Los ismos de Fiódor Dostoievski
A propósito del bicentenario del natalicio del escritor ruso, que se cumple el próximo 11 de noviembre, hablamos sobre algunas ideas que determinaron su obra literaria.
Andrés Osorio Guillott
Fiódor Mijáilovich Dostoievski lo reconoció: “Soy hijo de mi época, un hijo lleno de falta de fe y de dudas, incluso hoy, y seguiré siéndolo (lo sé) hasta el día en el que me coloquen en mi ataúd”. Fue hijo de una Rusia zarista que empezó a ver la debacle de su tiempo y su sistema; fue hijo de un momento de la historia en el que la industrialización marcó el camino para un nuevo modelo económico y social, y donde aquello que llamamos modernidad empezó también a ver el principio de su fin. Era un instante bisagra; era, tal vez, uno de los lapsos en los que más pesimismo cayó sobre quienes vivieron en aquel entonces al vaticinar la muerte de Dios y la reafirmación del verdadero trasfondo de la condición humana; ese que se fue deslumbrando en las revoluciones, en las guerras y en las sociedades corrompidas por individuos que se fueron convirtiendo en más individuos que nunca.
Y como hijo de su época, Dostoievski fue heraldo y también profeta, y lo fue desde la psicología de sus personajes, pues en ella está uno de los elementos que más valor tienen en su literatura y que, a su vez, tienen más significado para plasmar los problemas de su tiempo y los que se avecinaban con las crisis sociales y humanas que se veían no solo en Rusia, sino en gran parte de Occidente.
Individualismo, nihilismo y existencialismo son algunos de los ismos más presentes en la narrativa de Fiódor Dostoievski. Todos ellos surgieron no solo de la metamorfosis que vivía Rusia, sino la que vivió él también después de haber salido del campo de prisioneros, donde estuvo entre 1849 y 1854.
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“Poco después de que Dostoievski fue liberado del cautiverio, y mientras aún cumplía con su servicio como soldado, Rusia entró en una importantísima etapa de su desarrollo. Alejandro II resolvió liberar a los siervos, que hasta entonces habían formado la vasta mayoría del pueblo ruso, y esta decisión desencadenó fuerzas concentradas en favor del cambio social que pronto rebasaron los límites considerados permisibles por las autoridades zaristas. Todos los ideales en que se había fundado la vida rusa fueron puestos en duda; se oyeron voces influyentes proclamando que se debía buscar una base moral enteramente nueva sobre la cual edificar la sociedad humana. De este modo, la cultura rusa entró en una fase de aguda crisis; y el siguiente choque de valores, dramatizado en la literatura rusa de la época, forma el marco indispensable en el cual deben interpretarse las obras de Dostoievski”, escribió Joseph Frank, uno de los estudiosos de la narrativa del autor de Crimen y castigo, en el libro Dostoievski, la secuela de la liberación (1860-1865).
Aunque Rusia por aquella época se encontraba en un desarrollo tardío en comparación con otras naciones de Europa, la crisis social ya se había trasladado a una literatura degradada por la misma falta de valores que antaño definían las sociedades occidentales. Para ponerlo en contexto, ya habían sido, o fueron en el mismo tiempo Nikolái Vasílievich Gógol (referente para Dostoievski) en Rusia, Honoré de Balzac y Charles Baudelaire en Francia y Johann Wolfgang von Goethe en Alemania, por poner algunos ejemplos, quienes dieron un giro en la literatura y plasmaron seres humanos poseídos por una maldad e ignominia tales que muchos evocaron lo que antes habían mostrado las tragedias griegas y sus dilemas morales, o el drama y la fatalidad que se había visto en la poesía de William Shakespeare del siglo XVI al XVII.
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Pero volviendo a Dostoievski y sus ismos, habría que empezar por el individualismo, esa corriente y tendencia que encontró su auge en el siglo XIX, que el escritor ruso notó en algunas sociedades occidentales y plasmó, por ejemplo, en el Ensayo sobre el burgués: “En la naturaleza del francés, y en general del hombre occidental, no se encuentra (la fraternidad); allí solo se encuentra el principio individual, el principio privado, de la exacerbada preocupación por sí mismo, la autoprotección, la autoafirmación de su propio yo, y la oposición de este yo a toda la naturaleza y a todos los demás hombres, como un principio separado e independiente, con el mismo derecho y el mismo valor que todo aquello que existe fuera de él”.
Desde su espiritualidad surgió una preocupación por la moral, una preocupación que justamente lo llevó a notar el individualismo rampante, que se convertiría, con el paso de los años, en uno de los pilares del capitalismo, incluso en el mismo ensayo criticó que aquellos valores que promovía la Revolución francesa (igualdad, libertad y fraternidad) solo eran realmente posibles siempre y cuando hubiera dinero de por medio.
Y esa preocupación por la moral y el exceso de individualismo lo llevó a pensar por toda la humanidad, y de esa idea se desencadenó uno de los primeros aparecimientos del existencialismo en la literatura, pues casi que contemporáneo a él, Soren Kierkegaard empezó a hablar de esta corriente en la filosofía que, años más tarde, se seguiría desarrollando con pensadores como Jean Paul Sartre, Martin Heidegger, Albert Camus y Franz Kafka, entre otros.
Quizás el mejor ejemplo del existencialismo en Dostoievski está en el comienzo de Memorias del subsuelo, donde un exfuncionario civil de cuarenta años que vive en una habitación en San Petersburgo dice: “Soy un hombre enfermo. Soy repelente, creo que estoy enfermo, pero no tengo ni idea de qué enfermedad puedo tener. No sé bien qué me pone enfermo (…). Soy un hombre furioso. Creo que le pasa algo a mi hígado. Pero no sé nada de mi enfermedad y ni siquiera estoy seguro de qué parte de mí está afectada. No recibo ningún tratamiento ni nunca lo he recibido, aunque respeto profundamente a los médicos y la medicina (…). No, me niego a que me traten por rencor. Probablemente no lo entiendas. Pero yo lo entiendo. En realidad, no sabría decir contra quién se dirige mi rencor en este aspecto; soy muy consciente de que no voy a anotarme un punto con los médicos no consultándoles; soy perfectamente consciente de que haciendo esto no perjudico a nadie más que a mí mismo. Dicho y hecho todo, la razón por la que no me someto a tratamiento es por rencor. ¿Que tengo mal el hígado? ¡Que se ponga peor!”.
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Y más adelante el personaje se pregunta: “¿Cómo puedo estar seguro de mí mismo? ¿De qué causas primeras puedo partir? ¿Cuáles son mis fundamentos? ¿De dónde puedo sacarlos? Como practico el pensamiento, cada una de mis primeras causas me lleva a otra, incluso más primaria, y así hasta el infinito”.
Aunque sea anacrónico, el escenario de la enfermedad y el padecimiento se asemejan a obras que décadas después escribieron Franz Kafka, en La metamorfosis, o Jean Paul Sartre, en La náusea, una obra existencialista por antonomasia. Y es que el existencialismo se pregunta por el absurdo de la levedad de la vida y su trascendencia, que se ve atravesada por el destino inexorable de la muerte, por el desasosiego, la libertad del ser humano, la responsabilidad que tenemos de nuestros actos y de cómo ellos representan a toda la especie, y cuando nos hacemos conscientes del peso que cargamos en la espalda nos chocamos con ese despertar de consciencia en el que asumir nuestro comportamiento y nuestras ideas es asumir nuestro tiempo y nuestra condición; idea que también plasmaría Sartre en El existencialismo es un humanismo.
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Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov. Dos obras que no pueden dejarse de mencionar cuando hablamos de Fiódor Mijáilovich Dostoievski. Dos obras que nos llevan al nihilismo y a otro elemento importante para entender la literatura del ruso y también su pensamiento: la idea de Dios.
Raskólnikov, personaje central de Crimen y castigo, es uno de los emblemas de la literatura dostoievskiana y de la narrativa rusa. En palabras de Paul Strathern, que escribió Dostoievski en 90 minutos: “En la mente de Raskólnikov se desarrolla un drama igualmente interesante y vivimos con él sus sentimientos de culpa, junto al terror y la bravuconería que recubren sus pensamientos. Poco a poco va quedando claro que el mayor error de Raskólnikov ha sido no saber juzgarse a sí mismo. Es un intelectual y su mente está repleta de las ideas más modernas, pero no se conoce a sí mismo. Aquí vemos cómo un ser humano puede tener grandes ideas sobre el mundo y nuestro lugar en él y no saber en absoluto lo que significa ser un ser humano”.
De Raskólnikov surgen varias interpretaciones que, incluso, pueden contradecirse entre sí. La primera de ellas es de corte utilitarista, pues tal como lo expresa Strathern, para los intelectuales contemporáneos y coterráneos de Dostoievski, la moral era una construcción social y, por ende, no hay bien ni mal; argumento que el protagonista de Crimen y castigo defiende. Y aquí puede darse un paréntesis, pues del utilitarismo hay un posible escalón al totalitarismo, y esto último lo resalta el filósofo británico John Gray, quien afirma que varios personajes del autor ruso anticiparon o vaticinaron la esencia de las ideas totalitarias en tanto estas legitiman o justifican matar para defenderse y mantenerse.
Sin embargo, Raskólnikov aspira a ser un ser superior, y aquí de nuevo resultamos anacrónicos, pero bien vale la pena resaltar que esa figura era la misma que expresaría tiempo después Nietzsche cuando habló del superhombre, de esa figura y ese ser humano que sería capaz de valerse por sí mismo y asumiría sin temor la muerte de Dios.
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“¿Si Dios no existe entonces todo está permitido?”, se pregunta uno de los hermanos Karamazov. Y tanto en esta novela como en Los demonios, Dostoievski plantea su preocupación por la ausencia de Dios en la humanidad. Kiríllov, personaje del último libro en mención, manifiesta que será el ser humano quien ocupe el lugar de Dios, y en otro pasaje se refieren al nihilismo como el fuego en la mente de las personas. Y ese carácter nihilista nos conecta de nuevo con el existencialismo al tratarse de la pregunta sobre la capacidad que pueda tener cada individuo para soportar y controlar su libertad, comprendiendo que con esta habría, quizás, un nuevo orden moral: “Lo único que hay que destruir es la idea de Dios que ha elaborado la humanidad (…). Una vez que la humanidad renuncie a Dios, y eso ocurrirá como cambian las eras geológicas, la antigua forma de entender la vida se colapsará sola, junto a la vieja moralidad. Entonces podrá empezar una nueva era. Los hombres se asociarán para obtener todo lo que la vida puede dar, pero buscarán solo la felicidad y alegría de este mundo. Se exaltarán con el espíritu divino, sentirán un orgullo extremo y este hombre-dios andará sobre la tierra. Hora tras hora extenderá su conquista sobre la naturaleza, haciendo igual uso de su voluntad y de la ciencia (…). Pero la cuestión es, te preguntarás, si alguna vez habrá una época parecida. Porque si la hubiera, todo se resolvería y la humanidad alcanzaría su meta última”.
Fiódor Mijáilovich Dostoievski lo reconoció: “Soy hijo de mi época, un hijo lleno de falta de fe y de dudas, incluso hoy, y seguiré siéndolo (lo sé) hasta el día en el que me coloquen en mi ataúd”. Fue hijo de una Rusia zarista que empezó a ver la debacle de su tiempo y su sistema; fue hijo de un momento de la historia en el que la industrialización marcó el camino para un nuevo modelo económico y social, y donde aquello que llamamos modernidad empezó también a ver el principio de su fin. Era un instante bisagra; era, tal vez, uno de los lapsos en los que más pesimismo cayó sobre quienes vivieron en aquel entonces al vaticinar la muerte de Dios y la reafirmación del verdadero trasfondo de la condición humana; ese que se fue deslumbrando en las revoluciones, en las guerras y en las sociedades corrompidas por individuos que se fueron convirtiendo en más individuos que nunca.
Y como hijo de su época, Dostoievski fue heraldo y también profeta, y lo fue desde la psicología de sus personajes, pues en ella está uno de los elementos que más valor tienen en su literatura y que, a su vez, tienen más significado para plasmar los problemas de su tiempo y los que se avecinaban con las crisis sociales y humanas que se veían no solo en Rusia, sino en gran parte de Occidente.
Individualismo, nihilismo y existencialismo son algunos de los ismos más presentes en la narrativa de Fiódor Dostoievski. Todos ellos surgieron no solo de la metamorfosis que vivía Rusia, sino la que vivió él también después de haber salido del campo de prisioneros, donde estuvo entre 1849 y 1854.
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“Poco después de que Dostoievski fue liberado del cautiverio, y mientras aún cumplía con su servicio como soldado, Rusia entró en una importantísima etapa de su desarrollo. Alejandro II resolvió liberar a los siervos, que hasta entonces habían formado la vasta mayoría del pueblo ruso, y esta decisión desencadenó fuerzas concentradas en favor del cambio social que pronto rebasaron los límites considerados permisibles por las autoridades zaristas. Todos los ideales en que se había fundado la vida rusa fueron puestos en duda; se oyeron voces influyentes proclamando que se debía buscar una base moral enteramente nueva sobre la cual edificar la sociedad humana. De este modo, la cultura rusa entró en una fase de aguda crisis; y el siguiente choque de valores, dramatizado en la literatura rusa de la época, forma el marco indispensable en el cual deben interpretarse las obras de Dostoievski”, escribió Joseph Frank, uno de los estudiosos de la narrativa del autor de Crimen y castigo, en el libro Dostoievski, la secuela de la liberación (1860-1865).
Aunque Rusia por aquella época se encontraba en un desarrollo tardío en comparación con otras naciones de Europa, la crisis social ya se había trasladado a una literatura degradada por la misma falta de valores que antaño definían las sociedades occidentales. Para ponerlo en contexto, ya habían sido, o fueron en el mismo tiempo Nikolái Vasílievich Gógol (referente para Dostoievski) en Rusia, Honoré de Balzac y Charles Baudelaire en Francia y Johann Wolfgang von Goethe en Alemania, por poner algunos ejemplos, quienes dieron un giro en la literatura y plasmaron seres humanos poseídos por una maldad e ignominia tales que muchos evocaron lo que antes habían mostrado las tragedias griegas y sus dilemas morales, o el drama y la fatalidad que se había visto en la poesía de William Shakespeare del siglo XVI al XVII.
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Pero volviendo a Dostoievski y sus ismos, habría que empezar por el individualismo, esa corriente y tendencia que encontró su auge en el siglo XIX, que el escritor ruso notó en algunas sociedades occidentales y plasmó, por ejemplo, en el Ensayo sobre el burgués: “En la naturaleza del francés, y en general del hombre occidental, no se encuentra (la fraternidad); allí solo se encuentra el principio individual, el principio privado, de la exacerbada preocupación por sí mismo, la autoprotección, la autoafirmación de su propio yo, y la oposición de este yo a toda la naturaleza y a todos los demás hombres, como un principio separado e independiente, con el mismo derecho y el mismo valor que todo aquello que existe fuera de él”.
Desde su espiritualidad surgió una preocupación por la moral, una preocupación que justamente lo llevó a notar el individualismo rampante, que se convertiría, con el paso de los años, en uno de los pilares del capitalismo, incluso en el mismo ensayo criticó que aquellos valores que promovía la Revolución francesa (igualdad, libertad y fraternidad) solo eran realmente posibles siempre y cuando hubiera dinero de por medio.
Y esa preocupación por la moral y el exceso de individualismo lo llevó a pensar por toda la humanidad, y de esa idea se desencadenó uno de los primeros aparecimientos del existencialismo en la literatura, pues casi que contemporáneo a él, Soren Kierkegaard empezó a hablar de esta corriente en la filosofía que, años más tarde, se seguiría desarrollando con pensadores como Jean Paul Sartre, Martin Heidegger, Albert Camus y Franz Kafka, entre otros.
Quizás el mejor ejemplo del existencialismo en Dostoievski está en el comienzo de Memorias del subsuelo, donde un exfuncionario civil de cuarenta años que vive en una habitación en San Petersburgo dice: “Soy un hombre enfermo. Soy repelente, creo que estoy enfermo, pero no tengo ni idea de qué enfermedad puedo tener. No sé bien qué me pone enfermo (…). Soy un hombre furioso. Creo que le pasa algo a mi hígado. Pero no sé nada de mi enfermedad y ni siquiera estoy seguro de qué parte de mí está afectada. No recibo ningún tratamiento ni nunca lo he recibido, aunque respeto profundamente a los médicos y la medicina (…). No, me niego a que me traten por rencor. Probablemente no lo entiendas. Pero yo lo entiendo. En realidad, no sabría decir contra quién se dirige mi rencor en este aspecto; soy muy consciente de que no voy a anotarme un punto con los médicos no consultándoles; soy perfectamente consciente de que haciendo esto no perjudico a nadie más que a mí mismo. Dicho y hecho todo, la razón por la que no me someto a tratamiento es por rencor. ¿Que tengo mal el hígado? ¡Que se ponga peor!”.
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Y más adelante el personaje se pregunta: “¿Cómo puedo estar seguro de mí mismo? ¿De qué causas primeras puedo partir? ¿Cuáles son mis fundamentos? ¿De dónde puedo sacarlos? Como practico el pensamiento, cada una de mis primeras causas me lleva a otra, incluso más primaria, y así hasta el infinito”.
Aunque sea anacrónico, el escenario de la enfermedad y el padecimiento se asemejan a obras que décadas después escribieron Franz Kafka, en La metamorfosis, o Jean Paul Sartre, en La náusea, una obra existencialista por antonomasia. Y es que el existencialismo se pregunta por el absurdo de la levedad de la vida y su trascendencia, que se ve atravesada por el destino inexorable de la muerte, por el desasosiego, la libertad del ser humano, la responsabilidad que tenemos de nuestros actos y de cómo ellos representan a toda la especie, y cuando nos hacemos conscientes del peso que cargamos en la espalda nos chocamos con ese despertar de consciencia en el que asumir nuestro comportamiento y nuestras ideas es asumir nuestro tiempo y nuestra condición; idea que también plasmaría Sartre en El existencialismo es un humanismo.
Le sugerimos: Ty Cobb: La leyenda del villano del béisbol (II)
Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov. Dos obras que no pueden dejarse de mencionar cuando hablamos de Fiódor Mijáilovich Dostoievski. Dos obras que nos llevan al nihilismo y a otro elemento importante para entender la literatura del ruso y también su pensamiento: la idea de Dios.
Raskólnikov, personaje central de Crimen y castigo, es uno de los emblemas de la literatura dostoievskiana y de la narrativa rusa. En palabras de Paul Strathern, que escribió Dostoievski en 90 minutos: “En la mente de Raskólnikov se desarrolla un drama igualmente interesante y vivimos con él sus sentimientos de culpa, junto al terror y la bravuconería que recubren sus pensamientos. Poco a poco va quedando claro que el mayor error de Raskólnikov ha sido no saber juzgarse a sí mismo. Es un intelectual y su mente está repleta de las ideas más modernas, pero no se conoce a sí mismo. Aquí vemos cómo un ser humano puede tener grandes ideas sobre el mundo y nuestro lugar en él y no saber en absoluto lo que significa ser un ser humano”.
De Raskólnikov surgen varias interpretaciones que, incluso, pueden contradecirse entre sí. La primera de ellas es de corte utilitarista, pues tal como lo expresa Strathern, para los intelectuales contemporáneos y coterráneos de Dostoievski, la moral era una construcción social y, por ende, no hay bien ni mal; argumento que el protagonista de Crimen y castigo defiende. Y aquí puede darse un paréntesis, pues del utilitarismo hay un posible escalón al totalitarismo, y esto último lo resalta el filósofo británico John Gray, quien afirma que varios personajes del autor ruso anticiparon o vaticinaron la esencia de las ideas totalitarias en tanto estas legitiman o justifican matar para defenderse y mantenerse.
Sin embargo, Raskólnikov aspira a ser un ser superior, y aquí de nuevo resultamos anacrónicos, pero bien vale la pena resaltar que esa figura era la misma que expresaría tiempo después Nietzsche cuando habló del superhombre, de esa figura y ese ser humano que sería capaz de valerse por sí mismo y asumiría sin temor la muerte de Dios.
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“¿Si Dios no existe entonces todo está permitido?”, se pregunta uno de los hermanos Karamazov. Y tanto en esta novela como en Los demonios, Dostoievski plantea su preocupación por la ausencia de Dios en la humanidad. Kiríllov, personaje del último libro en mención, manifiesta que será el ser humano quien ocupe el lugar de Dios, y en otro pasaje se refieren al nihilismo como el fuego en la mente de las personas. Y ese carácter nihilista nos conecta de nuevo con el existencialismo al tratarse de la pregunta sobre la capacidad que pueda tener cada individuo para soportar y controlar su libertad, comprendiendo que con esta habría, quizás, un nuevo orden moral: “Lo único que hay que destruir es la idea de Dios que ha elaborado la humanidad (…). Una vez que la humanidad renuncie a Dios, y eso ocurrirá como cambian las eras geológicas, la antigua forma de entender la vida se colapsará sola, junto a la vieja moralidad. Entonces podrá empezar una nueva era. Los hombres se asociarán para obtener todo lo que la vida puede dar, pero buscarán solo la felicidad y alegría de este mundo. Se exaltarán con el espíritu divino, sentirán un orgullo extremo y este hombre-dios andará sobre la tierra. Hora tras hora extenderá su conquista sobre la naturaleza, haciendo igual uso de su voluntad y de la ciencia (…). Pero la cuestión es, te preguntarás, si alguna vez habrá una época parecida. Porque si la hubiera, todo se resolvería y la humanidad alcanzaría su meta última”.