El artista chino Ai Weiwei y un homenaje a los refugiados
Este es el epílogo del libro “1.000 años de alegrías y penas” (sello editorial Debate), en el que el también activista revisa la historia de China, la critica y condena el destierro en que viven millones de personas en el mundo.
Ai Weiwei * / Especial para El Espectador
A finales de diciembre de 2015, Wang Fen (su compañera) y yo llevamos a Ai Lao (su hijo) a la isla griega de Lesbos. Era nuestro primer viaje juntos desde que recuperé mi pasaporte. En los meses previos, habían estado llegando diariamente a Lesbos más de una docena de barcos llenos de refugiados de Siria, Irak y Afganistán. Cuando llegué y vi la crisis de refugiados, que empeoraba cada vez más, tuve que reconsiderar mis planes. (Recomendamos: Lea aquí todos los artículos de la serie Pensadores globales 2022).
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A finales de diciembre de 2015, Wang Fen (su compañera) y yo llevamos a Ai Lao (su hijo) a la isla griega de Lesbos. Era nuestro primer viaje juntos desde que recuperé mi pasaporte. En los meses previos, habían estado llegando diariamente a Lesbos más de una docena de barcos llenos de refugiados de Siria, Irak y Afganistán. Cuando llegué y vi la crisis de refugiados, que empeoraba cada vez más, tuve que reconsiderar mis planes. (Recomendamos: Lea aquí todos los artículos de la serie Pensadores globales 2022).
Aquel día, el mar Egeo se extendía ante mí bajo un cielo de azur. En la lejanía, vi algo que parecía una balsa naranja que se movía lentamente hacia la costa. Cuando se acercó, me percaté de que era una lancha neumática cargada hasta los topes de refugiados con chalecos salvavidas color naranja. Mi primer encuentro real con un grupo de migrantes que huían de su patria, destrozada por la guerra, hizo que saltasen por los aires todas las ideas preconcebidas y me puso frente a un mundo lleno de sufrimiento y desesperación.
Ver aquella lancha me conmovió tan profundamente que la visión tuvo la fuerza de una revelación sagrada. Mientras el bote se acercaba a la costa, empecé a oír el llanto de los bebés a bordo mezclado con los gritos de los adultos. Después, una tras otra, mujeres con vestidos largos y hombres con barba bajaron con dificultad de la lancha y, con paso vacilante, se dirigieron a tierra firme. Algunos estaban tan débiles que tenían que llevarlos hasta la orilla, y allí se desplomaban, exhaustos. Aunque vi la escena, me llevó algún tiempo entender del todo lo que había presenciado.
Quería saber quiénes eran esas personas y qué los traía a estas costas extranjeras. Entre sus gritos angustiados y sus sollozos, pude ver que en el fondo de sus corazones lo que había era silencio, ya que aquello no era su hogar y no buscaban ayuda ni compasión. Sentí lo ajena y poco acogedora que aquella nueva tierra debía de resultarles. Al ver su desgracia, sentí que moría una parte de mí. En los meses siguientes, rodé un documental sobre la crisis y, para entender mejor sus causas y consecuencias, empecé a viajar mucho: a los campos de refugiados en el este de Turquía, junto a las áreas devastadas por la guerra del norte de Siria; a los asentamientos de refugiados palestinos en Líbano, que tienen más de sesenta años; a los gigantescos campos de refugiados sirios en Jordania y la tierra de nadie en su frontera septentrional.
Fui a Jerusalén y a la sitiada franja de Gaza y, más tarde, a la frontera de Estados Unidos con México. Visité un centro de acogida para refugiados recién creado en Tempelhof, que en el pasado fue uno de los principales aeropuertos de Berlín. Pero no pude encontrar a nadie dispuesto a admitir que ahora era sencillamente un campo de refugiados, ya que, desde la Segunda Guerra Mundial, los europeos se resisten a la idea de que tragedias como esa ocurran en el continente.
Viajé a Idomeni, en la frontera entre Grecia y Macedonia del Norte, donde se juntaban, en el abandono, más de diez mil refugiados de Siria, Afganistán, Irak y Pakistán: habían cortado la carretera que llevaba hacia el norte, hacia Europa, y eso había hecho saltar por los aires las esperanzas y los sueños de un sinfín de familias desplazadas. Tras muchos meses de rodaje y entrevistas, llegué a entender mejor la escala y gravedad de esta terrible crisis humanitaria. En esos días, se difundían constantemente noticias de refugiados que se ahogaban al intentar cruzar el mar: durante 2015, murieron dos niños al día en el mar Egeo.
A la larga, la gente se cansa de esas historias. En la mayoría de países europeos, los migrantes no recibían ninguna asistencia y la discriminación contra los supervivientes de conflictos armados no era menos terrible que los ejércitos de los que huían. Lo más desolador era que los peligros del recorrido y las dificultades a las que se enfrentaban los refugiados en la otra orilla no hacían flaquear su resolución de emprender el viaje. Seguían llegando como una marea; preferían que sus hijos sobreviviesen entre prejuicios antes de ver sus vidas en peligro en las ruinas de su patria destruida por la guerra.
Pensé en mi padre, los dilemas que tuvo que afrontar, las decisiones que tomó. Cuando un ser humano se enfrenta a la adversidad anhela que la siguiente generación se vea libre de dificultades como las suyas. Los niños representan la última esperanza de un refugiado: si alguien pierde a un hijo, su éxodo será inútil. Mi padre, mi hijo y yo hemos acabado emprendiendo el mismo camino, abandonando el país donde nacimos.
El sentido de pertenencia es central para la identidad, ya que solo en él puedes encontrar refugio espiritual. Como dice el refrán chino: “Una vez que te asientas, puedes seguir adelante en la vida”. Sin sentimiento de pertenencia, pierdo el lenguaje, estoy ansioso e inseguro y me enfrento a un mundo igualmente angustiado. Lesbos me ayudó a darme cuenta de lo incompleto que estaba y cómo la condición de exiliado que afligía a mi padre condicionaba también la vida de mi hijo, igual que la sombra sigue a la forma.
Desde 2011, cuando empezó el conflicto sirio, cerca de diez millones de refugiados habían sido expulsados de sus hogares y abandonado los lugares donde se alojaban sus recuerdos, perdiendo el contacto con su lenguaje y sus emociones. Cuando la memoria de un individuo o de un pueblo no puede perdurar, la tristeza que queda es como un pozo negro sin fondo. Negarse a olvidar dota a la existencia de una nueva realidad y ese acto de resistencia se ha convertido en mi misión.
En 2016 decidí empapelar las doce columnas clasicistas de la Konzerthaus, de Berlín, con varios cientos de chalecos salvavidas, y para mi exposición “Law of the Journey”, en el Museo Nacional de Praga, diseñé una lancha neumática de sesenta metros con doscientas sesenta figuras humanas de goma. En 2017, mientras montábamos el documental Human Flow, recogí ropa que habían usado los refugiados mientras los llevaban de un lugar a otro por Europa. A menudo tenían que deshacerse de prendas que habían traído de sus hogares y les habían proporcionado abrigo y algún consuelo durante su interminable viaje.
En los campos de refugiados, recolectamos zapatos abandonados de niños, pañuelos de mujer y chaquetas de hombre. Lo envié todo a mi estudio de Berlín, donde las prendas fueron lavadas y catalogadas. Con este proyecto, quise advertir a quienes disfrutan de vidas seguras que todos compartimos una forma física semejante y solo nos diferenciamos en nuestras circunstancias, recuerdos y puntos de vista. ¿Pensar en esto no ayudaría a acabar con el rechazo, el distanciamiento y la hostilidad?
Mis obras relacionadas con los migrantes son coherentes, desde el punto de vista formal, con los proyectos que me han interesado en el pasado. Ya se me considere un artista, un activista o un ciudadano, siempre trato de integrar estos roles y crear una interacción efectiva entre forma y lenguaje en mis exploraciones, las grabaciones de mis documentales y mis exposiciones.
Mi interés en la crisis de refugiados me dio la oportunidad de ir más allá del escenario de la resistencia al gobierno autoritario de China e implicarme en observaciones más universales sobre la naturaleza humana, además de expresar mejor mi idea de los derechos humanos. Como la creación artística es tan personal, a menudo se enfrenta diametralmente a la agenda del Estado. Por lo general, mi obra se opone a la voluntad grupal y estatal. Nadie puede librarse de la impronta de la cultura y el lenguaje de su época, y el arte actúa solo como pionero de la reflexión colectiva: ofrece a un grupo o un país la oportunidad de prestar atención y tomar conciencia de un asunto.
Como refugiado político, mi idea de la libertad me enemista con el autoritarismo de mi patria. Cuando elegí abandonar China, perdí el sentimiento de pertenencia y unos cimientos seguros y asumí el riesgo de ir a la deriva, sin raíces, como una planta acuática. Pero ahora mi país está en el mismo atolladero, ya que rechaza la memoria y se niega a emprender de manera honesta la tarea de construir una sociedad saludable y establecer un gobierno legítimo.
Aunque China sea cada vez más poderosa, su decadencia moral solo disemina angustia e incertidumbre en el mundo. En la actualidad, cada vez más gente se ve obligada a abandonar el hogar de sus antepasados por todo tipo de razones: guerra, discriminación religiosa, persecución política, deterioro medioambiental, hambre, pobreza... ¿Seremos capaces de eliminar estas lacras? ¿Puede una civilización construida sobre la desgracia ajena durar para siempre? ¿Quién puede estar seguro de que un día no será arrancado de su hogar y arrojado a una costa extranjera, solo para encontrar en ella discriminación y verse obligado a mendigar un poco de piedad?
Los destinos de tres generaciones (el de mi padre, mi hijo y el mío) están inextricablemente unidos a los de incontables personas que no conocemos ni conoceremos nunca. Esto me da aun más motivos para sacar lo que llevo en mi corazón, compartirlo con los demás y hacerme oír. La libre expresión es crucial para la existencia humana. Sin el sonido de la voz humana, sin el calor y el color en nuestras vidas, sin miradas atentas, la Tierra es solo una roca absurda flotando en el espacio.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debate.