, ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos veces”.
Bajo la sombra de su melancolía o de la euforia, de sentirse él mismo uno de sus personajes o un simple gato aterrorizado, de creerse inmortal o efímero, Poe solía despreciar a la humanidad, “un tropel de miserables”, y a los Estados Unidos, “un pueblo sin aristocracia donde el culto de lo Bello sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer”. Los dos, hombres y nación, supieron vengarse de él, en vida y después de su muerte. Lo apartaron y difamaron, lo escupieron y humillaron. Fueron su obra, sus personajes y tramas, su estilo y sus reflexiones los que lo volvieron inmortal. Su obra, que era el origen de sus posteriores delirios, o la consecuencia de ellos, también fue su tragedia y su bendición. Poe, decían, dijeron, era incapaz de vivir sin sentir la emoción de escribir, de crear una situación, de inventar un personaje. La literatura era su venganza contra el mundo, y esa especie de misticismo en el que caía lo llevaba al licor.
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El licor, entonces, lo devolvía después a su sed de ficciones. El mundo no tenía sentido como era. El mundo debía reinventarse, volverse bello, honesto, leal, digno, y sólo podía serlo desde las letras, y sólo allí, en las letras, Poe era él.
Fue él escribiendo ácidas críticas literarias en periódicos como The Southern Baltimore Messenger. Fue él cuando compuso sus varios libros de poemas y al escribir cada uno de ellos. Fue él, su melancolía y el augurio de la muerte en El cuervo, y él en el somnoliento ritmo de El durmiente. Fue él, cien mil veces él, olvidando la muerte de sus padres cuando era niño, y el abandono de su protector, John Allan, por haber comenzado a perderse en las drogas y el alcohol, cuando decidió escribir cuentos para sobrevivir. Fue él creando El escarabajo, la historia de la búsqueda de un tesoro enterrado; Los crímenes de la calle Morgue, el relato de unos misteriosos asesinatos investigados por Auguste Dupin; El pozo y el péndulo, una trágica pintura de crueldad, y decenas de cuentos más que lo liberaban de sus ansias. Poe fue asesino, vengador y verdugo, e incluso, en una novela que dejó inconclusa y tituló La narración de Arthur Gordon Pym, fue antropófago en los últimos confines del universo que eran blancos y sólo blancos.