El caballito de palo (Cuentos de sábado en la tarde)
“Un deseo navideño que toca el alma de una madre, un niño que pide lo imposible y una carta que no solo lleva juguetes, sino un mensaje mucho más profundo.
Reinaldo Spitaletta
—Ma’ ¿puedo pedirle al Niño Jesús lo que yo quiera?
La madre miró al muchacho con interés curioso para saber más acerca del regalo navideño. Por un momento, dudó. Y la iluminación advino, como una aparición de lenguas de fuego con sugerencias varias sobre el futuro.
—Claro, mi niño, ¡cómo no! —, contestó con la intención de parecer segura.
El muchacho, de siete años, que había pasado ya el primero de escuela con brillo, según dijo la maestra en su reporte final, se rascó la cabecita de cabellos castaño claro y soltó su deseo decembrino. La madre calculó que no fuera a ser una solicitud exagerada, porque, pensó, “no está el palo pa’ cucharas”, aunque ella era una trabajadora de fábrica textil, que había heredado el puesto de su marido, muerto en un accidente de tránsito cuando el bus lo llevaba, con otros compañeros, a jugar un partido de fútbol a un pueblo del norte, en representación de la empresa. Todos los ocupantes murieron, menos el conductor.
—Un balón de vejiga y un caballito de palo — la voz del muchacho sonó enfática, con certidumbres.
—¿Ya escribiste la cartita?
El muchacho sonrió y como lo que más le gustaba, según la maestra, era la escritura en esos cuadernos doble línea, con renglones azulosos, no había por qué dudar. Su mamá había visto esos rayones, frasecitas sobre amo mucho a mi mamá, mi mamá me mima, mi papá está en el cielo y otras ideas de niño de escuela.
—La voy a escribir —dijo y siguió sonriendo.
La madre se lo quedó observando, tan parecido a su padre en la mirada, su nariz de respingo, sus cachetes sonrosados, pero también tenía algo suyo, y era la forma de los labios, el mentón con hoyuelo y el color del cabello. “Por él soy empleada de fábrica y por él haré todo lo que esté a mi alcance”, pensó. “Mañana 23 iré a comprar sus regalos y algo más”.
—Dale, pues, a escribirla pronto, mi querido — dijo la madre, muy ansiosa y con un brillo de mediodía en sus ojos garzos.
El muchacho salió corriendo hacia su pieza y ella se quedó mirándolo, como si estuviera viendo el vuelo de un ángel o de una figura celestial no identificada, sin alas, sin halo, pero llena de gracia y luz interior. Lo siguió hasta que fue una inexplicable especie de recuerdo y se coló en el cuarto de puerta azul celeste. “Qué raro —pensó—, lo vi como si se tratara de un muchacho de cuento de hadas”. Tuvo la idea momentánea de ir hasta la alcoba del niño, con pasos de gato para espiarlo, pero rápido la desechó. Caminó hasta la cocina y se preparó un café.
Tal vez habían pasado veinte minutos cuando el muchacho la buscó y le dijo que ya tenía la carta lista. Ya estaban hechos los pedidos. Mostró un sobre de ribetes con figuras geométricas azules y rojas. Lo había pegado con goma. Estaba lacrado. La señora lo recibió y advirtió un inexplicable temblor en sus manos. Fue a guardarlo en la cartera que iba a llevar al día siguiente a las compras. Ambos rieron y la alegría se esparció por aquel ámbito sin excesos, bien iluminado, con un patio central con materos sembrados de azaleas y geranios.
Al día siguiente, por la mañana, la señora, que gozaba de sus días de asueto, se arregló de la mejor forma para irse de compras. Le dijo al muchacho que iba a salir y no lo podría llevar. “Te quedarás en casa de doña Aurora”, anotó con decisión. Él hizo un gesto como si, sobre todo, quisiera ir con su mamá a acompañarla para saber dónde era que ella depositaría su carta de peticiones. Ambos salieron, ella, que tenía todo preparado, lo dejó donde la vecina, madre de otro chico más o menos de la misma edad. Lo extraño es que, el de la vecina, no enviaba cartas, sino que se dedicaba a esperar la llegada de la Nochebuena, según contó su madre. “Igual el Niño Jesús llega aquí y allá, con cartas o sin ellas”, dijo con tremenda sonrisa de gusto.
Al despedirse, el chico de la carta abrazó a su mamá y le dijo que lo cargara. “No, ya pesas mucho”, se resistió ella, aunque lo alzó un poco y le estampó un besote. Iba pensando en la medida que se acercaba a la zona de comercios, que tenía ganas de abrir la cartita para ver si, de pronto, porque los niños son desmesurados en sus peticiones, había otras fuera de las ya anunciadas. O alguna inalcanzable. Se resistió hasta llegar al primer almacén, con una sección variada de juguetería. Buscó el balón. Vio uno de color café con la vejiga asomándose. Averiguó precios y se lo envolvieron en papel de seda verde y rojo. Siguió andando. Le picaban las manos por sentarse y sacar la cartita de la cartera.
En una heladería compró un refresco. Sentada viendo pasar a los transeúntes, sacó el sobre. Lo abrió y comenzó una lectura que la dejó turulata y le hizo brotar algunas lágrimas. Decía así, aparte de la solicitud de los dos juguetes, que por favor le devolvieran a su padre, que era el que mejor jugaba con una pelota, el que más sabía “perriar”, al que aplaudían los que iban a ver los partidos en la cancha de la empresa y en otras, él quería ser un jugador como su papá. Una manchita que ella supuso era de una lágrima, se notó en el papel, mejor dicho, en la Carta al Niño Jesús, como la tituló el muchachín.
Cuando salió, en la calle había congestiones, agites, un ir y venir que la mareaba. Se dirigió a un almacén de artesanías, buscó entre las vitrinas y encontró un hermoso caballito de palo, con cabeza de cuero crudo, ojos de botones grandes, rienda y un palo a modo de cuerpo, pintado de azul cielo. Se lo envolvieron en un enorme papel celofán amarillo carnaval. Iba, de regreso a casa, muy feliz la señora con los “traídos” de su hijo. Llegó a casa, los escondió en la parte alta de un enorme escaparate y salió hacia donde la vecina.
Caminó las cinco cuadras que la distanciaban de la vecina y a cada momento iba viendo una agitación en el sector, gentes con caras de acontecimiento, “qué pasaría”, se preguntaba la señora que hasta entonces llevaba dibujada en su cara aún joven, una sonrisa. Cada vez era mayor el tumulto. Quería pasar a toda costa. Nadie la miraba. Había una sensación de mal presagio en el aire, ella la advirtió y a distancia se escuchaban llantos, lamentaciones, y de pronto, cuando ella preguntó que había sucedido, una mujer le dijo que una volqueta había atropellado a dos niños. Ninguno sobrevivió. Antes de desmayarse, la señora vio cruzar por el firmamento (según lo contó años después, en un diciembre) un caballito de palo al que le habían crecido alas.
—Ma’ ¿puedo pedirle al Niño Jesús lo que yo quiera?
La madre miró al muchacho con interés curioso para saber más acerca del regalo navideño. Por un momento, dudó. Y la iluminación advino, como una aparición de lenguas de fuego con sugerencias varias sobre el futuro.
—Claro, mi niño, ¡cómo no! —, contestó con la intención de parecer segura.
El muchacho, de siete años, que había pasado ya el primero de escuela con brillo, según dijo la maestra en su reporte final, se rascó la cabecita de cabellos castaño claro y soltó su deseo decembrino. La madre calculó que no fuera a ser una solicitud exagerada, porque, pensó, “no está el palo pa’ cucharas”, aunque ella era una trabajadora de fábrica textil, que había heredado el puesto de su marido, muerto en un accidente de tránsito cuando el bus lo llevaba, con otros compañeros, a jugar un partido de fútbol a un pueblo del norte, en representación de la empresa. Todos los ocupantes murieron, menos el conductor.
—Un balón de vejiga y un caballito de palo — la voz del muchacho sonó enfática, con certidumbres.
—¿Ya escribiste la cartita?
El muchacho sonrió y como lo que más le gustaba, según la maestra, era la escritura en esos cuadernos doble línea, con renglones azulosos, no había por qué dudar. Su mamá había visto esos rayones, frasecitas sobre amo mucho a mi mamá, mi mamá me mima, mi papá está en el cielo y otras ideas de niño de escuela.
—La voy a escribir —dijo y siguió sonriendo.
La madre se lo quedó observando, tan parecido a su padre en la mirada, su nariz de respingo, sus cachetes sonrosados, pero también tenía algo suyo, y era la forma de los labios, el mentón con hoyuelo y el color del cabello. “Por él soy empleada de fábrica y por él haré todo lo que esté a mi alcance”, pensó. “Mañana 23 iré a comprar sus regalos y algo más”.
—Dale, pues, a escribirla pronto, mi querido — dijo la madre, muy ansiosa y con un brillo de mediodía en sus ojos garzos.
El muchacho salió corriendo hacia su pieza y ella se quedó mirándolo, como si estuviera viendo el vuelo de un ángel o de una figura celestial no identificada, sin alas, sin halo, pero llena de gracia y luz interior. Lo siguió hasta que fue una inexplicable especie de recuerdo y se coló en el cuarto de puerta azul celeste. “Qué raro —pensó—, lo vi como si se tratara de un muchacho de cuento de hadas”. Tuvo la idea momentánea de ir hasta la alcoba del niño, con pasos de gato para espiarlo, pero rápido la desechó. Caminó hasta la cocina y se preparó un café.
Tal vez habían pasado veinte minutos cuando el muchacho la buscó y le dijo que ya tenía la carta lista. Ya estaban hechos los pedidos. Mostró un sobre de ribetes con figuras geométricas azules y rojas. Lo había pegado con goma. Estaba lacrado. La señora lo recibió y advirtió un inexplicable temblor en sus manos. Fue a guardarlo en la cartera que iba a llevar al día siguiente a las compras. Ambos rieron y la alegría se esparció por aquel ámbito sin excesos, bien iluminado, con un patio central con materos sembrados de azaleas y geranios.
Al día siguiente, por la mañana, la señora, que gozaba de sus días de asueto, se arregló de la mejor forma para irse de compras. Le dijo al muchacho que iba a salir y no lo podría llevar. “Te quedarás en casa de doña Aurora”, anotó con decisión. Él hizo un gesto como si, sobre todo, quisiera ir con su mamá a acompañarla para saber dónde era que ella depositaría su carta de peticiones. Ambos salieron, ella, que tenía todo preparado, lo dejó donde la vecina, madre de otro chico más o menos de la misma edad. Lo extraño es que, el de la vecina, no enviaba cartas, sino que se dedicaba a esperar la llegada de la Nochebuena, según contó su madre. “Igual el Niño Jesús llega aquí y allá, con cartas o sin ellas”, dijo con tremenda sonrisa de gusto.
Al despedirse, el chico de la carta abrazó a su mamá y le dijo que lo cargara. “No, ya pesas mucho”, se resistió ella, aunque lo alzó un poco y le estampó un besote. Iba pensando en la medida que se acercaba a la zona de comercios, que tenía ganas de abrir la cartita para ver si, de pronto, porque los niños son desmesurados en sus peticiones, había otras fuera de las ya anunciadas. O alguna inalcanzable. Se resistió hasta llegar al primer almacén, con una sección variada de juguetería. Buscó el balón. Vio uno de color café con la vejiga asomándose. Averiguó precios y se lo envolvieron en papel de seda verde y rojo. Siguió andando. Le picaban las manos por sentarse y sacar la cartita de la cartera.
En una heladería compró un refresco. Sentada viendo pasar a los transeúntes, sacó el sobre. Lo abrió y comenzó una lectura que la dejó turulata y le hizo brotar algunas lágrimas. Decía así, aparte de la solicitud de los dos juguetes, que por favor le devolvieran a su padre, que era el que mejor jugaba con una pelota, el que más sabía “perriar”, al que aplaudían los que iban a ver los partidos en la cancha de la empresa y en otras, él quería ser un jugador como su papá. Una manchita que ella supuso era de una lágrima, se notó en el papel, mejor dicho, en la Carta al Niño Jesús, como la tituló el muchachín.
Cuando salió, en la calle había congestiones, agites, un ir y venir que la mareaba. Se dirigió a un almacén de artesanías, buscó entre las vitrinas y encontró un hermoso caballito de palo, con cabeza de cuero crudo, ojos de botones grandes, rienda y un palo a modo de cuerpo, pintado de azul cielo. Se lo envolvieron en un enorme papel celofán amarillo carnaval. Iba, de regreso a casa, muy feliz la señora con los “traídos” de su hijo. Llegó a casa, los escondió en la parte alta de un enorme escaparate y salió hacia donde la vecina.
Caminó las cinco cuadras que la distanciaban de la vecina y a cada momento iba viendo una agitación en el sector, gentes con caras de acontecimiento, “qué pasaría”, se preguntaba la señora que hasta entonces llevaba dibujada en su cara aún joven, una sonrisa. Cada vez era mayor el tumulto. Quería pasar a toda costa. Nadie la miraba. Había una sensación de mal presagio en el aire, ella la advirtió y a distancia se escuchaban llantos, lamentaciones, y de pronto, cuando ella preguntó que había sucedido, una mujer le dijo que una volqueta había atropellado a dos niños. Ninguno sobrevivió. Antes de desmayarse, la señora vio cruzar por el firmamento (según lo contó años después, en un diciembre) un caballito de palo al que le habían crecido alas.