El Brujo de Otraparte
CON MOTIVO DE LA MUERTE de Fernando González, en 1964, Gonzalo Arango publicó en el Magazín Dominical de El Espectador una semblanza sobre ‘El Brujo de Otraparte ‘, a quien más que un maestro consideraba su padre.
Gonzalo Arango
Fernando González ya no es Fernando González. Ahora es lo que no era: un Destino a la Eternidad. Su espíritu atormentado se ha liberado al fin de las servidumbres del espacio y el tiempo y de las miserias de la razón. Huyendo de sus trampas y limitaciones, había optado por la experiencia mística. Dios fue la última instancia de su espíritu, y para llegar a Él se divorció de la Razón —incapaz de revelarle el misterio—, cuyo enigma podía ser descifrado por la vía directa de la intuición y del corazón, como antes lo intentaron San Agustín y Pascal.
El homenaje que hoy le quiero rendir a este hombre no es a su pensamiento, el más vivo y viril de Colombia, sino a su santidad. Porque lo amé y fui testigo de su terrible búsqueda de Dios, y a su lado padecí el peso de su Cruz, en la que quería redimirse y redimirme. No era mi Cruz, lo confieso, pero me comunicó la belleza de sufrir por ella, la gloria de sacrificarlo todo a un ideal espiritual, con lo cual quedábamos redimidos. Inclusive llegó a decirme que yo era Cristo en la medida en que aceptara el destino de Cristo, que fue Amor y Sufrimiento.
La última vez me contó que por fin había encontrado las puertas del silencio que lo conducirían hasta Dios, y que tenía ganas de morirse este año. Esto me entristeció, pues yo lo amaba y sabía que él cumpliría su palabra, que era el deseo de una vocación muy profunda: su identidad con Dios y la felicidad absoluta.
Aun así, yo no quería que se muriera, pues uno es egoísta, y juntos habíamos compartido mucho amor a la vida y a este mundo. Éramos dos poetas muy gozadores y nunca se nos ocurrió morirnos, como no fuera de risa. La imagen que tengo de Jesucristo es la de un Fernando González enamorando a las muchachas de Envigado y riéndose de los industriales antioqueños. Él era un seductor, un gran conquistador de espíritus, y yo le llevaba a los nadaístas diabólicos para que los santificara con su amor y su presencia. Él los rescataba del demonio y los dejaba listos para ir al Cielo si los buses de Envigado pasaran por allí. Tal era el poder irresistible que ejercía sobre la juventud, un poder mágico, dulce, de milagro. Estoy seguro de que por eso le gustaba llamarse “El Brujo”.
Cuando me despedí del Maestro aquella noche de enero le dije a mi amiga: “El Brujo se va a morir porque ya se quiere morir”. Aunque no estaba enfermo, al contrario, comunicaba una vitalidad radiante, no dudé de que esa era una separación para siempre. Sólo quedaba esperar el desarrollo de una lucha atroz entre su espíritu y su biología, hasta que ésta fuera vencida por su libertad de morir, que triunfó treinta días después.
El último rostro que tengo de él es el de un hombre que buscaba a Dios desesperadamente como su último Destino, como la última morada de su pensamiento para reconciliarse allí con su alma. Parece que Dios se dejó poseer por su loco anhelo de inmortalidad y de justificación.
Vi su cadáver: ¡Qué paz maravillosa! ¡Qué beatitud! ¡Qué consentimiento apacible con su muerte! Reposaba allí, sin vida, con la conciencia de un hombre reconciliado, con la serenidad de un santo. Pleno de divinidad, como si al morir hubiera realizado sus bodas con Dios. Ni un rastro de turbación, ni de duda, ni de espantosa incertidumbre. Estaba todo él mortal, sereno y lúcido, identificado con su Destino ulterior. Juro que seguía existiendo en otra Dimensión, pues la muerte era incapaz de destruir tanta energía viviente, tanta conciencia espiritual.
Nada lo separaba de sí mismo, y sin embargo nada lo alejaba de su Vida Perdurable, en cuyo nombre honró y adoró la tierra. Cumplió la cita consigo mismo, en un sitio imposible de explicar, para reunirse con su ser Eterno.
Me alegro que lo haya encontrado, pues era un espíritu muy digno de Dios, y muy sediento de su gloria. Para dar con Él, fue capaz de desafiarlo y de rendirse humildemente a su evidencia. Por amor a Él, intentó el suplicio de las contradicciones y se consagró valientemente a la destrucción de la razón —corriendo el peligro de la locura, pero venciéndola al fin— para conquistar su libertad en el ámbito de la fe y en ella el conocimiento de Dios.
Fernando González era un espíritu metafísico y al mismo tiempo el más identificado con este mundo. Contrario a los estoicos, él no despreciaba la tierra como precio para merecer el cielo. Su misticismo, al contrario, era vital, exultante, de un optimismo fiero y regocijado. Amaba la tierra con frenesí, como si ésta fuera la encarnación material del cielo. Le daba todos los prestigios de algo bello y sagrado. Por eso su obra de escritor es un himno glorificador de todo lo viviente. Pues para él, la tierra era como la fuerza viva y encarnada del amor de Dios por lo que era Él mismo en su realidad visible, la esencia de su Eternidad viviendo en el espacio y el tiempo como otras categorías de su amor divino.
Quiero decir, en síntesis, que Fernando González fue el más santo y el más humano de los hombres que conocí. Se liberó de su cuerpo por un acto de voluntad y ascendió con su muerte a un Reino Espiritual donde ya no lo alcanzamos. Algo así como otra “Otraparte” sin naranjos en flor, pero la verdadera patria de su espíritu. A él le suplico que siga existiendo Allá, pues tal vez algún día le rezaré como santo, para recordarle que nunca lo olvidaré como hombre y como escritor.
Fernando González ya no es Fernando González. Ahora es lo que no era: un Destino a la Eternidad. Su espíritu atormentado se ha liberado al fin de las servidumbres del espacio y el tiempo y de las miserias de la razón. Huyendo de sus trampas y limitaciones, había optado por la experiencia mística. Dios fue la última instancia de su espíritu, y para llegar a Él se divorció de la Razón —incapaz de revelarle el misterio—, cuyo enigma podía ser descifrado por la vía directa de la intuición y del corazón, como antes lo intentaron San Agustín y Pascal.
El homenaje que hoy le quiero rendir a este hombre no es a su pensamiento, el más vivo y viril de Colombia, sino a su santidad. Porque lo amé y fui testigo de su terrible búsqueda de Dios, y a su lado padecí el peso de su Cruz, en la que quería redimirse y redimirme. No era mi Cruz, lo confieso, pero me comunicó la belleza de sufrir por ella, la gloria de sacrificarlo todo a un ideal espiritual, con lo cual quedábamos redimidos. Inclusive llegó a decirme que yo era Cristo en la medida en que aceptara el destino de Cristo, que fue Amor y Sufrimiento.
La última vez me contó que por fin había encontrado las puertas del silencio que lo conducirían hasta Dios, y que tenía ganas de morirse este año. Esto me entristeció, pues yo lo amaba y sabía que él cumpliría su palabra, que era el deseo de una vocación muy profunda: su identidad con Dios y la felicidad absoluta.
Aun así, yo no quería que se muriera, pues uno es egoísta, y juntos habíamos compartido mucho amor a la vida y a este mundo. Éramos dos poetas muy gozadores y nunca se nos ocurrió morirnos, como no fuera de risa. La imagen que tengo de Jesucristo es la de un Fernando González enamorando a las muchachas de Envigado y riéndose de los industriales antioqueños. Él era un seductor, un gran conquistador de espíritus, y yo le llevaba a los nadaístas diabólicos para que los santificara con su amor y su presencia. Él los rescataba del demonio y los dejaba listos para ir al Cielo si los buses de Envigado pasaran por allí. Tal era el poder irresistible que ejercía sobre la juventud, un poder mágico, dulce, de milagro. Estoy seguro de que por eso le gustaba llamarse “El Brujo”.
Cuando me despedí del Maestro aquella noche de enero le dije a mi amiga: “El Brujo se va a morir porque ya se quiere morir”. Aunque no estaba enfermo, al contrario, comunicaba una vitalidad radiante, no dudé de que esa era una separación para siempre. Sólo quedaba esperar el desarrollo de una lucha atroz entre su espíritu y su biología, hasta que ésta fuera vencida por su libertad de morir, que triunfó treinta días después.
El último rostro que tengo de él es el de un hombre que buscaba a Dios desesperadamente como su último Destino, como la última morada de su pensamiento para reconciliarse allí con su alma. Parece que Dios se dejó poseer por su loco anhelo de inmortalidad y de justificación.
Vi su cadáver: ¡Qué paz maravillosa! ¡Qué beatitud! ¡Qué consentimiento apacible con su muerte! Reposaba allí, sin vida, con la conciencia de un hombre reconciliado, con la serenidad de un santo. Pleno de divinidad, como si al morir hubiera realizado sus bodas con Dios. Ni un rastro de turbación, ni de duda, ni de espantosa incertidumbre. Estaba todo él mortal, sereno y lúcido, identificado con su Destino ulterior. Juro que seguía existiendo en otra Dimensión, pues la muerte era incapaz de destruir tanta energía viviente, tanta conciencia espiritual.
Nada lo separaba de sí mismo, y sin embargo nada lo alejaba de su Vida Perdurable, en cuyo nombre honró y adoró la tierra. Cumplió la cita consigo mismo, en un sitio imposible de explicar, para reunirse con su ser Eterno.
Me alegro que lo haya encontrado, pues era un espíritu muy digno de Dios, y muy sediento de su gloria. Para dar con Él, fue capaz de desafiarlo y de rendirse humildemente a su evidencia. Por amor a Él, intentó el suplicio de las contradicciones y se consagró valientemente a la destrucción de la razón —corriendo el peligro de la locura, pero venciéndola al fin— para conquistar su libertad en el ámbito de la fe y en ella el conocimiento de Dios.
Fernando González era un espíritu metafísico y al mismo tiempo el más identificado con este mundo. Contrario a los estoicos, él no despreciaba la tierra como precio para merecer el cielo. Su misticismo, al contrario, era vital, exultante, de un optimismo fiero y regocijado. Amaba la tierra con frenesí, como si ésta fuera la encarnación material del cielo. Le daba todos los prestigios de algo bello y sagrado. Por eso su obra de escritor es un himno glorificador de todo lo viviente. Pues para él, la tierra era como la fuerza viva y encarnada del amor de Dios por lo que era Él mismo en su realidad visible, la esencia de su Eternidad viviendo en el espacio y el tiempo como otras categorías de su amor divino.
Quiero decir, en síntesis, que Fernando González fue el más santo y el más humano de los hombres que conocí. Se liberó de su cuerpo por un acto de voluntad y ascendió con su muerte a un Reino Espiritual donde ya no lo alcanzamos. Algo así como otra “Otraparte” sin naranjos en flor, pero la verdadera patria de su espíritu. A él le suplico que siga existiendo Allá, pues tal vez algún día le rezaré como santo, para recordarle que nunca lo olvidaré como hombre y como escritor.