El aumento del Coronavirus no es culpa del colombiano irresponsable
El facilismo discursivo de los medios le concede la culpa del aumento de los casos del virus a la irresponsabilidad de ciertos ciudadanos.
Jaír Villano
Algunos telediarios acumulan tres horas de noticias: ni siquiera así hay un abordaje amplio y matizado, despojado del maniqueísmo, la moralina y la logorrea informativa. La amplitud temporal no es equivalente a profundidad periodística. El pensamiento, lugar donde reside lo profundo, necesita de pausas, silencios, intersticios, distancias, y toda una serie de virtudes de las que carece el reportero afanado por cumplir con las exigencias de su empresa. El análisis del espectador emancipado se extravía en el exceso informativo.
Dada la estridencia y la explosión verbal hoy es más prudente no consumir cierto tipo de periodismo. La noticia, que parece ser una forma honesta y propositiva de la atención colectiva, ha desvirtuado su naturaleza: una noticia, en tiempos de pandemia, señala, estigmatiza, amenaza, desasosiega.
Le sugerimos leer la historia de vida de Pedro Crump: “Es requisito cultivarse a sí mismo”
Pero no interpela. O no en amplio sentido. La prueba es que la culpa de la positividad de los casos de COVID es de gente irresponsable, y no de la incapacidad de un Estado cuya perduración —en sus años de existencia— ha sido el no cumplimiento de los derechos más básicos de su ciudadanía.
Hay desmesura de información. Pero no preguntas: ¿por qué el colombiano prefiere salir de casa antes que exponerse a la letalidad del virus? ¿Por qué resaltarle al ciudadano que su autonomía pasó a ser un asunto colectivo, y que su eventual contagio puede ser el de muchos, incluidos sus familiares? ¿Por qué el individuo —exonerado de las necesidades de otros— arriesga su salud —y la de muchos—saliendo a lugares donde satisface el placer? ¿Por qué los sitios clandestinos, conocidos por tantos, son protegidos por autoridades corruptas? ¿Por qué los medios no llegan ahí? ¿Por qué la autoridad de la autoridad-corrupta ignora todo esto? ¿Por qué no hay cámaras en esos centros comerciales donde desfilan por montones las clases sociales del privilegio? ¿Por qué señalar al comerciante corriente, al consumidor corriente, y no a los comerciantes del privilegio, a los otros consumidores?
El exceso de información oculta contradicciones comunes en Colombia: acaso la más importante es que en este país el poblador ha estado sometido al azar más cruel desde el día en que nace. Por lo tanto, las oportunidades, los recursos, las aspiraciones, las asistencias, dependen en gran medida de la suerte. Y no de la capacidad de un Estado que protege y trata por igual a sus compatriotas.
El mismo Estado que no ha brindado los derechos más básicos a su población es el que ahora le ordena prudencia, prevención, confinamiento. Las mismas regiones que han promovido sus espacios como jolgorio y esparcimiento, y han creado una economía y una cultura con todo aquello, son las que les exigen a sus habitantes que se abstengan de lo dado. (Pero esto no lo rescatan los medios).
Se fanfarronea con toda la grandilocuencia que el caso merece: “Primero la vida”. Yo me pregunto: ¿Cuál vida? ¿Qué es la vida para el político oportunista, los mass media, los líderes de la demagogia? ¿Qué entienden estos sujetos por existencia?
En Colombia no importa la vida. Su trascendencia o no, es condicionada por la clase social del ciudadano. Por lo demás, no es relevante. (Las constantes masacres en zonas rojas es un atroz ejemplo). Y esto lo sabe, aunque quizá no lo entiende, el colombiano que padece las flagelaciones más humillantes a diario. El riesgo autónomo-colectivo es superado por la atención a las necesidades de las que carece.
Para una gran mayoría en Colombia, la letalidad no es la presencia del virus, sino la ausencia de una salud que nunca ha estado.
El miedo no es el contagio: el miedo ya está enquistado, se vive con él, se ha aprendido a convivir a pesar suyo, y por eso una enfermedad que aniquila vidas a nivel global no es paralizante.
Paraliza por oposición la falta de recursos, la violencia, el desempleo, la desaparición, el secuestro, las expresiones mínimas y hercúleas de la corrupción local, regional y nacional.
Todo esto es callado. Dado que no es resaltado en los medios, no existe. Se silencia algo dicho: los medios se silencian a sí mismos. Enmudecen las noticias verdaderamente importantes, o los matices que complejizan la facilidad de emitir el “hecho”. Las silencian emitiendo muchas otras news.
Así, el discurso oficial engrandece su disyuntiva histórica; los medios, en lugar de contraponer, hacen corrillo; luego, lo correcto es: “No salir de casa”. Los buenos no salen de casa.
El colombiano sale y se arriesga y se expone a sí mismo y expone a sus familiares no porque sea “irresponsable”, sino porque a lo largo de su vida ha estado expuesto a desgracias personales, desvaloradas, desdeñadas; a los otros nunca les ha importado su vida, nunca ha sido valiosa, de repente, esos demás señalan desde sus comodidades que se abstengan de salir: pues su vida sí importa.
Le sugerimos leer: La pandemia y los días de Sísifo
Al Estado le preocupa más que las UCIS colapsen, antes que la población desfallezca por otras calamidades. A la prensa se le ha olvidado recordar que antes de la pandemia en Colombia moría gente en la puerta de un hospital por no estar afiliado a una EPS, por falta del personal especializado en el tratamiento de una enfermedad. Que la salud en este país es un negocio muy bien aprovechado por quienes han estado en el poder. Y que esos mismos mercenarios han desviado los recursos que garantizaban una infraestructura hospitalaria sólida, y no el suplicio al que se enfrentan quienes asisten a las clínicas públicas.
No es que la gente esté en la calle, o que sea irresponsable, o que sea buena o mala; no es el hecho per se. Son las preguntas, las causales, las necesidades; las consecuencias imparciales: tanto de estar en casa como de no estar, tanto de cerrar los establecimientos nocturnos como de no cerrarlos, tanto de reabrir los teatros como de no reabrirlos, tanto de volver a cuarentena como de no volver.
No es este un país de privilegios, sino la nación de la que han sacado provecho unos privilegiados. El discurso es también un poder, los dueños de los medios lo ejercen, y un privilegio en la medida en que es una actividad que otro no ejecuta.
Muy a pesar nuestro, hoy lo personal involucra lo colectivo, y lo colectivo atraviesa lo personal. Hoy es necesario pensar en ese que no soy, en ese que no padezco, en ese que no conozco, en ese “irresponsable” que hace que aumenten los contagios.
Algunos telediarios acumulan tres horas de noticias: ni siquiera así hay un abordaje amplio y matizado, despojado del maniqueísmo, la moralina y la logorrea informativa. La amplitud temporal no es equivalente a profundidad periodística. El pensamiento, lugar donde reside lo profundo, necesita de pausas, silencios, intersticios, distancias, y toda una serie de virtudes de las que carece el reportero afanado por cumplir con las exigencias de su empresa. El análisis del espectador emancipado se extravía en el exceso informativo.
Dada la estridencia y la explosión verbal hoy es más prudente no consumir cierto tipo de periodismo. La noticia, que parece ser una forma honesta y propositiva de la atención colectiva, ha desvirtuado su naturaleza: una noticia, en tiempos de pandemia, señala, estigmatiza, amenaza, desasosiega.
Le sugerimos leer la historia de vida de Pedro Crump: “Es requisito cultivarse a sí mismo”
Pero no interpela. O no en amplio sentido. La prueba es que la culpa de la positividad de los casos de COVID es de gente irresponsable, y no de la incapacidad de un Estado cuya perduración —en sus años de existencia— ha sido el no cumplimiento de los derechos más básicos de su ciudadanía.
Hay desmesura de información. Pero no preguntas: ¿por qué el colombiano prefiere salir de casa antes que exponerse a la letalidad del virus? ¿Por qué resaltarle al ciudadano que su autonomía pasó a ser un asunto colectivo, y que su eventual contagio puede ser el de muchos, incluidos sus familiares? ¿Por qué el individuo —exonerado de las necesidades de otros— arriesga su salud —y la de muchos—saliendo a lugares donde satisface el placer? ¿Por qué los sitios clandestinos, conocidos por tantos, son protegidos por autoridades corruptas? ¿Por qué los medios no llegan ahí? ¿Por qué la autoridad de la autoridad-corrupta ignora todo esto? ¿Por qué no hay cámaras en esos centros comerciales donde desfilan por montones las clases sociales del privilegio? ¿Por qué señalar al comerciante corriente, al consumidor corriente, y no a los comerciantes del privilegio, a los otros consumidores?
El exceso de información oculta contradicciones comunes en Colombia: acaso la más importante es que en este país el poblador ha estado sometido al azar más cruel desde el día en que nace. Por lo tanto, las oportunidades, los recursos, las aspiraciones, las asistencias, dependen en gran medida de la suerte. Y no de la capacidad de un Estado que protege y trata por igual a sus compatriotas.
El mismo Estado que no ha brindado los derechos más básicos a su población es el que ahora le ordena prudencia, prevención, confinamiento. Las mismas regiones que han promovido sus espacios como jolgorio y esparcimiento, y han creado una economía y una cultura con todo aquello, son las que les exigen a sus habitantes que se abstengan de lo dado. (Pero esto no lo rescatan los medios).
Se fanfarronea con toda la grandilocuencia que el caso merece: “Primero la vida”. Yo me pregunto: ¿Cuál vida? ¿Qué es la vida para el político oportunista, los mass media, los líderes de la demagogia? ¿Qué entienden estos sujetos por existencia?
En Colombia no importa la vida. Su trascendencia o no, es condicionada por la clase social del ciudadano. Por lo demás, no es relevante. (Las constantes masacres en zonas rojas es un atroz ejemplo). Y esto lo sabe, aunque quizá no lo entiende, el colombiano que padece las flagelaciones más humillantes a diario. El riesgo autónomo-colectivo es superado por la atención a las necesidades de las que carece.
Para una gran mayoría en Colombia, la letalidad no es la presencia del virus, sino la ausencia de una salud que nunca ha estado.
El miedo no es el contagio: el miedo ya está enquistado, se vive con él, se ha aprendido a convivir a pesar suyo, y por eso una enfermedad que aniquila vidas a nivel global no es paralizante.
Paraliza por oposición la falta de recursos, la violencia, el desempleo, la desaparición, el secuestro, las expresiones mínimas y hercúleas de la corrupción local, regional y nacional.
Todo esto es callado. Dado que no es resaltado en los medios, no existe. Se silencia algo dicho: los medios se silencian a sí mismos. Enmudecen las noticias verdaderamente importantes, o los matices que complejizan la facilidad de emitir el “hecho”. Las silencian emitiendo muchas otras news.
Así, el discurso oficial engrandece su disyuntiva histórica; los medios, en lugar de contraponer, hacen corrillo; luego, lo correcto es: “No salir de casa”. Los buenos no salen de casa.
El colombiano sale y se arriesga y se expone a sí mismo y expone a sus familiares no porque sea “irresponsable”, sino porque a lo largo de su vida ha estado expuesto a desgracias personales, desvaloradas, desdeñadas; a los otros nunca les ha importado su vida, nunca ha sido valiosa, de repente, esos demás señalan desde sus comodidades que se abstengan de salir: pues su vida sí importa.
Le sugerimos leer: La pandemia y los días de Sísifo
Al Estado le preocupa más que las UCIS colapsen, antes que la población desfallezca por otras calamidades. A la prensa se le ha olvidado recordar que antes de la pandemia en Colombia moría gente en la puerta de un hospital por no estar afiliado a una EPS, por falta del personal especializado en el tratamiento de una enfermedad. Que la salud en este país es un negocio muy bien aprovechado por quienes han estado en el poder. Y que esos mismos mercenarios han desviado los recursos que garantizaban una infraestructura hospitalaria sólida, y no el suplicio al que se enfrentan quienes asisten a las clínicas públicas.
No es que la gente esté en la calle, o que sea irresponsable, o que sea buena o mala; no es el hecho per se. Son las preguntas, las causales, las necesidades; las consecuencias imparciales: tanto de estar en casa como de no estar, tanto de cerrar los establecimientos nocturnos como de no cerrarlos, tanto de reabrir los teatros como de no reabrirlos, tanto de volver a cuarentena como de no volver.
No es este un país de privilegios, sino la nación de la que han sacado provecho unos privilegiados. El discurso es también un poder, los dueños de los medios lo ejercen, y un privilegio en la medida en que es una actividad que otro no ejecuta.
Muy a pesar nuestro, hoy lo personal involucra lo colectivo, y lo colectivo atraviesa lo personal. Hoy es necesario pensar en ese que no soy, en ese que no padezco, en ese que no conozco, en ese “irresponsable” que hace que aumenten los contagios.