Eduardo Gómez Patarroyo: “La búsqueda incesante” y la libertad realizada

Notas en torno a la novela de vida del poeta y profesor Eduardo Gómez, quien falleció el pasado 19 de agosto.

Hernán Darío Correa (sociólogo y editor)
22 de agosto de 2022 - 01:59 p. m.
Eduardo Gómez (1932-2022) fue un poeta colombiano y profesor de literatura.
Eduardo Gómez (1932-2022) fue un poeta colombiano y profesor de literatura.
Foto: Archivo Particular
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Para Juan David

Se acaba de ir Eduardo Gómez, uno de los últimos colombianos que pudieron recordar la primera vez que vieron un automóvil, un tren o un avión, que en su caso sucedió, respectivamente, en los años treinta cuando la comitiva de Alfonso López y Alberto Lleras llegó a su aldea en Boyacá; en el año 44, y en 1950; y sobre todo porque pudo ligar estos acontecimientos a través de una reflexión poética y narrativa, con la configuración definitiva de la modernidad entre nosotros.

Sus primeros pasos se desplegaron durante la República Liberal (1930-1945), que jalonó y sentó las bases de la modernización del país (“en unas pocas décadas viví la vida de un siglo”), interrumpida de forma trágica por el cruento regreso de los conservadores al poder, que ensangrentaron el país en procesos que apenas ahora estamos empezando a superar, y que le hicieron decir a Eduardo al final de sus días, en uno de sus poemas: “Nuestra paz necesita demasiadas tumbas / y la guerra demanda demasiadas vidas. / Caminamos siglos sin llegar casi nunca, / y todavía alguien canta en la quietud de los pantanos”.

Ligado a la poesía desde su primera infancia, escribió:

“Vengo de una infancia aureolada de soles / y custodias de oro que hacían soñar / con algún cielo florecido de vírgenes y ángeles / demasiado remoto para despertar deseos. // Vengo de montañas frescas y aurorales / que protegen en sus pliegues recónditos a un río / –el que canta indescifrables viajes sin regreso– / y nutren bosques donde quedó flotando / la voz de un niño perdido para siempre. // Vengo de casas conventuales y sombrías / donde castas mujeres alejadas del mundo / laborando rezaban y gorjeando esperaban / morir en paz y un cielo como premio / a sus menudas luchas y domésticas cuitas. // Sus voces sedantes todavía resuenan / suavizando pesadillas con humildes palabras. // Allí varones con dignidad se empobrecían / hablando mal del godo raso y de la Santa Trinidad. // Soñé con la existencia remota de los muertos / aferrado a la reja de un blanco cementerio / en noches de luna llena entre los pinos. / Creí en la relación entre dioses y animales / y entre madres muertas y árboles susurrantes. / Quise permanecer fiel a los juegos de infancia / y burlar los deberes del adulto enjaulado / al explorar desnudo el laberinto del mundo / arriesgando el perderme para poder encontrarme. // Porque la contradicción extrema fue mi sino / me tocó contemplar de lejos lo que amaba / y padecer por dentro lo que odiaba / volar muy alto para conocer el abismo / y sumergirme en el fango para vislumbrar las alturas”. (“Orígenes”, de su libro La noche casi aurora, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2011).

Muy pronto en sus años hizo de la lectura su refugio y su propio vehículo para viajar por la vida, la cual le permitió abrir caminos para esa modernización a través de la cátedra universitaria y de sus obras literarias, que abarcaron la novela, la poesía, el teatro, el ensayo, sus Memorias críticas de un estudiante de humanidades en Alemania socialista, y su monumental novela-río final, de reciente edición por parte del Centro de Estudios Estanislao Zuleta: La búsqueda insaciable (Medellín, Proyecto ediciones -de dicho Centro-, septiembre de 2020. Tomo I, “Novela”, 656 páginas; y Tomo II, “El regreso”, 632 páginas), cuyos epígrafes son asertos de Nietzsche, Marx, Hölderlin y Gramsci, algunos de sus autores preferidos.

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En ellos se resumen las aristas de su complejo y hondo periplo vital, ligadas al saber y a la búsqueda incesante de sí mismo en el ser de la poesía, la literatura y la filosofía, y en los placeres más íntimos y secretos. Los epígrafes: “¿Cuál es la señal de la libertad realizada? No sentir vergüenza de sí mismo”. “Nuestro saber es la forma más débil de nuestra vida instintiva: por eso es tan impotente contra los instintos poderosos” (Nietzsche). “Los hombres hacen su propia historia, pero no a su libre arbitrio, sino bajo las que se encuentran directamente, que existen y son trasmitidas desde el pasado” (Marx). “Tú, que permaneciste fiel… vamos, resplandece ya, hora de la creación nueva, ven a sonreírnos, dulce edad de oro…” (Hölderlin). “Si se rehace al hombre y se devuelve al espíritu su frescura, haciendo nacer una nueva vida afectiva, entonces sí surgirá una nueva poesía” (Gramsci).

Amigo de Estanislao Zuleta desde sus primeros tiempos en la capital, prologó la primera edición de la obra cumbre de éste, Thomas Mann, la montaña mágica y la llanura prosaica (Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1977), y recreó el inicio de esa amistad en aquella novela-río, donde nos asoma a los cafés-tertulia de los años 50, en uno de los cuales inició un sicoanálisis con aquel en medio de recurrentes conversaciones y cervezas; e hizo el retrato de su amigo a partir de algunos de los perfiles de su primera juventud: “Estaba de acuerdo con la lucidez básica de sus afirmaciones, pero pensaba que generalizaban demasiado y condenaban unilateralmente y sin apelación. (…) Pensó entonces que era imposible discutir ese tema con su amigo, porque a éste le faltaban vivencias apasionadas y su vida había sido demasiado influida por una lucidez abstracta; no había padecido el amor-pasión sin esperanza, y su sensualidad había sido demasiado auto-investigada y controlada. (…) Por el método freudiano ortodoxo se podía entender, pero no propiamente comprender”. Sin embargo, unas páginas adelante, también relata: “Si el marxismo era único para aportar criterios decisivos que permitieran comprender el contexto, la estructura social y política determinantes en un proceso existencial de cualquier sujeto, también era cierto que necesitaba ser enriquecido con el psicoanálisis y el existencialismo sartreano, había concluido Baldomero (Zuleta, en la novela), después de una larga exposición que causó impresión en su pequeño círculo de oyentes, (en una) de las lecturas dominicales en grupo de Les Temps Modernes en su apartamento”.

Y luego Eduardo se abre en su relato, a su propio camino: “Abandonaba entonces, de pronto, la seriedad tensa de sus amigos filosofantes, y se internaba en los caminos de sombra y asombro del Centro de la ciudad”.

E ingresó a la Universidad. Dirigente estudiantil de la Federación de Estudiantes Colombianos, FEC, que libró las luchas universitarias a partir de la masacre de estudiantes del año 54 por parte del régimen de Rojas Pinilla, que condujeron a la renuncia del rector militar que éste impuso en la Universidad Nacional, y luego a su derrocamiento; como pocos fue un exponente del grupo de intelectuales, escritores y artistas que se constituyeron en puentes espirituales que pasaron por encima o por debajo de la década siniestra de La Violencia de los años 50, y ligaron aquella República que había fundado bibliotecas públicas y escolares, las ferias de libro de Bogotá, la Escuela Normal Superior y el Instituto Etnológico Nacional, y la moderna investigación social, con la creación de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional en los años 60, por parte de algunos profesores y alumnos de aquellas instituciones educativas, y con la explosión contracultural y política de los años 60 y 70, cuyo primer lustro pasó en la RDA estudiando literatura europea y teatro, becado por el programa que dirigían Gerardo Molina, Luis Carlos Pérez, Jorge Vallejo y Jorge Zalamea, para luego, a su regreso, ocuparse de formar casi tres generaciones de estudiantes en varias universidades, y especialmente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes, donde trabajó durante treinta y siete años…

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Alternado esa paciente y sostenida tarea, escribió, siempre, desde sus primeros recuentos sobre su infancia y su primera juventud (“Novela autobiográfica”, en el Tomo I de la novela citada, páginas 49-340), hasta su más avanzada edad, cuando escribió sus memorias en esa última novela de dos tomos, en la cual articula textos diversos que nos pasean por el laberinto europeo de los años 50-60, en cuyos recodos se detiene para contar su aprendizaje del idioma alemán y sus lecturas de los clásicos literarios, teatrales (trabajó con el grupo de Bertolt Brecht, y produjo un libro sobre el Berliner Ensamble), filosóficos, de la política, la historia, el sicoanálisis y la sociología, en medio de los debates de la época sobre el socialismo, la crítica del capitalismo y de la sociedad de consumo y su moralidad sexual, la crítica literaria, entre otros, es decir, los temas que ya lo habían ocupado en las tertulias bogotanas… Solo que ahora estaba atesorando miradas, conceptos y referencias que traería al país, como lo hicieron algunos otros de su generación que salieron del país y a su regreso consolidaron con su magisterio el advenimiento de la modernidad plena que se expresó en las luchas sociales y universitarias de las dos décadas siguientes…

En efecto, a su regreso se reencontró con Baldomero (Tomo II, páginas 248 y ss), a quien le hizo el recuento de su experiencia europea, y de cómo ante los abismos que abrió la modernidad en el mundo moderno, tanto en Europa como en el país, pulió sus principios a la hora de continuar su “búsqueda incesante”, finalmente condensados en un poema que leyó, el cual “Baldo aprobó sin reservas”:

“¿Para qué escribir pequeños versos / cuando el mundo es tan vasto / y el estruendo de las ciudades ahoga la música? / En esta lucha de gigantes / se necesitan armas de vasto alcance. / En este duelo a muerte / las canciones embriagan o adormecen. / Está en juego la sangre de generaciones / y de pueblos / y un mundo abierto al hombre infinito / por nacer. / Está en juego demasiado / para arriesgarlo todo solamente al azar de la palabra. / Es hora de glorificar a otros hombres y otros hechos / Es hora de buscar situaciones / en donde la palabra sea necesaria / y de convivir con aquellos / para quienes la palabra es liberación. / Solamente la palabra que ponga en peligro / el poder de los tiranos y los dioses / es digna de ser pronunciada o escrita”. (“Restauración de la palabra”, publicado en el libro del mismo título, varias ediciones).

Y de nuevo se abrió a las calles de sombra y asombro de Bogotá… “Era el momento en que el cura Camilo Torres se encontraba en su apogeo de su prestigio como líder muy carismático y audaz”. Y se hizo redactor del periódico Frente Unido, como un “segundo experimento en el que Randolph (su alter-ego en la novela), intentó hacer política… , ante cuyo fracaso (”a la muerte de Camilo el Frente Unido se disolvió…”), “su relación con la política sería indirecta a través de la creación literaria”. Pero no dio ese paso sin hacer un balance personal en la renovada tertulia con su amigo Baldo, quien “con una sonrisa, expresó”: “Las derrotas de la izquierda independiente son la mejor manera de permanecer fijados a una especia de juventud perpetua que siempre está haciendo proyectos para un futuro hipotético”. Y no dejó de preguntarse: “¿Qué importancia tendremos en esa creación grandiosa los que pretendemos aportar con el soplo de las palabras?”.

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Entonces volvió a los cafés, esta vez, entre otros, a El Cisne, a donde “no iban los exponentes verdaderamente importantes de la literatura y el arte: ni León de Greiff, ni Aurelio Arturo, ni Jorge Zalamea, ni Eduardo Caballero Calderón, ni Pedro Gómez Valderrama, ni los integrantes de las revistas más significativas. En cambio, el pintor Enrique Grau, que en ese momento comenzaba su ascenso, reclutaba en El Cisne a muchos de los asistentes para hacer fiestas carnavalescas y satíricas”.

Y finalmente, llegó a su propio espacio de libertad, donde dejó de tener vergüenza por su excentricidad, su lucidez y su profundo desacuerdo con el rumbo de la sociedad capitalista, y con los extravíos de la crítica por parte de la misma izquierda, en medio de una abierta interacción con los demás, y especialmente con la juventud: el espacio de la cátedra.

“No se trataba, entonces –pensaba Randolph- de un trabajo más para ‘ganarse la vida’, sino de un aprendizaje integral que exigía una permanente superación. Las anotaciones que colocaba sobre la mesa le servían muy poco porque no tenía tiempo de mirarlas de reojo, de modo que una mínima fluidez de la exposición no fuera interrumpida, pero las tenía a mano como una especie de garantía para casos especiales. Procuraba no mirar fijamente los rostros, sino al fondo de la sala, para no distraerse con los intangibles pequeños focos de energía juvenil que se concentraba en él. Al oírse hablar, evaluaba vagamente, al mismo tiempo, la calidad expresiva y sintáctica de sus clases, y cuando una ocurrencia nueva, no prevista en la preparación, plasmaba una idea interesante, lo recorría una sensación de satisfacción y seguridad que garantizaba, al menos por un rato, la presunción de que estaba acertando”.

Por Hernán Darío Correa (sociólogo y editor)

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