El abastecimiento del poeta
Un texto a modo de reflexión sobre la poesía y el oficio del poeta.
Jose Hoyos
Estoy sentado leyendo a un poeta, qué privilegio. Es una suerte acompañarse de un poeta. Él y yo jamás nos hemos visto y ¡cuánto me conoce! Sabe de mis miedos y desarreglos y, desde hace un siglo, escribió para mí. Para escribir buenos versos primero hay que saquear toda una vida. Con razón Rilke dice que “los versos no son sentimientos sino experiencias”. Para dar con un buen verso, uno solo, primero es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y sucesos, haber asistido a la natural incomprensión humana, haber recuperado y perdido la suerte, conocer los animales y las corrientes marinas, haber oído gritos de parturientas y tocado la piel de un cadáver tibio. Y es necesario que esos recuerdos circulen con la sangre. De ser así, entonces los primeros treinta o cuarenta años de un poeta equivalen a un largo recorrido con los ojos bien abiertos durante el cual se come una manzana y se espera una provechosa digestión. Durante esa edad se debería tocar el ukulele en algún vagón de tren o navegar con naufragio o escalar alguna cima en lugar de estar borroneando páginas. Reunir provisiones para recorrer la gran distancia.
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Estoy sentado leyendo a un poeta, qué privilegio. Es una suerte acompañarse de un poeta. Él y yo jamás nos hemos visto y ¡cuánto me conoce! Sabe de mis miedos y desarreglos y, desde hace un siglo, escribió para mí. Para escribir buenos versos primero hay que saquear toda una vida. Con razón Rilke dice que “los versos no son sentimientos sino experiencias”. Para dar con un buen verso, uno solo, primero es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y sucesos, haber asistido a la natural incomprensión humana, haber recuperado y perdido la suerte, conocer los animales y las corrientes marinas, haber oído gritos de parturientas y tocado la piel de un cadáver tibio. Y es necesario que esos recuerdos circulen con la sangre. De ser así, entonces los primeros treinta o cuarenta años de un poeta equivalen a un largo recorrido con los ojos bien abiertos durante el cual se come una manzana y se espera una provechosa digestión. Durante esa edad se debería tocar el ukulele en algún vagón de tren o navegar con naufragio o escalar alguna cima en lugar de estar borroneando páginas. Reunir provisiones para recorrer la gran distancia.
Ya Auden había hablado de retomar el viejo sueño helénico de la escuela de poetas, aun sabiendo del poco valor que para las sociedades modernas tiene la poesía. “La biblioteca de la escuela de poetas —dice Auden— no contendrá libros de crítica literaria, y el único ejercicio de crítica que se exigirá del alumno será la composición de parodias”. El alumno, además de cumplir con la materia de “cría de un animal doméstico”, deberá elegir cursos entre una amplia gama de materias que incluyen geología, liturgia y cocina. Este sueño no incluía el otorgarle a nadie el título de licenciado o doctor en poesía, por fortuna.
Los poetas son individuos que se ven como ciudadanos de una minúscula república, seres que jamás exageran la importancia de su condición porque la consideran un oficio más. Después de muchas fanfarrias de simposio entendieron que el poeta tiene que educarse a sí mismo, y que la educación formal le servirá solo accidentalmente. Asumen la poesía como el panadero asume la fabricación de pan o como el albañil levanta un muro o como una enfermera cambia un vendaje. La vocación de panadero, albañil o enfermera no dista mucho de la del poeta: la potencia de tal o cual vocación no radica en el oficio sino en el alma de las personas que lo practican. La poesía genuina se resiste a ser el más grave de los oficios. Abreva en las minucias y mantiene la intención dirigida hacia el hallazgo. “La frase no sé es pequeña, pero vuela con alas poderosas porque contiene el misterio de toda la poesía”, dijo Szymborska. Desde luego, el conocimiento del alma humana y la fría soledad de su ambiente laboral abren una brecha entre el poeta y el panadero. El manejo de lápiz y papel como únicas herramientas físicas dista de las muchas que usa el albañil. Y los procedimientos para curar el dolor o la belleza son mucho menos mecánicos que los de la enfermera. Además, es muy probable que ninguno de estos tres honestos trabajadores tenga la mira puesta en darle voz a su alma, ni en que esa voz retumbe aún después de la muerte. Un poeta ucraniano estaba ensimismado componiendo un poema sobre Baudelaire, tratando de imaginar los sentimientos que originaron Las flores del mal, y de pronto un vecino lo interrumpió para avisarle que Ucrania estaba siendo invadida. El poeta habita un mundo histórico igual que cualquier otra persona, está sujeto a muchos de los avatares que en este mundo predominan. La diferencia entre él y los demás está en el ropaje que pueda fabricar con esos avatares.
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Un concepto tan abstracto y general como “la gente” nunca podrá soltar una carcajada o una lágrima o pronunciar una palabra o lanzar un escupitajo. Las personas en masa son sospechosas. Componen mareas tan grandes e inmanejables que el conjunto genérico termina imponiéndose, y las particularidades suelen ser sepultadas. Todo el bloque de hombres y mujeres no representa a un solo individuo. Un individuo —el artista genuino— sí puede hablar en nombre de muchos hombres y mujeres. Individuos que son, de algún modo, la especie. El ruiseñor de Keats no es un pájaro posado en un árbol, es el pájaro arquetipo, la figura que encarna a todos los pájaros que han existido y existirán, y sin embargo su canto es único. Es imposible que exista un ser humano genérico; en cambio la especie sí que lo es, y parece empeñada en serlo cada vez más.
Lo más cerca que podremos estar del mapa recorrido por los grandes poetas, es decir, su ruta de abastecimiento durante toda la vida es, además de su obra, el conjunto de sus cartas y apuntes más íntimos, en el caso afortunado de que hayan sido reunidos en un volumen. Cartógrafo es una buena definición para el que escribe cartas. El sentido epistolar del término no dista mucho del geográfico: alguien que busca conocer un terreno, establecer una ruta por donde caminar o una firmeza donde construir, un método de orientación para quien quiere trazar sus contornos, explorar otros ángulos, dar con un pozo donde beber, establecer una ubicación respecto a un punto de referencia. Un plano destinado a encontrar la autenticidad o la conmoción. Una carta con alma permite atisbar llanuras y relieves desconocidos incluso de la propia personalidad.
En cartas y mapas, igual a la esperanza que un náufrago mete en una botella, asombra que algo tan grande pueda contenerse dentro de algo tan pequeño. En las cartas de Rilke, Cortázar o Flaubert se oculta la sombra de su ruta por el mundo. Cartas que atraviesan tiempo y espacio y vienen a oficiar como testigos. O como cómplices, porque identificarse con la soledad que trasmiten hace pensar en la poderosa trascendencia de la química literaria. Pasa igual con las grandes obras de ficción, que nos permiten identificarnos con el dolor de sus personajes como una confirmación de que alguien podrá alguna vez identificarse con el nuestro.
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El deseo de tener una vida personal y nutritiva al espíritu es algo cada vez más inusual. Para quienes lo perseguimos empieza a tener el mismo valor que en otros tiempos tuvo la sal o las especias. Es cierto que suena aterrador tener que adherirse tanto a la pálida realidad, ese espantapájaros. El poeta que me acompaña descendió a esas profundidades por mí, un acto casi redentor. Si alguien quisiera ser poeta, insalvablemente tendría que hacer ese descenso, asistir a la ininterrumpida escuela de la experiencia individual y colectiva, apasionada, vital y múltiple: abastecerse.