El año nuevo
Mi madre siempre fue una astuta jugadora de bridge. Llevaba la cuenta precisa de las cartas que iban saliendo y sabía qué tenía cada uno.
Cuento: Tim Keppel / ilustración: José Rosero
Cuando yo era niño, mientras robaba maní del plato que había sobre la mesa de juego, me impresionaba cómo Mamá abría sus cartas como plumas de pavo real y hacía la apuesta ganadora, la que dejaba a su compañero, mi padre, fuera de juego. Eso era antes de que se divorciaran.
Cuando me vine a vivir a Cali, Mamá no dijo gran cosa; pensó que sería otra aventura, esta vez en una ciudad tropical. Pero cuando le llegó el cuento de que yo estaba planeando instalarme definitivamente en Colombia —“¿Cómo? ¿Estás tratando de irte tan lejos de mí como sea posible?”—, montó toda una campaña para hacerme cambiar de idea.
Su primera maniobra fue tratar de convencer a su padre, ya de noventa y cinco años, de que soltara parte de su dinero antes de que se lo fueran a comer los impuestos de sucesión. Para que no fuera a parecer que estaba actuando movida por sus propios intereses, hizo la solicitud a nombre de los nietos. Pero puso la trampa de que yo tendría que regresar a reclamar mi parte. Y una vez en casa, me tendría agarrado.
“Todo el mundo ha estado preguntando por ti”, me escribía siempre Mamá.
Todo el mundo. Mamá sugería que había una multitud de seguidores que esperaban ansiosamente mis últimas noticias, sufrían ante mis reveses y gozaban con mis triunfos; legiones de devotos que organizaban desfiles de bienvenida.
Luego un día, cuando ya llevaba varios años aquí, me llegó el siguiente mensaje: Estimado profesor:
Lamentamos informarle que usted no fue seleccionado para la vacante que había disponible. No obstante, agradecemos su interés…
Atentamente,
Dr. Barton Yardley
¿Cuál vacante? Yo no había hecho solicitud para vacante alguna. Ya es bien incómodo que a uno lo rechacen de un trabajo que ha solicitado, como para que lo vengan a rechazar de uno que ni siquiera ha pedido.
—¡Ah, sí! —dijo Mamá cuando hablamos por teléfono—. Eso fue de lo más de raro. Me encontré con el Dr. Yardley en una conferencia. Le conté todo sobre ti y entonces me dijo: “Dígale que me mande una hoja de vida”. Y yo pensé que como estabas fuera del país…
—Mamá, por favor…
—Bueno, si de verdad quieres hacer carrera aquí…
—Mamá, yo no tengo intención de hacer carrera allá. Estoy contento con mi trabajo aquí, y con Marci.
—Cuando vengas en Navidad, hablamos.
Pero yo no había pensado ir en Navidad.
—Me salió otra vez con lo mismo —le comenté a Marci, al tiempo que me rascaba el eccema que me salía en los dedos siempre que conversaba con mi madre.
Marci estaba en el patio con su hermana, charlando sobre la feria venidera. Sonaba salsa en la radio y las inmensas hojas de las matas de plátano ondeaban con la brisa refrescante.
—Pobrecita tu mamá —exclamó Marci.
Marci no conocía a mi madre. Pero la había visto en un video casero. Comentó que se le parecía a Margaret Thatcher.
* * *
Cuando estaba en la universidad, hice una película de bajo presupuesto que titulé Grandes expectoraciones. Ahora me parece que tiene todos los defectos del trabajo de un principiante, pero tenía madera. En una escena, la madre del protagonista aparece con un vestido de baño de una sola pieza regañando a un salvavidas. Mamá pensó que esa película era una obra maestra. Uno de mis profesores se interesó por mi trabajo. Yo lo admiraba tanto que me intimidaba en su presencia y en una ocasión cometí el error de mencionárselo a mi madre. Un día, sin que yo lo supiera y a pesar de que ella vivía a cuatro horas, lo llamó y lo invitó a almorzar. La sola idea de verlos partiendo el pan todavía me resulta insoportable.
* * *
La feria de fin de año de Cali es como el Carnaval de Río. Hay cabalgatas, conciertos y baile en las calles. Vienen los artistas de salsa más famosos, como Celia Cruz y Marc Anthony. La hermana de Marci, quien no es tan bonita pero sí más entradora, siempre nos consigue boletas. Este año la Navidad será nuevamente donde el abuelo —me escribió Mamá—. Tienes que venir porque quizá sea la última.
Yo recordaba muy bien esa casa oscura, encerrada, que olía a coliflor hervida. Recordaba el lento tic-tac del reloj de pared y la voz del narrador deportivo susurrando mientras el golfista cuadraba el putt, y a mi abuelo, callado como una tumba, sentado al lado del tío al que había odiado en silencio durante cincuenta años, por haberse colado en la familia para luego pedir trabajo. Una escena que apestaba a abstinencia de cofradía luterana y a misales rancios. Llevo mucho tiempo tratando de convencer a tu abuelo de que bote esa silla destartalada en la que siempre se sienta —continuaba Mamá—. Finalmente, la semana pasada le compré una nueva y la hice traer. Les pedí a los del trasteo que se llevaran la silla vieja. Tu abuelo no me ha vuelto a dirigir la palabra. Pero a la larga me lo agradecerá.
Gracias por tu invitación para visitarlos en Navidad —le escribí—, pero desgraciadamente no podremos ir porque, como recordarás, a Marci le negaron la visa, gracias a la ayuda de nuestro querido amigo Jesse Lynch. Eso era un golpe bajo de mi parte, pues no era justo tratar de meter en el mismo costal a mi madre y al infame senador proveniente de su pueblo, a quien ella detestaba tanto como yo. Pero en vista de que Lynch era el presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, y que mi abuelo siempre lo había apoyado, mi madre insistió en que le pidiera ayuda para lo de la visa. No obstante, el tiro nos salió por la culata, pues resultó que Lynch no era amigo de los inmigrantes ni de las parejas que vivían “en pecado”.
* * *
La respuesta de Mamá cuando le conté que mi relación con Marci se estaba poniendo seria fue: “Eso es lo que dijiste sobre las otras”.
—¿Cómo? — respondí.
—Las recibimos con los brazos abiertos y ya ves lo que pasó.
—Mamá, ¿qué estás diciendo?
—¿Cómo sabes que no va a suceder de nuevo? Si vas y tienes un hijo con ella y las cosas no funcionan, ¿qué va a pasar?
Yo tenía mis dedos al rojo vivo.
—¿Por qué no te vienes a vivir conmigo? —dijo Mamá.
—¿Y mi trabajo qué?
—Te sostendré mientras haces tus películas.
—¿Y Marci?
—Bueno, por supuesto que no podría sostenerlos a los dos.
* * *
De verdad sentimos mucho que Marci no pueda venir —me escribió Mamá—. Pero no veo por qué no puedes venir solo. ¿Podrías hacerme una lista de las razones para venir y las razones para no venir? Eso podría ayudar a disminuir la sensación de que ninguno de nosotros te importa. Allí estaba, el as bajo la manga: la familia. Para mi madre, el concepto de familia era sagrado y estaba resuelta a que yo mantuviera la tradición. Como parte de su misión, se sentía obligada a mantenerme al tanto de los infortunios familiares: marcapasos y bolsitas de colostomía y la historia de alguien que atropelló a su propio hijo al dar reversa en la entrada. Hechos que yo no siempre tenía ganas de saber.
El abuelo estuvo preguntando por ti —me escribió—. De veras quiere verte. P.D. Almorcé con Barton Yardley y nos caímos muy bien. Me invitó al parque a darles de comer a los patos. Le conté de tus andanzas y le di una copia de Grandes expectoraciones. Ahora sí la hizo buena, pensé. Está tratando de seducir al tal Barton Yardley para que me dé un trabajo. Eso me animó a llamar a mi hermana, la persona más sensata de la familia, en quien siempre se podía confiar para que le contara a uno la verdad, aunque tenía la limitante de que la mayor parte de su información provenía de mi madre.
—¡Hola, hermanito! —me dijo Jill. Al fondo se oía el zumbido de una licuadora y voces infantiles. Jill era una de esas supermamás profesionales y una persona casi perfecta. Como conocía los altibajos de mi historia con las mujeres, se puso feliz cuando supo sobre Marci.
—No dejes que Mamá te enrede en sus cuentos —me dijo—. Ahorita está pasando por uno de esos arranques que le dan. Pelea con todo mundo.
—Y el tal Barton Yardley, ¿qué? —Me preparé para lo peor, como cuando a uno le van a sacar sangre. La verdad era que yo no quería oír sobre la vida sexual de mi madre. En esos veintitantos años que habían transcurrido desde que Papá se fue, todo se había limitado a un incidente en un retiro campestre, un par de aventurillas pasajeras con hombres casados —generalmente pastores— y algunos encuentros furtivos en un club de solteros denominado “Alto octanaje”, que frecuentaban los egresados de algunas de las universidades de la crema y nata.
—En realidad el tipo parece cool —dijo Jill—. De buena posición, bien parecido, a punto de jubilarse. La esposa murió hace unos años y hace poco él sufrió un infarto. Lo malo es que Mamá tiene buen gusto.
* * *
—Pobrecita —dijo Marci.
—¿Quién?
—Tu mamá. —Al igual que la mayoría de los colombianos, Marci veneraba a su madre. Sentía cierta compasión y afán de protección por ella. En Colombia es muy común que la gente viva con su madre hasta edad avanzada y algunas veces para siempre.
—No conoces a mi mamá —le dije.
—Quizá deberías ir —dijo Marci.
—Mi abuelo va a aguantar hasta los cien. Créeme.
* * *
El siguiente mensaje venía titulado ¡Buenas noticias! ¡Hola! ¡Tuve noticias de Barton y le fascinó Grandes expectoraciones! De hecho, conoce a alguien que puede estar interesado en producirla. ¿No es maravilloso? También insinuó algo sobre un trabajo en docencia. Sugerí que nos reuniéramos a almorzar para mirar las posibilidades. Pero aunque a Mamá le gustaba darse ínfulas de llevar una vida de jet set y pasársela en reuniones fabulosas y ensoñadores retiros campestres (¡Qué revitalización! ¡Qué fascinación!), en realidad su vida personal era un desierto poblado de gente que necesitaba de alguien como Mamá para que los orientara en sus decisiones. Ahí estaban, por ejemplo, el pastor homosexual que aún no había salido del clóset y el joven empresario que quería montar un proyecto de molinos de viento, y el par de almas solitarias y tímidas a quienes su brillante intermediación les produjo al instante trillizos.
Esperé en el restaurante durante cuarenta y cinco minutos —me escribió Mamá—, y Barton nunca apareció. Más tarde dejó un mensaje diciendo que quería excusarse y me pedía que le devolviera la llamada. No lo he llamado porque no sé qué decir. ¿Alguna sugerencia? Sí, no lo llames más, quise decirle. Por el amor de Dios, el pobre tipo acaba de tener un infarto. Déjalo en paz.
******
Aunque mi madre se había mantenido alejada de los negocios familiares durante todos esos años y les había dejado la administración de la empresa a Waylon y a sus hijos, siempre mantuvo la ilusión de que, como gesto final, su padre tuviera la revelación de dejar todo en sus hábiles manos. Después de todo, ella era la mayor de sus hijos y podría decirse que la más inteligente. Así que empezó a asistir a las reuniones de la junta directiva y, cuando se presentó una elección de nuevos miembros, se las arregló para que la candidatizaran. Pero aparte del voto de la prima que la nominó y el suyo propio, no obtuvo ningún otro, ni siquiera el de su padre. Y después llegó esto:
Tu abuelo tuvo un derrame esta mañana. Íbamos en el carro para el funeral de la tía Alda cuando se desmayó. Una ambulancia lo llevó al hospital. Tiene una parálisis que le afecta para comer. Me estoy quedando con él.
Como lo reconocerían hasta sus detractores más encarnizados, Mamá siempre fue fuerte en los momentos difíciles. Al mal tiempo, buena cara, esa era su mejor carta. Recuerdo la vez en que me rebané el dedo gordo del pie con la máquina para cortar el pasto. Mamá lo recogió tranquilamente y me llevó a urgencias.
—No te preocupes —me decía—. Todo saldrá bien.
—Creo que deberías ir —dijo Marci.
—Está bien, voy a llamar a ver si hay vuelos.
—Yo llamo —dijo Marci—. Tú ve empacando.
*******
Estuve con él todo el día —escribió Mamá—. A ratos conocía y a ratos no. Le preparé un pudín, pero no quiso comer. No decía ni una palabra. Después, cuando se medio animó, comenzó a acusarme de robarle su condecoración del Club Cívico. Le dije: «Papi, yo no he tocado tu condecoración». Las enfermeras me sugirieron que me fuera a casa a descansar. Cuando entré, el teléfono estaba sonando y me dijeron que había muerto.
*
i abuelo sólo se comía la yema del huevo y siempre usaba sombrero, mucho tiempo después de que pasara de moda. No le gustaban ni el cine ni la música y no le interesaba viajar. Me acuerdo que solamente una vez fue con nosotros a la playa. Su talento oculto era flotar de espaldas. Podía hacerlo durante un rato tan largo que a menudo se quedaba dormido y lo encontrábamos horas más tarde, playa abajo, con quemaduras en el vientre, la cara y las rodillas.
***
Todos los vuelos estaban copados, pero el agente de viajes me dijo que fuera al aeropuerto antes del amanecer y tratara de que me pusieran en lista de espera.
Sentado ahí, en ese aeropuerto lleno de una luz blanca y deprimente, a esa hora tan indecente, mi cabeza comenzó a divagar. No sé por qué recordé las manos de mi madre, graciosas y elegantes, y la fascinación que me despertaba todo lo que hacía con ellas: barajar cartas, escribir rapidísimo a máquina sin mirar el teclado y pelar una papa sin que se le partiera la cáscara. Recordé cómo, cuando me sacaba el chicle de la boca para comer, ella lo sostenía en la palma de la mano sin el menor asco, y cómo me llevaba en verano al campo para buscar tortugas. La mejor hora era cuando acababa de llover. Recordé el olor de la hierba mojada, el vapor que brotaba del pavimento y la emoción tan grande que sentía ante la posibilidad de encontrar alguna. Esperé dos días seguidos en el aeropuerto, pero no pude conseguir vuelo.
***
El pueblo entero vino al entierro —escribió Mamá—. Fue impresionante. No faltaste sino tú. Todo el mundo preguntó por ti. Después de la ceremonia, les mostré un álbum que organicé hace poco. Todos estuvieron de acuerdo en que eras un bebé hermoso. Les dije que el año en que naciste fue el más feliz de mi vida. Luego les conté que decidiste establecerte definitivamente en Suramérica. Les dije que lo habías consultado conmigo y que yo apoyaba tu decisión. Todo el mundo entiende. Después de eso, las cosas estuvieron bastante tranquilas por un tiempo. El eczema de mis dedos mejoró cantidades. Llegaron muy pocos mensajes de Mamá. Ninguna noticia sobre catéteres y estreñimientos, ni sobre Barton o el astronauta, ni sobre esas legiones de admiradores que planeaban desfiles de bienvenida.
El silencio siempre fue su mejor triunfo.
—¿Estás pensando en tu madre? —me preguntó Marci un día.
—No realmente —dije—. ¿Por qué?
***
El fin de año siempre vamos a la feria. En la calle la gente, vestida con disfraces festivos, baila al ritmo de la salsa. El aire huele a sahumerio y carne a la parrilla. A veces se ve a un hombre que lleva sobre el hombro una cabeza de toro gigantesca y la ofrece a precio de ganga. El treinta y uno vemos la tradicional quema del Año Viejo. Arman un muñeco y lo rellenan de trapos. Le ponen cara, un trapeador a manera de pelo y lo llaman Año Viejo. Con ese pelo y gafas de abuela, me parece una viejita. Después lo llenan de pólvora y lo empapan con gasolina. A medianoche le prenden fuego: «¡Feliz Año!», grita todo el mundo. La pólvora explota como tiros de ametralladora.
Mientras las llamas amarillas se elevan hacia la noche, la figura desgonzada se reduce lentamente a cenizas.
Tim Keppel
Tim Keppel, estadounidense, está radicado en Colombia desde 1995. Su colección de cuentos Alerta de terremoto fue publicada por Alfaguara en 2006. Ha escrito cuentos, crónicas y reseñas para El Malpensante, Número, Arcadia, Donjuán, Odradek y Revista Universidad de Antioquia, y para otras revistas y antologías en Estados Unidos, Canadá e Inglaterra. Creció en Carolina del Norte y recibió un doctorado en Literatura en la Universidad Estatal de Florida. Vive en Cali y enseña en la Universidad del Valle.
José Rosero
José Rosero es un joven artista visual que ganó este año el premio del Segundo Salón Nacional de Ilustradores y que expuso una colección de ilustraciones sobre gatos regordetes en el Centro Cultural Gabriel García Márquez. Ha trabajado con revistas como ‘El Malpensante’, ‘Rolling Stone’ y ‘Soho’.
Fragmento del libro ‘Cuestión de familia’ Ed. Alfaguara
Cuando yo era niño, mientras robaba maní del plato que había sobre la mesa de juego, me impresionaba cómo Mamá abría sus cartas como plumas de pavo real y hacía la apuesta ganadora, la que dejaba a su compañero, mi padre, fuera de juego. Eso era antes de que se divorciaran.
Cuando me vine a vivir a Cali, Mamá no dijo gran cosa; pensó que sería otra aventura, esta vez en una ciudad tropical. Pero cuando le llegó el cuento de que yo estaba planeando instalarme definitivamente en Colombia —“¿Cómo? ¿Estás tratando de irte tan lejos de mí como sea posible?”—, montó toda una campaña para hacerme cambiar de idea.
Su primera maniobra fue tratar de convencer a su padre, ya de noventa y cinco años, de que soltara parte de su dinero antes de que se lo fueran a comer los impuestos de sucesión. Para que no fuera a parecer que estaba actuando movida por sus propios intereses, hizo la solicitud a nombre de los nietos. Pero puso la trampa de que yo tendría que regresar a reclamar mi parte. Y una vez en casa, me tendría agarrado.
“Todo el mundo ha estado preguntando por ti”, me escribía siempre Mamá.
Todo el mundo. Mamá sugería que había una multitud de seguidores que esperaban ansiosamente mis últimas noticias, sufrían ante mis reveses y gozaban con mis triunfos; legiones de devotos que organizaban desfiles de bienvenida.
Luego un día, cuando ya llevaba varios años aquí, me llegó el siguiente mensaje: Estimado profesor:
Lamentamos informarle que usted no fue seleccionado para la vacante que había disponible. No obstante, agradecemos su interés…
Atentamente,
Dr. Barton Yardley
¿Cuál vacante? Yo no había hecho solicitud para vacante alguna. Ya es bien incómodo que a uno lo rechacen de un trabajo que ha solicitado, como para que lo vengan a rechazar de uno que ni siquiera ha pedido.
—¡Ah, sí! —dijo Mamá cuando hablamos por teléfono—. Eso fue de lo más de raro. Me encontré con el Dr. Yardley en una conferencia. Le conté todo sobre ti y entonces me dijo: “Dígale que me mande una hoja de vida”. Y yo pensé que como estabas fuera del país…
—Mamá, por favor…
—Bueno, si de verdad quieres hacer carrera aquí…
—Mamá, yo no tengo intención de hacer carrera allá. Estoy contento con mi trabajo aquí, y con Marci.
—Cuando vengas en Navidad, hablamos.
Pero yo no había pensado ir en Navidad.
—Me salió otra vez con lo mismo —le comenté a Marci, al tiempo que me rascaba el eccema que me salía en los dedos siempre que conversaba con mi madre.
Marci estaba en el patio con su hermana, charlando sobre la feria venidera. Sonaba salsa en la radio y las inmensas hojas de las matas de plátano ondeaban con la brisa refrescante.
—Pobrecita tu mamá —exclamó Marci.
Marci no conocía a mi madre. Pero la había visto en un video casero. Comentó que se le parecía a Margaret Thatcher.
* * *
Cuando estaba en la universidad, hice una película de bajo presupuesto que titulé Grandes expectoraciones. Ahora me parece que tiene todos los defectos del trabajo de un principiante, pero tenía madera. En una escena, la madre del protagonista aparece con un vestido de baño de una sola pieza regañando a un salvavidas. Mamá pensó que esa película era una obra maestra. Uno de mis profesores se interesó por mi trabajo. Yo lo admiraba tanto que me intimidaba en su presencia y en una ocasión cometí el error de mencionárselo a mi madre. Un día, sin que yo lo supiera y a pesar de que ella vivía a cuatro horas, lo llamó y lo invitó a almorzar. La sola idea de verlos partiendo el pan todavía me resulta insoportable.
* * *
La feria de fin de año de Cali es como el Carnaval de Río. Hay cabalgatas, conciertos y baile en las calles. Vienen los artistas de salsa más famosos, como Celia Cruz y Marc Anthony. La hermana de Marci, quien no es tan bonita pero sí más entradora, siempre nos consigue boletas. Este año la Navidad será nuevamente donde el abuelo —me escribió Mamá—. Tienes que venir porque quizá sea la última.
Yo recordaba muy bien esa casa oscura, encerrada, que olía a coliflor hervida. Recordaba el lento tic-tac del reloj de pared y la voz del narrador deportivo susurrando mientras el golfista cuadraba el putt, y a mi abuelo, callado como una tumba, sentado al lado del tío al que había odiado en silencio durante cincuenta años, por haberse colado en la familia para luego pedir trabajo. Una escena que apestaba a abstinencia de cofradía luterana y a misales rancios. Llevo mucho tiempo tratando de convencer a tu abuelo de que bote esa silla destartalada en la que siempre se sienta —continuaba Mamá—. Finalmente, la semana pasada le compré una nueva y la hice traer. Les pedí a los del trasteo que se llevaran la silla vieja. Tu abuelo no me ha vuelto a dirigir la palabra. Pero a la larga me lo agradecerá.
Gracias por tu invitación para visitarlos en Navidad —le escribí—, pero desgraciadamente no podremos ir porque, como recordarás, a Marci le negaron la visa, gracias a la ayuda de nuestro querido amigo Jesse Lynch. Eso era un golpe bajo de mi parte, pues no era justo tratar de meter en el mismo costal a mi madre y al infame senador proveniente de su pueblo, a quien ella detestaba tanto como yo. Pero en vista de que Lynch era el presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, y que mi abuelo siempre lo había apoyado, mi madre insistió en que le pidiera ayuda para lo de la visa. No obstante, el tiro nos salió por la culata, pues resultó que Lynch no era amigo de los inmigrantes ni de las parejas que vivían “en pecado”.
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La respuesta de Mamá cuando le conté que mi relación con Marci se estaba poniendo seria fue: “Eso es lo que dijiste sobre las otras”.
—¿Cómo? — respondí.
—Las recibimos con los brazos abiertos y ya ves lo que pasó.
—Mamá, ¿qué estás diciendo?
—¿Cómo sabes que no va a suceder de nuevo? Si vas y tienes un hijo con ella y las cosas no funcionan, ¿qué va a pasar?
Yo tenía mis dedos al rojo vivo.
—¿Por qué no te vienes a vivir conmigo? —dijo Mamá.
—¿Y mi trabajo qué?
—Te sostendré mientras haces tus películas.
—¿Y Marci?
—Bueno, por supuesto que no podría sostenerlos a los dos.
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De verdad sentimos mucho que Marci no pueda venir —me escribió Mamá—. Pero no veo por qué no puedes venir solo. ¿Podrías hacerme una lista de las razones para venir y las razones para no venir? Eso podría ayudar a disminuir la sensación de que ninguno de nosotros te importa. Allí estaba, el as bajo la manga: la familia. Para mi madre, el concepto de familia era sagrado y estaba resuelta a que yo mantuviera la tradición. Como parte de su misión, se sentía obligada a mantenerme al tanto de los infortunios familiares: marcapasos y bolsitas de colostomía y la historia de alguien que atropelló a su propio hijo al dar reversa en la entrada. Hechos que yo no siempre tenía ganas de saber.
El abuelo estuvo preguntando por ti —me escribió—. De veras quiere verte. P.D. Almorcé con Barton Yardley y nos caímos muy bien. Me invitó al parque a darles de comer a los patos. Le conté de tus andanzas y le di una copia de Grandes expectoraciones. Ahora sí la hizo buena, pensé. Está tratando de seducir al tal Barton Yardley para que me dé un trabajo. Eso me animó a llamar a mi hermana, la persona más sensata de la familia, en quien siempre se podía confiar para que le contara a uno la verdad, aunque tenía la limitante de que la mayor parte de su información provenía de mi madre.
—¡Hola, hermanito! —me dijo Jill. Al fondo se oía el zumbido de una licuadora y voces infantiles. Jill era una de esas supermamás profesionales y una persona casi perfecta. Como conocía los altibajos de mi historia con las mujeres, se puso feliz cuando supo sobre Marci.
—No dejes que Mamá te enrede en sus cuentos —me dijo—. Ahorita está pasando por uno de esos arranques que le dan. Pelea con todo mundo.
—Y el tal Barton Yardley, ¿qué? —Me preparé para lo peor, como cuando a uno le van a sacar sangre. La verdad era que yo no quería oír sobre la vida sexual de mi madre. En esos veintitantos años que habían transcurrido desde que Papá se fue, todo se había limitado a un incidente en un retiro campestre, un par de aventurillas pasajeras con hombres casados —generalmente pastores— y algunos encuentros furtivos en un club de solteros denominado “Alto octanaje”, que frecuentaban los egresados de algunas de las universidades de la crema y nata.
—En realidad el tipo parece cool —dijo Jill—. De buena posición, bien parecido, a punto de jubilarse. La esposa murió hace unos años y hace poco él sufrió un infarto. Lo malo es que Mamá tiene buen gusto.
* * *
—Pobrecita —dijo Marci.
—¿Quién?
—Tu mamá. —Al igual que la mayoría de los colombianos, Marci veneraba a su madre. Sentía cierta compasión y afán de protección por ella. En Colombia es muy común que la gente viva con su madre hasta edad avanzada y algunas veces para siempre.
—No conoces a mi mamá —le dije.
—Quizá deberías ir —dijo Marci.
—Mi abuelo va a aguantar hasta los cien. Créeme.
* * *
El siguiente mensaje venía titulado ¡Buenas noticias! ¡Hola! ¡Tuve noticias de Barton y le fascinó Grandes expectoraciones! De hecho, conoce a alguien que puede estar interesado en producirla. ¿No es maravilloso? También insinuó algo sobre un trabajo en docencia. Sugerí que nos reuniéramos a almorzar para mirar las posibilidades. Pero aunque a Mamá le gustaba darse ínfulas de llevar una vida de jet set y pasársela en reuniones fabulosas y ensoñadores retiros campestres (¡Qué revitalización! ¡Qué fascinación!), en realidad su vida personal era un desierto poblado de gente que necesitaba de alguien como Mamá para que los orientara en sus decisiones. Ahí estaban, por ejemplo, el pastor homosexual que aún no había salido del clóset y el joven empresario que quería montar un proyecto de molinos de viento, y el par de almas solitarias y tímidas a quienes su brillante intermediación les produjo al instante trillizos.
Esperé en el restaurante durante cuarenta y cinco minutos —me escribió Mamá—, y Barton nunca apareció. Más tarde dejó un mensaje diciendo que quería excusarse y me pedía que le devolviera la llamada. No lo he llamado porque no sé qué decir. ¿Alguna sugerencia? Sí, no lo llames más, quise decirle. Por el amor de Dios, el pobre tipo acaba de tener un infarto. Déjalo en paz.
******
Aunque mi madre se había mantenido alejada de los negocios familiares durante todos esos años y les había dejado la administración de la empresa a Waylon y a sus hijos, siempre mantuvo la ilusión de que, como gesto final, su padre tuviera la revelación de dejar todo en sus hábiles manos. Después de todo, ella era la mayor de sus hijos y podría decirse que la más inteligente. Así que empezó a asistir a las reuniones de la junta directiva y, cuando se presentó una elección de nuevos miembros, se las arregló para que la candidatizaran. Pero aparte del voto de la prima que la nominó y el suyo propio, no obtuvo ningún otro, ni siquiera el de su padre. Y después llegó esto:
Tu abuelo tuvo un derrame esta mañana. Íbamos en el carro para el funeral de la tía Alda cuando se desmayó. Una ambulancia lo llevó al hospital. Tiene una parálisis que le afecta para comer. Me estoy quedando con él.
Como lo reconocerían hasta sus detractores más encarnizados, Mamá siempre fue fuerte en los momentos difíciles. Al mal tiempo, buena cara, esa era su mejor carta. Recuerdo la vez en que me rebané el dedo gordo del pie con la máquina para cortar el pasto. Mamá lo recogió tranquilamente y me llevó a urgencias.
—No te preocupes —me decía—. Todo saldrá bien.
—Creo que deberías ir —dijo Marci.
—Está bien, voy a llamar a ver si hay vuelos.
—Yo llamo —dijo Marci—. Tú ve empacando.
*******
Estuve con él todo el día —escribió Mamá—. A ratos conocía y a ratos no. Le preparé un pudín, pero no quiso comer. No decía ni una palabra. Después, cuando se medio animó, comenzó a acusarme de robarle su condecoración del Club Cívico. Le dije: «Papi, yo no he tocado tu condecoración». Las enfermeras me sugirieron que me fuera a casa a descansar. Cuando entré, el teléfono estaba sonando y me dijeron que había muerto.
*
i abuelo sólo se comía la yema del huevo y siempre usaba sombrero, mucho tiempo después de que pasara de moda. No le gustaban ni el cine ni la música y no le interesaba viajar. Me acuerdo que solamente una vez fue con nosotros a la playa. Su talento oculto era flotar de espaldas. Podía hacerlo durante un rato tan largo que a menudo se quedaba dormido y lo encontrábamos horas más tarde, playa abajo, con quemaduras en el vientre, la cara y las rodillas.
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Todos los vuelos estaban copados, pero el agente de viajes me dijo que fuera al aeropuerto antes del amanecer y tratara de que me pusieran en lista de espera.
Sentado ahí, en ese aeropuerto lleno de una luz blanca y deprimente, a esa hora tan indecente, mi cabeza comenzó a divagar. No sé por qué recordé las manos de mi madre, graciosas y elegantes, y la fascinación que me despertaba todo lo que hacía con ellas: barajar cartas, escribir rapidísimo a máquina sin mirar el teclado y pelar una papa sin que se le partiera la cáscara. Recordé cómo, cuando me sacaba el chicle de la boca para comer, ella lo sostenía en la palma de la mano sin el menor asco, y cómo me llevaba en verano al campo para buscar tortugas. La mejor hora era cuando acababa de llover. Recordé el olor de la hierba mojada, el vapor que brotaba del pavimento y la emoción tan grande que sentía ante la posibilidad de encontrar alguna. Esperé dos días seguidos en el aeropuerto, pero no pude conseguir vuelo.
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El pueblo entero vino al entierro —escribió Mamá—. Fue impresionante. No faltaste sino tú. Todo el mundo preguntó por ti. Después de la ceremonia, les mostré un álbum que organicé hace poco. Todos estuvieron de acuerdo en que eras un bebé hermoso. Les dije que el año en que naciste fue el más feliz de mi vida. Luego les conté que decidiste establecerte definitivamente en Suramérica. Les dije que lo habías consultado conmigo y que yo apoyaba tu decisión. Todo el mundo entiende. Después de eso, las cosas estuvieron bastante tranquilas por un tiempo. El eczema de mis dedos mejoró cantidades. Llegaron muy pocos mensajes de Mamá. Ninguna noticia sobre catéteres y estreñimientos, ni sobre Barton o el astronauta, ni sobre esas legiones de admiradores que planeaban desfiles de bienvenida.
El silencio siempre fue su mejor triunfo.
—¿Estás pensando en tu madre? —me preguntó Marci un día.
—No realmente —dije—. ¿Por qué?
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El fin de año siempre vamos a la feria. En la calle la gente, vestida con disfraces festivos, baila al ritmo de la salsa. El aire huele a sahumerio y carne a la parrilla. A veces se ve a un hombre que lleva sobre el hombro una cabeza de toro gigantesca y la ofrece a precio de ganga. El treinta y uno vemos la tradicional quema del Año Viejo. Arman un muñeco y lo rellenan de trapos. Le ponen cara, un trapeador a manera de pelo y lo llaman Año Viejo. Con ese pelo y gafas de abuela, me parece una viejita. Después lo llenan de pólvora y lo empapan con gasolina. A medianoche le prenden fuego: «¡Feliz Año!», grita todo el mundo. La pólvora explota como tiros de ametralladora.
Mientras las llamas amarillas se elevan hacia la noche, la figura desgonzada se reduce lentamente a cenizas.
Tim Keppel
Tim Keppel, estadounidense, está radicado en Colombia desde 1995. Su colección de cuentos Alerta de terremoto fue publicada por Alfaguara en 2006. Ha escrito cuentos, crónicas y reseñas para El Malpensante, Número, Arcadia, Donjuán, Odradek y Revista Universidad de Antioquia, y para otras revistas y antologías en Estados Unidos, Canadá e Inglaterra. Creció en Carolina del Norte y recibió un doctorado en Literatura en la Universidad Estatal de Florida. Vive en Cali y enseña en la Universidad del Valle.
José Rosero
José Rosero es un joven artista visual que ganó este año el premio del Segundo Salón Nacional de Ilustradores y que expuso una colección de ilustraciones sobre gatos regordetes en el Centro Cultural Gabriel García Márquez. Ha trabajado con revistas como ‘El Malpensante’, ‘Rolling Stone’ y ‘Soho’.
Fragmento del libro ‘Cuestión de familia’ Ed. Alfaguara