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El bien es un compromiso humano

Aristócrata, poeta y ensayista, Percy Bysshe Shelley vivió una vida en contraposición con sus convicciones más profundas. Hijo, padre de ocho hijos, solo tres supervivientes; esposo de una de las escritoras más influyentes de la literatura, amigo de poetas románticos. Víctima del exilio y la enfermedad. Percy Shelley aun así confiaba en la inocencia de la humanidad.

Juliana Vargas Leal
24 de agosto de 2024 - 11:00 p. m.
Retrato de Percy Bysshe Shelley.
Retrato de Percy Bysshe Shelley.
Foto: Cortesía

El mal no es inherente al sistema de la creación, sino que es algo accidental que puede ser expulsado. Dios creó la Tierra y al hombre perfectos, hasta que el hombre, mediante su caída, “trajo la muerte al mundo y toda la desgracia”. Entonces, si la humanidad trajo consigo la desgracia, también puede expulsarla, eso creía el poeta y ensayista Percy Shelley.

Quizás, esta convicción surgió fácilmente en un contexto aristocrático, en el que una vida de cargas y privilegios era mejor que sencillamente una vida llena de cargas y sacrificios. Incluso, a pesar de que tal pensamiento está directamente relacionado con serpientes, manzanas y expulsiones del Paraíso, la mentalidad atea de Shelley pudo haberle facilitado la idea de que solo el hombre era capaz de superar las desgracias que él mismo se había causado.

Pero no hay razón para que tal convicción tenga cabida en el exilio, la enfermedad y las consecuencias de una vida anárquica. Shelley, expulsado de la universidad por su pensamiento ateo, escapó a Escocia con Harriet Westbrook, la hija de un posadero de Londres. Cuatro años después, aburrido de una vida matrimonial de juguete, escapó de nuevo, esta vez con Mary, hija del filósofo radical William Godwin y la pionera del feminismo, Mary Wollstonecraft. Durante los años posteriores de amor libre y visitas al poeta Lord Byron, pudo ahondar en la posibilidad de que el humano y la Tierra fueran perfectos. “Alastor, o el espíritu de la soledad” y el “Himno a la belleza intelectual” surgieron precisamente en esta época.

Sin embargo, la perfección humana se termina con el suicidio como respuesta a la ignorancia del mundo. Harriet Westbrook se había quitado la vida, lanzándose al lago Serpentine, en el centro del parque Hyde londinense. ¿Será por esto por lo que en aquella época escribió Laon y Cythna, el largo poema narrativo que ataca la religión y presenta una pareja de amantes incestuosos?

Tal vez, las cargas que no le puso la aristocracia se las regaló su salud. Aquejado por múltiples dolores, se instaló en Italia, buscando que el clima benigno lo curara, pero, en sus palabras, sus sentimientos fluctuaban entre una apatía perniciosa y un estado vehemente de aguda excitación tan poco natural que le daba la sensación de que las briznas de hierba y las ramas de los árboles se presentaban ante él con claridad microscópica. Se hundía en un estado de letargo e inmovilidad y muchas veces se quedaba entre el sueño y la vigilia, preso de la dolorosa irritabilidad del pensamiento.

Pero Italia le brindó el ambiente que necesitaba para maravillarse con la naturaleza y el arte de la Tierra. El espíritu poético que llevaba dentro despertó rápidamente con toda su fuerza y con mayor belleza que en sus primeros intentos. Así nació Prometeo liberado, como una continuación del mito griego de Prometeo encadenado.

En esta obra, Shelley desarrolló sus teorías abstrusas e imaginativas sobre la Creación. Le encantaba idealizar lo real, dotar al mecanismo del universo material de un alma, una voz y otorgar esto también a las emociones y a los pensamientos más sutiles y abstractos. En Prometeo liberado, conjugó el mito y la historia y refirió el fin de la tiranía y el mal, representados por Júpiter, para dar paso a una era definida por el bien y el amor. Equiparó la liberación de Prometeo a la liberación de la humanidad de las cadenas de la violencia de dioses defectuosos y la posibilidad de una nueva unión con la Naturaleza.

Exiliado de Inglaterra, enfermo y con las muertes de examantes e hijos a la espalda, Percy Bysshe Shelley aún creía en la inocencia de la humanidad, y tal vez tenía razón. Si Frankenstein o el moderno Prometeo lo hubiera escrito él y no su esposa, el protagonista no habría sido un monstruo, sino un ángel.

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