El arte de los oficios
El pasado 3 de noviembre la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo cumplió dos décadas de funcionar como centro de arte y capacitación en habilidades manuales en Bogotá.
Redacción Cultura
En 1714 murió Bernardino Ramazzini. Él era un médico raro, un médico rarísimo, que empezaba preguntando: “¿En qué trabaja usted?”. A nadie se le había ocurrido que eso podía tener alguna importancia. Su experiencia le permitió escribir el primer Tratado de medicina del trabajo, donde describió —una por una— las enfermedades frecuentes en más de cincuenta oficios. Y comprobó que había pocas esperanzas de curación para los obreros que comían hambre, sin sol y sin descanso, en talleres cerrados, irrespirables y mugrientos. Mientras Ramazzini moría en Padua, en Londres nacía Percivall Pott. Siguiendo las huellas del maestro italiano, este médico inglés investigó la vida y la muerte de los obreros pobres. Y entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era tan breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban desnudos por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de limpieza respiraban mucho hollín. El hollín era su verdugo.
Los oficios se convirtieron en enemigos. El trabajo comenzó a parecer peligroso y el arte de laborar se quedó en el plano mercantil. Se buscaba —busca— trabajo sólo para ganar dinero. El 28 de diciembre de 1994, don Julio Mario Santo Domingo se puso una misión: recuperar la tradición de los oficios, que, por efectos naturales de la modernización, se había ido perdiendo. Con el firme propósito de preservar el patrimonio cultural del país y especializar el trabajo manual de los artesanos como una manera de vida, en menos de una década la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo logró incluir en su programa cuatro de sus cinco oficios: el cuero y la madera en 1996 y la platería y el bordado en 1999.
Los talleres cerrados, irrespirables y mugrientos a los que médicos del siglo XVII atribuían enfermedad y pesar se cambiaron —al menos en el centro de Bogotá, al menos uno— por una casa colonial que alberga máquinas, martillos, cinceles y todos los implementos para crear un lugar donde las artes tradicionales como el trabajo con cuero, madera, platería y bordado no desaparecieran.
“Este proyecto partía de la inquietud que nos producía constatar que en Colombia el arte de los oficios se estaba perdiendo. Era común ver al artesano que pensaba que debía trabajar duro para lograr que sus hijos fueran a la universidad y aprendieran, ellos sí, algo ‘de provecho’. Al mismo tiempo era una fuente azarosa de ingresos, porque la práctica del oficio no estaba del todo valorada socialmente y, por ende, su resultado comercial era relativo”, dice Beatrice Dávila de Santo Domingo, quien, junto con su amiga y socia Poli Mallarino, emprendió hace 20 años el sueño de crear la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo.
Como Portugal, Francia, Eslovaquia, España, Bélgica, Estados Unidos, México, Brasil, Costa Rica, Cuba, Perú, Venezuela y China, Colombia ya tiene un lugar en las exposiciones artesanales en Europa, Asia y América. La Escuela logró formar y abrir puertas resaltando el talento de sus estudiantes. “La única forma de rescatar los oficios es compartiendo la sabiduría de los maestros”, dice Alexandra de Brigard, alumna de platería. Si expandimos el conocimiento, el desarrollo será permanente.
Este año la Escuela cumple 20 años. “El oficio es una enseñanza que se transmite de maestro a alumno a lo largo del tiempo. Fomentar ese conocimiento es fundamental para preservar un saber hacer que enriquece nuestra tradición cultural más profunda”, advierte Beatrice Dávila de Santo Domingo, quien después de dos décadas de función con la Escuela no ha desistido de su mayor objetivo: preservar el patrimonio artesanal de Colombia.
El lugar se ha convertido en un centro de formación para alumnos de muy diversa procedencia, tanto social como geográfica, y con intereses distintos: desde quien tiene una afición que quiere desarrollar, hasta quien ha perdido su empleo y ve aquí la posibilidad de empezar algo nuevo por su propia cuenta.
La sede de la Escuela está compuesta por tres edificaciones del centro histórico de Bogotá, en el barrio La Candelaria. La puerta: una malla como tendones de la mano labrada en madera, siempre está cerrada porque adentro está —vive— el fuego. Y adentro también están sus hijos: los hijos de los días, de los oficios.
En 1714 murió Bernardino Ramazzini. Él era un médico raro, un médico rarísimo, que empezaba preguntando: “¿En qué trabaja usted?”. A nadie se le había ocurrido que eso podía tener alguna importancia. Su experiencia le permitió escribir el primer Tratado de medicina del trabajo, donde describió —una por una— las enfermedades frecuentes en más de cincuenta oficios. Y comprobó que había pocas esperanzas de curación para los obreros que comían hambre, sin sol y sin descanso, en talleres cerrados, irrespirables y mugrientos. Mientras Ramazzini moría en Padua, en Londres nacía Percivall Pott. Siguiendo las huellas del maestro italiano, este médico inglés investigó la vida y la muerte de los obreros pobres. Y entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era tan breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban desnudos por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de limpieza respiraban mucho hollín. El hollín era su verdugo.
Los oficios se convirtieron en enemigos. El trabajo comenzó a parecer peligroso y el arte de laborar se quedó en el plano mercantil. Se buscaba —busca— trabajo sólo para ganar dinero. El 28 de diciembre de 1994, don Julio Mario Santo Domingo se puso una misión: recuperar la tradición de los oficios, que, por efectos naturales de la modernización, se había ido perdiendo. Con el firme propósito de preservar el patrimonio cultural del país y especializar el trabajo manual de los artesanos como una manera de vida, en menos de una década la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo logró incluir en su programa cuatro de sus cinco oficios: el cuero y la madera en 1996 y la platería y el bordado en 1999.
Los talleres cerrados, irrespirables y mugrientos a los que médicos del siglo XVII atribuían enfermedad y pesar se cambiaron —al menos en el centro de Bogotá, al menos uno— por una casa colonial que alberga máquinas, martillos, cinceles y todos los implementos para crear un lugar donde las artes tradicionales como el trabajo con cuero, madera, platería y bordado no desaparecieran.
“Este proyecto partía de la inquietud que nos producía constatar que en Colombia el arte de los oficios se estaba perdiendo. Era común ver al artesano que pensaba que debía trabajar duro para lograr que sus hijos fueran a la universidad y aprendieran, ellos sí, algo ‘de provecho’. Al mismo tiempo era una fuente azarosa de ingresos, porque la práctica del oficio no estaba del todo valorada socialmente y, por ende, su resultado comercial era relativo”, dice Beatrice Dávila de Santo Domingo, quien, junto con su amiga y socia Poli Mallarino, emprendió hace 20 años el sueño de crear la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo.
Como Portugal, Francia, Eslovaquia, España, Bélgica, Estados Unidos, México, Brasil, Costa Rica, Cuba, Perú, Venezuela y China, Colombia ya tiene un lugar en las exposiciones artesanales en Europa, Asia y América. La Escuela logró formar y abrir puertas resaltando el talento de sus estudiantes. “La única forma de rescatar los oficios es compartiendo la sabiduría de los maestros”, dice Alexandra de Brigard, alumna de platería. Si expandimos el conocimiento, el desarrollo será permanente.
Este año la Escuela cumple 20 años. “El oficio es una enseñanza que se transmite de maestro a alumno a lo largo del tiempo. Fomentar ese conocimiento es fundamental para preservar un saber hacer que enriquece nuestra tradición cultural más profunda”, advierte Beatrice Dávila de Santo Domingo, quien después de dos décadas de función con la Escuela no ha desistido de su mayor objetivo: preservar el patrimonio artesanal de Colombia.
El lugar se ha convertido en un centro de formación para alumnos de muy diversa procedencia, tanto social como geográfica, y con intereses distintos: desde quien tiene una afición que quiere desarrollar, hasta quien ha perdido su empleo y ve aquí la posibilidad de empezar algo nuevo por su propia cuenta.
La sede de la Escuela está compuesta por tres edificaciones del centro histórico de Bogotá, en el barrio La Candelaria. La puerta: una malla como tendones de la mano labrada en madera, siempre está cerrada porque adentro está —vive— el fuego. Y adentro también están sus hijos: los hijos de los días, de los oficios.