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Haga usted mismo el ejercicio la próxima vez que pase por el mostrador de cualquier librería de camino a la cotidianidad de su vida. Pose la vista con disimulo en la sección de best-sellers y rápidamente debería conseguir experimentar un fenómeno cultural del que poco se habla para lo corriente que se está tornando: la inmensa mayoría de ellos, o en el peor de los casos todos, deberían tener menos de 400 páginas. Si el escepticismo lo embarga, entre y manoséelos usted mismo, con un poco de suerte, descubrirá que, incluso, algunos hacen trampa, pues de no ser por los anchos márgenes y el gran tamaño de fuente en que han sido impresos uno que otro no alcanzaría las 300 páginas. Bienvenidos a la era de las novelas fit, al mismo tiempo, una tendencia irreversible y una descorazonadora metáfora sobre nuestros propios tiempos.
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Esta demostración empírica fue soportada con datos por un centro de pensamiento sobre la industria editorial con sede en Massachusetts que el año pasado, y tras analizar casi 3.500 títulos del top 3 en la lista semanal de best-sellers de The New York Times, concluyó que, en comparación con la última década, los libros más vendidos son, en promedio, un 11,8% más cortos, es decir, que traen unas 50 páginas menos. Esto nos deja una media de 386 páginas, con lo que las preferencias lectoras de la humanidad caen de la categoría de libros largos (400+ páginas) a la de libros medianos (250+ páginas). Aunque es difícil encontrar culpables, gana fuerza la hipótesis de que la gran oferta de contenido audiovisual que atravesamos, junto con nuestra creciente dificultad para mantener la concentración por períodos prolongados, han contribuido indiscutiblemente a esta situación.
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Y para nada es que la literatura corta sea problemática, todo lo contrario. Hay fabulosos autores contemporáneos como Patrick Modiano (Nobel 2014), Amélie Nothomb o Annie Ernaux (Nobel 2022) que en una baldosa de 150 páginas te sacan una obra maestra. Pero los libros largos, cuando bien aprovechados, permiten un exquisito desarrollo a fuego lento de sus propios personajes y un maridaje físico entre la historia que se narra y el tiempo que fluye reflejado en el abultamiento de las páginas. No hay nada más frustrante que un libro que, no contento con ser largo, también resulta ser aburrido, es cierto, pero de igual forma, no hay nada más satisfactorio que el desvanecimiento de las horas cuando entras en sintonía lectora con un libro largo que ha conseguido atraparte.
En la actualidad, escribir libros largos (y, sobre todo, los auténticamente largos) con interés suficiente para ser publicados y posteriormente leídos parece un lujo reservado a aquellos autores consagrados a los que no les meten prisa porque gozan del amenazado privilegio de explayarse. El 2022 dejó varios gratos ejemplos de ello con las 732 páginas de “Las Noches de la Peste” de Orhan Pamuk (Nobel 2006), las 624 de “El Pasajero/Stella Maris” del recientemente desaparecido Cormac McCarthy (Pulitzer 2007) y las 504 de “Babysitter” de Joyce Carol Oates. Obras tremendas que nos recuerdan que lo bueno toma tiempo.
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