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                                                                                                                                El amor a la nada y al fracaso de Emil Cioran (Epifanías VI)

                                                                                                                                Nacido en Rasinari, Rumania, en abril de 1911, y fallecido en París el 20 de junio del 95, 29 años atrás, Cioran fue y sigue siendo un escritor sin calificación. Se ufanaba de buscar la nada y de ser un fracasado, y, sin embargo, escribió y publicó varios libros. Algunos, como “Silogismos de la amargura” o “Breviario de podredumbre”, fueron reeditados en numerosas ocasiones.

                                                                                                                                Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                Editor de Cultura
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                                                                                                                                Él mismo dijo una y otra vez que había mucho de campesino en él, que su entorno de niño había sido poco menos que primitivo, y que lo único que se le ocurría hacer en un ambiente así era jugar a enfrentarse a los trabajadores de la zona, que por supuesto, eran mucho mayores que él. “Me la pasaba los domingos jugando contra ellos y frecuentemente lograba ganarles, aunque ellos fuesen más fuertes que yo, porque, como no tenía otra cosa que hacer me pasaba la semana practicando”. Ni leía ni escribía, y lo que podía haber aprendido de los libros, lo aprendió de pasada en las noches, pues dormía con sus papás y su padre le leía diversas historias a su madre antes de dormir. Él, por supuesto, las escuchaba. Las memorizaba.

                                                                                                                                Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                                Emil Cioran falleció el 20 de junio de 1995 a causa de la senilidad.

                                                                                                                                Él mismo dijo una y otra vez que había mucho de campesino en él, que su entorno de niño había sido poco menos que primitivo, y que lo único que se le ocurría hacer en un ambiente así era jugar a enfrentarse a los trabajadores de la zona, que por supuesto, eran mucho mayores que él. “Me la pasaba los domingos jugando contra ellos y frecuentemente lograba ganarles, aunque ellos fuesen más fuertes que yo, porque, como no tenía otra cosa que hacer me pasaba la semana practicando”. Ni leía ni escribía, y lo que podía haber aprendido de los libros, lo aprendió de pasada en las noches, pues dormía con sus papás y su padre le leía diversas historias a su madre antes de dormir. Él, por supuesto, las escuchaba. Las memorizaba.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                “Una noche agucé al oído. Se trataba de una biografía de Rasputín, de la escena en que el padre, en su lecho de muerte, llama a su hijo para decirle: ‘Ve a San Petersburgo, aduéñate de la ciudad, no te detengas ante nada y no le temas a nadie, pues Dios es un viejo cerdo’”. Aquella frase, aquella sucesión de palabras que habían salido de la boca de su padre, que era un sacerdote ortodoxo en la Rumania rural de finales del siglo XIX y comienzos del XX, lo impresionó hasta el punto de no volver a dormir casi durante varias noches. Cuando sus padres apagaban las luces, que por aquel entonces eran velas, él se daba media vuelta en su rincón y simulaba que dormía, cuando en realidad repetía en su cabeza una y millones de veces lo que había oído sobre Rasputín.

                                                                                                                                Con los años, muchos años, Emil Cioran comprendió que lo que en un principio había sido un incendio, una especie de sacrilegio, la condena y la muerte eternas, fue luego un placer, que por esas cosas del pudor, él no se atrevió a llamar “perverso”. Su padre le había abierto la puerta para comenzar a renunciar a Dios, al Dios cristiano, y después, para adentrarse en una especie de odio mezclado con miedo hacia aquel Dios al que los creyentes consideraban único, absoluto, y sobre el que escribió y escribió, y por el que se emborrachó miles de veces, casi todos los días de su adolescencia. “Si solo existe un Dios -escribió-, no puede haber más que una verdad”. Pese a sí mismo, su obsesión era todo un tributo al Cristo.

                                                                                                                                Con el tiempo admitió que “lo interesante del cristianismo no es el cristianismo en sí, sino las reacciones que ha suscitado”, y por Cristo, por aquel Dios al que su padre había reverenciado y llamado “cerdo” según el padre de Rasputín, Cioran adoptó primero el paganismo, y en decenas de entrevistas afirmó que el paganismo, a diferencia del cristianismo, no era una fe, sino una sabiduría, y explicaba que “El politeísmo, como visión religiosa, se opone a la intolerancia; la tolerancia no es posible en un sistema monoteísta, sería contradictorio”. Del paganismo pasó a Buda, pasados los 20 años, y con Buda llegó a creer que él era el único ser sobre la tierra, digno de sus prédicas y enseñanzas.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Sin embargo, un día se sintió miserable y farsante. Incluso, grotesco. “Hasta que un día me sentí grotesco -escribió-. ¿Cómo me atrevía a compararme a Buda, cuya idea fundamental es la renuncia, yo que teóricamente he renunciado a todo pero a nada en la práctica, yo que cambio de humor diez veces al día?” De aquel día y aquellas convicciones nuevas, brincó a una especie de amor al fracaso y a los fracasados, y por ende, al escepticismo completo del que solía desprenderse de cuando en cuando. Los fracasados y sus fracasos, los escépticos, y en general el escepticismo, eran una liberación. Cada vez que Cioran se tropezaba, retornaba a ellos y a sus credos. Eran sus soportes para resistir las noches y los días que no tenían ni comienzo ni final.

                                                                                                                                “Por un lado, sentía orgullo de ser anormal, pero por otro había veces en que lo pasaba fatal. Vivía en un estado límite, al borde de la locura”. Entonces decidió escribir en serio. Ponerle cierto orden a lo que había dejado en hojas sueltas. Su primer libro lo terminó a los 21, en su lengua natal, el rumano. Se prometió que no iba a volver a escribir nada más después de aquella primera obra, a la que tituló En las cimas de la desesperación. No obstante, no pudo dejar de hacerlo. “Escribí otro, con la misma promesa tras acabarlo. La comedia se ha repetido durante más de 40 años. ¿Por qué? Porque escribir, por poco que sea, me ha ayudado a pasar de un año a otro, dado que las obsesiones expresadas se debilitan y superan a medias: escribir es un alivio extraordinario. Y publicar no lo es menos”.

                                                                                                                                En infinidad de ocasiones le preguntaron por qué permitía que sus textos se publicaran, y de alguna manera, más de una vez le criticaron sus aires de infinita vanidad por haber hecho de sus escritos, libros. Entre sus tantas respuestas, dijo que él quiso ser filósofo y apenas se quedó en ser aforista. Y que “Quise ser místico y no puede tener fe. Quise ser poeta y sólo llegué a escribir una prosa poética bastante dudosa”. Para él, publicar un libro era plasmar una parte de su vida en algo exterior. Hacer de sus experiencias, de sus recuerdos, de sus dolores o dudas, o incluso de sus alegrías y esperanzas, materia, y como materia, lograr que dejaran de pertenecerle. Por no pertenecerle, lo aliviaban. Se convertían en una “pérdida de sustancia” que lo liberaba.

                                                                                                                                “Ella nos vacía -escribió-, es decir, nos salva, nos despoja de una plétora que estorba. Cuando se execra a alguien hasta el punto de querer liquidarlo, lo mejor que se puede hacer es coger un folio y escribir un buen número de veces que X es un canalla, un crápula, un monstruo”. Sus enemigos pasaron a ser sus cómplices cuando se convirtieron en letras y papel. Fueron parte de sus aprendizajes, parte de las razones que lo llevaron a repetirse hasta el cansancio: “Si la amistad es interesante es porque resulta, casi tanto como en el amor, una fuente inagotable de desengaños y de rabias”. Pese a su convicción de que el único destino digno de la humanidad eran el vacío y la nada, Cioran jamás dejó de escribir. A fin de cuentas, él era un hombre y solo un hombre repleto de contradicciones, y de ellas y solo de ellas tenían que surgir sus libros.

                                                                                                                                Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                                De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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