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El beso de una madre orgullosa

Truman Percales, especial para El Espectador
10 de diciembre de 2022 - 10:04 a. m.
Instagram del futbolista marroquí Achraf Hakimi en la que aparece la foto que se hizo viral de su celebración con su madre.
Instagram del futbolista marroquí Achraf Hakimi en la que aparece la foto que se hizo viral de su celebración con su madre.
Foto: @achrafhakimi/Instagram
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En la imagen que acompaña esta reflexión aparece el jugador marroquí Achraf Hakimi, el mejor lateral derecho del mundo, en un campo de fútbol, junto a su madre, quien agarra sus mofletes y, estrujándoselos con las uñas ennegrecidas y las manos llenas de durezas, le da un beso, uno de esos que suenan, de esos besos que ya solo dan las abuelas vivas, las personas que no tienen vergüenza de expresar su amor. Gente humilde.

Una foto llena de valores y mensajes. Cubierta con su hiyab, sin perder el orgullo de sus orígenes, ni renegar de sus creencias, luce esta madre orgullosa por la victoria de su hijo sobre Bélgica y posteriormente sobre España. No es una foto más, ni mucho menos. Mientras los belgas y los españoles se pasaban la pelota sin ningún criterio (con sus novias influencers en la grada) tratando de conservar la posición, el confort logrado, la reputación aparente, Marruecos tenía un plan, alimentado por el hambre que da la necesidad de salir adelante y la mirada atenta de una madre de otra época.

El fútbol nos ofrece pistas sobre cómo respiran las sociedades. La desmesura argentina, como evidencia de que ningún país puede avanzar ni prosperar sobre tanta emocionalidad, marrullería y ausencia de criterio. Eso solo lleva al colapso.

La alegría de Brasil y su sandunga, como ejemplo de que uno puede divertirse haciendo lo que le gusta, incluso siendo pobre. La arrogancia de Francia, esta vez orgullosa de sus excolonias y territorios de ultramar, con la sombra del Paris Saint-Germain y Catar, que en el fondo son la misma cosa, como referentes de una nueva prêt-à-porter futbolística mezquina y millonaria, que siente el control del esférico entre los pies, con el apoyo del Cartel de la FIFA, por supuesto. El Japón del mago Moriyasu, un técnico de otro planeta que ha sorprendido a todos con una fantasía que firmaría el propio Murakami. O la Portugal de Santos, el técnico melancólico y triste que nos evoca a la maravillosa Lisboa en su mirada, capaz de sentar al divo de Cristiano Ronaldo en el banquillo sin estridencias ni aspavientos, que es como se suelen hacer las cosas en ese país de gente tranquila. O una Alemania decaída y en recesión, fatigada, todavía convaleciente por la salida de la canciller Merkel y el berenjenal ucraniano.

Miro la foto otra vez, la fuerza de ese beso, la rabia de esos dedos apretando la cara desgastada de Hakimi. Toda una vida llena de sacrificios para poder pulir su talento. El esfuerzo de una madre que limpiaba casas en el sur de Madrid. La humildad y el ejemplo de un padre, el vendedor ambulante. La sencillez. La importancia de la familia, de los orígenes. La cultura propia como un valor, sin sentirse más que nadie.

Y, entonces, me viene a la memoria la selección española. Caprichosa, sin ideas, atolondrada, acomodada, quejica, insulsa, sin nervio, llena de balones sin peso ni trascendencia, de remates inexistentes. Nada de nada. Ni tan siquiera el más elemental ejercicio de autocrítica, otro rasgo habitual de la posmodernidad. Casi la mitad de los jugadores españoles no regresaron a casa, se quedaron de vacaciones en Dubái (con las influencers) celebrando el fracaso. Un ejemplo más de la ausencia de decoro y la pérdida de formas que asola Occidente. Todo vale.

La selección nacional de España como metáfora de una sociedad ensimismada, preocupada por dibujar mapas de clítoris y discutir sobre si se debe follar ante notario, o si Franco era o no un dictador (lo era), o si España es España, o qué cojones es aquel engendro. Una selección como representación de una sociedad que no sabe ni lo que quiere ni a lo que juega ni lo que necesita para avanzar. Eso fue lo que se vio en la cancha.

Un país perdido, perfectamente representado en la figura de Luis Enrique, un cacique futbolístico a la altura de los políticos y la dirigencia de la federación nacional. “Aquí mando yo, que soy el más listo”, dejó claro en muchas ocasiones. Nos ha dicho que cena seis huevos, tres fritos y tres hervidos, le encantan los boniatos y que monta bicicleta, pero no tenemos ni idea de cuál es su método para abrir equipos que se cierran. La banalidad como discurso imperante.

En frente, ideas claras, los chicos de Marruecos, hambrientos y furiosos, como en Ceuta y Melilla, saltando la verja fronteriza que separa África de Europa, desesperados, en busca de la mejor oportunidad de gol y el beso de una madre orgullosa.

Por Truman Percales, especial para El Espectador

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