La IA sí (no) es como nosotros
El romanticismo nos enseñó a valorar la originalidad del creador. Una persona, canalizando los dones, la Tierra, las antiguas musas, o su alma turbulenta, es capaz de crear una obra artística nueva, única, esplendorosa. De ella irradia un algo aterrador. Un sí violento que envuelve al espectador, que lo transforma como la religión solía transformarnos. Un pinchazo profundo en el alma que nos saca de nuestro torpor.
Tomás Molina
«Y qué envidia poder crear así», se dice uno.
Tal vez aprendimos demasiado bien la lección romántica. Nos hace falta volver al inicio, antes de que todo pasara, o antes de que nosotros pasáramos, al menos, para entender la creación sin fijar tanto su origen en la Nada, las musas, los dioses o el alma turbulenta del artista.
En Aristóteles—no tema usted ese nombre—hay otra idea, menos seductora, pero quizá más exacta: que la creación surge de la imitación.
El griego decía que los humanos somos seres imitativos. Desde muy pequeños empezamos a actuar como los otros, a hablar como los otros, a pensar como los otros. Aun así, el artista aspira a la originalidad, es decir, a lo que precede a todos y es diferente de todos. Si no aspira a ser una nueva fuente primordial, por lo menos sí a ser una de tantas fuentes creativas.
Eso lo pone, como lo vio Harald Bloom, en una relación ansiosa con sus predecesores. El creador se ve inevitablemente inspirado por quienes lo precedieron—Nirvana bebe de los Pixies, George R.R. Martin de Tolkien, Platón de Sócrates—, pero no quiere hacer una mera repetición de sus obras. Esta presión de la influencia resulta inevitablemente en una ansiedad de la influencia.
Afortunadamente, la imitación no necesariamente lleva a la mera copia. Tenemos la capacidad de ser originales a partir de la imitación. La civilización europea—o las civilizaciones europeas, si así se quiere—, ha imitado, por ejemplo, a la Antigüedad grecorromana un gran número de veces, transformándola en el proceso. La Antigüedad misma, incluso, resultó de imitaciones sucesivas. Pero cada capa de imitación ha añadido su propia mirada: es una nueva fuente.
El Renacimiento, por ejemplo, quiso imitar a los clásicos. Sin embargo, ese mismo propósito imitativo hizo posible el genio único de Miguel Ángel, Rafael y Maquiavelo (¡El florentino fue uno de los grandes creadores de aquella época!). Los Carolingios hicieron lo propio. Y los alemanes, siguiendo el ejemplo de Winckelmann, también. ¿No podemos decir incluso que el románico es, a su manera, un estilo neoclásico?
La inteligencia artificial generativa también es imitativa. En algún sentido se parece mucho a nosotros y a lo que hacemos. Toma las obras del pasado e intenta hacer algo nuevo con ellas a partir de una combinación distintiva de elementos. Y quizá, hasta cierto punto, lo está logrando.
Hay al menos una diferencia importante con nosotros, sin embargo.
Los humanos somos capaces de crear nuevas y mejores obras a partir de nuestras mismas obras; la IA, en cambio, se degenera con rapidez cuando trata de crear a partir de fuentes hechas por otra IA (los investigadores llaman a esto “MAD” por sus siglas en inglés: desorden autófago del modelo). Sus resultados, en efecto, son grotescos, mutantes, contrahechos. Esto quiere decir que la IA nos necesita siempre para iniciar su proceso imitativo.
Lo anterior tiene implicaciones económicas y sociales, empezando por una masiva redistribución de la riqueza hacia las compañías que poseen las inteligencias artificiales generativas. En efecto, las últimas se entrenan con las obras de millones de seres humanos, pero estos no reciben nada a cambio. Este es un caso más de lo que David Harvey llama “acumulación por desposesión”, es decir, una estrategia del capitalismo para transferir la riqueza de los trabajadores a los millonarios.
¿Puede ser rentable la IA generativa sin desposeer a los artistas? Para hacernos una idea, vale la pena ver un caso similar. Las Naciones Unidas patrocinó un estudio cuyo propósito era calcular la cantidad de capital natural (agua limpia, materiales, atmósfera, etc.) que las industrias consumen sin pagar por él. A precios del 2009, se trata de 7.3 trillones al año. Esto implicaría que muchas industrias no serían rentables si los costos ambientales en los que incurren estuvieran completamente integrados en ellas.
Nadie quiere todo regalado más que el capital.
La IA generativa también requiere de cantidades ingentes de capital natural, pues necesita un número gigantesco de computadores, pero a eso debe sumársele la cantidad de obras, escritos y canciones que está utilizando para entrenarse. Puede ser la desposesión del siglo.
Ya Marx había notado que el capitalismo desarrolla sus tecnologías socavando las fuentes originales de la riqueza: el suelo y los trabajadores. El primero se agota porque los capitalistas solo buscan la ganancia rápida; los segundos terminan consumidos y mutilados por la misma industria que los emplea. ¿No sucede algo parecido con la IA? Vampiriza las creaciones humanas, socavando las vidas y salarios de los artistas que utiliza para entrenarse, e incluso la estabilidad de la sociedad que la hace posible (los deep fakes, por ejemplo, tienen el potencial de alterar las elecciones democráticas).
Los marxistas han notado que el capital trabaja con tiempos diferentes a la naturaleza. El desarrollo técnico-científico produce máquinas que explotan la naturaleza cada vez más rápido. Pero la naturaleza no es capaz de reponerse con suficiente velocidad. Capital y naturaleza están siempre desalineados. Los ciclos naturales son mucho más lentos que los del capital.
Notemos que la tecnología también puede ir más rápido que la cultura. La IA está rápidamente cambiando la educación y la política, pero no hemos sido capaces de construir todavía un aparato cultural que la domestique a gran escala. Las reglas y legislaciones actuales no han logrado todavía ese objetivo.
Los ritmos de la cultura humana, incluso en nuestra época posmoderna, no son los mismos del capital. Este último ha acelerado las transformaciones culturales que ya Marx notaba en su Manifiesto Comunista de 1848, pero la domesticación de las nuevas tecnologías avanza más lento que el capital. Y lo peor: si no aceleramos la domesticación de la IA, el riesgo político y social que corremos es muy grande.
Finalicemos. El problema de la IA puede ser justamente que, por un lado, no sea lo suficientemente artificial, que se parezca mucho a lo humano en su aspecto imitativo y al capital en su aspecto explotador. Por otro, que no sea lo suficientemente humana, que sea incapaz de mejorar lo que ella misma ha creado.
Si vamos a usar la IA, debemos pensarla en una lógica de los comunes, del cuidado, y teniendo en cuenta los límites físicos de esos comunes. Y eso pasa también por la cultura.
Lo demás es mala ciencia ficción.
«Y qué envidia poder crear así», se dice uno.
Tal vez aprendimos demasiado bien la lección romántica. Nos hace falta volver al inicio, antes de que todo pasara, o antes de que nosotros pasáramos, al menos, para entender la creación sin fijar tanto su origen en la Nada, las musas, los dioses o el alma turbulenta del artista.
En Aristóteles—no tema usted ese nombre—hay otra idea, menos seductora, pero quizá más exacta: que la creación surge de la imitación.
El griego decía que los humanos somos seres imitativos. Desde muy pequeños empezamos a actuar como los otros, a hablar como los otros, a pensar como los otros. Aun así, el artista aspira a la originalidad, es decir, a lo que precede a todos y es diferente de todos. Si no aspira a ser una nueva fuente primordial, por lo menos sí a ser una de tantas fuentes creativas.
Eso lo pone, como lo vio Harald Bloom, en una relación ansiosa con sus predecesores. El creador se ve inevitablemente inspirado por quienes lo precedieron—Nirvana bebe de los Pixies, George R.R. Martin de Tolkien, Platón de Sócrates—, pero no quiere hacer una mera repetición de sus obras. Esta presión de la influencia resulta inevitablemente en una ansiedad de la influencia.
Afortunadamente, la imitación no necesariamente lleva a la mera copia. Tenemos la capacidad de ser originales a partir de la imitación. La civilización europea—o las civilizaciones europeas, si así se quiere—, ha imitado, por ejemplo, a la Antigüedad grecorromana un gran número de veces, transformándola en el proceso. La Antigüedad misma, incluso, resultó de imitaciones sucesivas. Pero cada capa de imitación ha añadido su propia mirada: es una nueva fuente.
El Renacimiento, por ejemplo, quiso imitar a los clásicos. Sin embargo, ese mismo propósito imitativo hizo posible el genio único de Miguel Ángel, Rafael y Maquiavelo (¡El florentino fue uno de los grandes creadores de aquella época!). Los Carolingios hicieron lo propio. Y los alemanes, siguiendo el ejemplo de Winckelmann, también. ¿No podemos decir incluso que el románico es, a su manera, un estilo neoclásico?
La inteligencia artificial generativa también es imitativa. En algún sentido se parece mucho a nosotros y a lo que hacemos. Toma las obras del pasado e intenta hacer algo nuevo con ellas a partir de una combinación distintiva de elementos. Y quizá, hasta cierto punto, lo está logrando.
Hay al menos una diferencia importante con nosotros, sin embargo.
Los humanos somos capaces de crear nuevas y mejores obras a partir de nuestras mismas obras; la IA, en cambio, se degenera con rapidez cuando trata de crear a partir de fuentes hechas por otra IA (los investigadores llaman a esto “MAD” por sus siglas en inglés: desorden autófago del modelo). Sus resultados, en efecto, son grotescos, mutantes, contrahechos. Esto quiere decir que la IA nos necesita siempre para iniciar su proceso imitativo.
Lo anterior tiene implicaciones económicas y sociales, empezando por una masiva redistribución de la riqueza hacia las compañías que poseen las inteligencias artificiales generativas. En efecto, las últimas se entrenan con las obras de millones de seres humanos, pero estos no reciben nada a cambio. Este es un caso más de lo que David Harvey llama “acumulación por desposesión”, es decir, una estrategia del capitalismo para transferir la riqueza de los trabajadores a los millonarios.
¿Puede ser rentable la IA generativa sin desposeer a los artistas? Para hacernos una idea, vale la pena ver un caso similar. Las Naciones Unidas patrocinó un estudio cuyo propósito era calcular la cantidad de capital natural (agua limpia, materiales, atmósfera, etc.) que las industrias consumen sin pagar por él. A precios del 2009, se trata de 7.3 trillones al año. Esto implicaría que muchas industrias no serían rentables si los costos ambientales en los que incurren estuvieran completamente integrados en ellas.
Nadie quiere todo regalado más que el capital.
La IA generativa también requiere de cantidades ingentes de capital natural, pues necesita un número gigantesco de computadores, pero a eso debe sumársele la cantidad de obras, escritos y canciones que está utilizando para entrenarse. Puede ser la desposesión del siglo.
Ya Marx había notado que el capitalismo desarrolla sus tecnologías socavando las fuentes originales de la riqueza: el suelo y los trabajadores. El primero se agota porque los capitalistas solo buscan la ganancia rápida; los segundos terminan consumidos y mutilados por la misma industria que los emplea. ¿No sucede algo parecido con la IA? Vampiriza las creaciones humanas, socavando las vidas y salarios de los artistas que utiliza para entrenarse, e incluso la estabilidad de la sociedad que la hace posible (los deep fakes, por ejemplo, tienen el potencial de alterar las elecciones democráticas).
Los marxistas han notado que el capital trabaja con tiempos diferentes a la naturaleza. El desarrollo técnico-científico produce máquinas que explotan la naturaleza cada vez más rápido. Pero la naturaleza no es capaz de reponerse con suficiente velocidad. Capital y naturaleza están siempre desalineados. Los ciclos naturales son mucho más lentos que los del capital.
Notemos que la tecnología también puede ir más rápido que la cultura. La IA está rápidamente cambiando la educación y la política, pero no hemos sido capaces de construir todavía un aparato cultural que la domestique a gran escala. Las reglas y legislaciones actuales no han logrado todavía ese objetivo.
Los ritmos de la cultura humana, incluso en nuestra época posmoderna, no son los mismos del capital. Este último ha acelerado las transformaciones culturales que ya Marx notaba en su Manifiesto Comunista de 1848, pero la domesticación de las nuevas tecnologías avanza más lento que el capital. Y lo peor: si no aceleramos la domesticación de la IA, el riesgo político y social que corremos es muy grande.
Finalicemos. El problema de la IA puede ser justamente que, por un lado, no sea lo suficientemente artificial, que se parezca mucho a lo humano en su aspecto imitativo y al capital en su aspecto explotador. Por otro, que no sea lo suficientemente humana, que sea incapaz de mejorar lo que ella misma ha creado.
Si vamos a usar la IA, debemos pensarla en una lógica de los comunes, del cuidado, y teniendo en cuenta los límites físicos de esos comunes. Y eso pasa también por la cultura.
Lo demás es mala ciencia ficción.