Eduardo Ramírez Villamizar: sesenta años de dibujo
De nuevo puede verse en la galería Salón Comunal una muestra del archivo del maestro. Esta vez, la exhibición se centra en bocetos que son el andamiaje y el sustento de una obra desarrollada a lo largo de toda una vida.
Juan David Zuloaga D.
Si en la exposición que organizaron el año pasado —Mi querido abstracto— en Salón Comunal dieron prelación a las influencias artísticas y biográficas que tuvo el maestro en el triángulo vital que enmarcaron Bogotá, París y Nueva York (soportadas en fotografías, correspondencia y catálogos), ahora se centra en bocetos que son el andamiaje y el sustento de una obra desarrollada a lo largo de toda una vida. Tales bocetos tienen al menos tres particularidades: la cercanía que guardan con la obra o la serie que soportan y el hecho de que —por la precisión y la ligereza del trazo, por la pulcritud de los folios, por el cuidado y la delicadeza en la ejecución— constituyen, más que un esbozo, una obra en sí mismos.
No son, entonces, una obra en potencia (o al menos no son sólo eso), sino una obra acabada, a su modo, que encontraba su culminación cuando el maestro la transponía a los medios finales en los que ésta se expresaba; bien el hierro para la escultura, bien el óleo, el acrílico y el papel para sus pinturas y sus relieves. La tercera particularidad es una economía admirable en el uso de los recursos: le bastan a veces dos trazos para dibujar una silueta, para evocar un cuerpo humano; le bastan unos pocos papeles para estructurar el andamiaje de una escultura o el cuerpo de un mural. Gracias a esa misma economía, en la serie de dibujos del año 2004, cuando el artista pasaba largas temporadas en La Vega, vemos unos corchetes convertidos en piña, unos cuantos triángulos hechos una calabaza o dos figuras geométricas trocadas en un racimo de bananos.
Los dibujos, como no podría ser de otra manera, delatan el entorno del creador. Los de París remiten a tres referentes claros, que eran los mismos hitos que tenían buena parte de los artistas que vivieron en la Francia de entonces: Braque, Picasso y Matisse, además de, en su caso, la influencia notoria y notable de Victor Vasarely; la serie de las monjas muertas —ya tardía— deja intuir la cercanía de la muerte, o en todo caso la muerte como problema artístico y como reflexión pictórica, y en la serie de La Vega contemplamos ejemplares de la vegetación y los frutos de esa tierra que lo acogió los últimos años de su vida.
La muestra, que se puede visitar hasta el 27 de julio, fue seleccionada y curada de manera sutil y —¿por qué no decirlo?— exquisita por Bernardo Montoya y Nicolás Bonilla. Artista e historiador de arte el primero, artista y director de la Corporación Eduardo Ramírez Villamizar el segundo. Enmarcados de manera cuidadosa, fueron expuestos los dibujos sobre unas paredes grises que le dan solemnidad y le otorgan aire de museo a lo que otrora fuera casa y ahora es galería. Dos collages y tres esculturas completan la muestra; dos de ellas en el jardín de la galería y una más en el interior coronando el recorrido de los dibujos.
Hay, en la selección, verdaderas curiosidades, como su estudio de la proporción áurea, tan emparentado, por otra parte, con su colección de caracoles. El dibujo de lo que luego sería el mural El Dorado (1958) en el edificio del Banco de Bogotá; un collage idéntico en su composición, inferior en sus proporciones, a su pintura Copa guitarra de 1957...
El dibujo siempre estuvo presente a lo largo de su trayectoria, aun cuando no fuera más que como germen que le dio nacimiento a la obra; fue su vehículo primigenio y principal para aprehender y conocer la realidad que luego transfiguraba en arte; fue siempre el primer escalón de cada una de sus creaciones. De estos bocetos que, como decía, son obras, se aprecia la constancia y la fecundidad del trabajo, casi como si se tratara de un diario (y no sé por qué digo casi), y se aprecia también el empeño puesto en ellos, pues esos que observa el visitante son la simiente de una escultura, de una pintura, de un mural... Por eso —es decir, por el cuidado y el esmero que puso el artista en cada uno de ellos, porque dan cuenta de la investigación plástica del maestro, de sus procesos creativos y de pensamiento— las obras expuestas tienen un valor por sí mismas. Mostrarlo de modo cabal es, a mi juicio, el mayor logro y lo que constituye la grandeza de la exposición.
La muestra, que saca a la luz más de cincuenta trabajos del artista comprendidos entre el año 1946 y el año 2004, continúa desempolvando el archivo del maestro, tal y como ocurrió con la exposición que en ese mismo espacio se organizara el año pasado. Esperemos, entonces, que vengan otras tantas que nos permitan seguir profundizando en el conocimiento de una de las obras más importantes y singulares del arte colombiano en el siglo XX.
Si en la exposición que organizaron el año pasado —Mi querido abstracto— en Salón Comunal dieron prelación a las influencias artísticas y biográficas que tuvo el maestro en el triángulo vital que enmarcaron Bogotá, París y Nueva York (soportadas en fotografías, correspondencia y catálogos), ahora se centra en bocetos que son el andamiaje y el sustento de una obra desarrollada a lo largo de toda una vida. Tales bocetos tienen al menos tres particularidades: la cercanía que guardan con la obra o la serie que soportan y el hecho de que —por la precisión y la ligereza del trazo, por la pulcritud de los folios, por el cuidado y la delicadeza en la ejecución— constituyen, más que un esbozo, una obra en sí mismos.
No son, entonces, una obra en potencia (o al menos no son sólo eso), sino una obra acabada, a su modo, que encontraba su culminación cuando el maestro la transponía a los medios finales en los que ésta se expresaba; bien el hierro para la escultura, bien el óleo, el acrílico y el papel para sus pinturas y sus relieves. La tercera particularidad es una economía admirable en el uso de los recursos: le bastan a veces dos trazos para dibujar una silueta, para evocar un cuerpo humano; le bastan unos pocos papeles para estructurar el andamiaje de una escultura o el cuerpo de un mural. Gracias a esa misma economía, en la serie de dibujos del año 2004, cuando el artista pasaba largas temporadas en La Vega, vemos unos corchetes convertidos en piña, unos cuantos triángulos hechos una calabaza o dos figuras geométricas trocadas en un racimo de bananos.
Los dibujos, como no podría ser de otra manera, delatan el entorno del creador. Los de París remiten a tres referentes claros, que eran los mismos hitos que tenían buena parte de los artistas que vivieron en la Francia de entonces: Braque, Picasso y Matisse, además de, en su caso, la influencia notoria y notable de Victor Vasarely; la serie de las monjas muertas —ya tardía— deja intuir la cercanía de la muerte, o en todo caso la muerte como problema artístico y como reflexión pictórica, y en la serie de La Vega contemplamos ejemplares de la vegetación y los frutos de esa tierra que lo acogió los últimos años de su vida.
La muestra, que se puede visitar hasta el 27 de julio, fue seleccionada y curada de manera sutil y —¿por qué no decirlo?— exquisita por Bernardo Montoya y Nicolás Bonilla. Artista e historiador de arte el primero, artista y director de la Corporación Eduardo Ramírez Villamizar el segundo. Enmarcados de manera cuidadosa, fueron expuestos los dibujos sobre unas paredes grises que le dan solemnidad y le otorgan aire de museo a lo que otrora fuera casa y ahora es galería. Dos collages y tres esculturas completan la muestra; dos de ellas en el jardín de la galería y una más en el interior coronando el recorrido de los dibujos.
Hay, en la selección, verdaderas curiosidades, como su estudio de la proporción áurea, tan emparentado, por otra parte, con su colección de caracoles. El dibujo de lo que luego sería el mural El Dorado (1958) en el edificio del Banco de Bogotá; un collage idéntico en su composición, inferior en sus proporciones, a su pintura Copa guitarra de 1957...
El dibujo siempre estuvo presente a lo largo de su trayectoria, aun cuando no fuera más que como germen que le dio nacimiento a la obra; fue su vehículo primigenio y principal para aprehender y conocer la realidad que luego transfiguraba en arte; fue siempre el primer escalón de cada una de sus creaciones. De estos bocetos que, como decía, son obras, se aprecia la constancia y la fecundidad del trabajo, casi como si se tratara de un diario (y no sé por qué digo casi), y se aprecia también el empeño puesto en ellos, pues esos que observa el visitante son la simiente de una escultura, de una pintura, de un mural... Por eso —es decir, por el cuidado y el esmero que puso el artista en cada uno de ellos, porque dan cuenta de la investigación plástica del maestro, de sus procesos creativos y de pensamiento— las obras expuestas tienen un valor por sí mismas. Mostrarlo de modo cabal es, a mi juicio, el mayor logro y lo que constituye la grandeza de la exposición.
La muestra, que saca a la luz más de cincuenta trabajos del artista comprendidos entre el año 1946 y el año 2004, continúa desempolvando el archivo del maestro, tal y como ocurrió con la exposición que en ese mismo espacio se organizara el año pasado. Esperemos, entonces, que vengan otras tantas que nos permitan seguir profundizando en el conocimiento de una de las obras más importantes y singulares del arte colombiano en el siglo XX.