El calendario de papelitos (Cuentos de sábado en la tarde)
Cada fin de año aparecía en la casa el calendario de siempre. Era el eterno aguinaldo del granero donde éramos clientes. Lo poníamos en alguna pared de la cocina, un lugar muy relacionado con la andadura del tiempo.
José Hoyos
El calendario se componía de un cartón con alguna imagen publicitaria en cuya parte inferior había un rectángulo grueso de papelitos para ir siendo arrancados, uno por cada día. Estaban en bloque pero dispuestos para ser sacados de forma independiente. Cada papelito tenía un número grande y grueso, más abajo estaba el año, el mes y una línea corta para hoy es el día de, y en letras más pequeñas alguna cita ilustre o frase motivacional. Cada día estaba representado por un papelito. El de hoy, por ejemplo, habiendo esperado tanto tiempo a la espalda del papelito precedente, mañana será un residuo en la basura, y así con todos hasta que el año completo terminaba en un vertedero. Mi madre siempre asumió como suya la responsabilidad de que el papelito señalara el día en que estuviéramos, no fuera a ser que durante el jueves 5 estuviera exhibido el del miércoles 4, o peor aún, el del martes 3. Un descuido así significaba para ella un retraso en el tiempo, como si en la casa todos nos quedáramos anclados a un día que ya pasó y eso nos impidiera vivir los venideros.
Para asentarnos debidamente en cada nueva mañana, incluso antes del café con leche, primero confirmábamos que el papelito exhibido correspondiera con el día en que estábamos. Ella se levantaba muy temprano y lo primero que hacía era arrancar el papelito con un chasquido ligero y hacer con él un zurullo en el que iban a ser aventadas todas las respiraciones, los parpadeos, los aromas de césped cortados, los ladridos del perro, las andanzas en bicicleta, los mensajes enviados, todos los clap del segundero, las sombras de mujer, el agua llovida, todos los saludos entre amigos y todas las palabras y las ropas y los pasos y los pájaros y los gestos y los hechos y los sonidos y todo lo lamido por la costumbre, junto a las experiencias y los latidos del día de ayer, todo plaf. Pero bastaba la aparición del nuevo papelito para que todo volviera a edificarse. Cuando se acercaba otro fin de año, el montoncito de papeles era tan lánguido y flaco que nos daba la impresión de que el tiempo llegaría a una calle ciega y no habría más mañana. Entonces mi madre se apuraba a traer el nuevo calendario, y al ponerlo en la pared nos abría otro plazo, volvían las palabras y los pájaros a desplegarse y las bicicletas a rodar y los amigos a saludarse. El tiempo otra vez se llenaba de sí mismo y había más aromas de césped creciendo y nuevas sombras de mujer.
Durante un fin de semana en que mi madre no estuvo en la casa nos olvidamos de actualizar los papelitos y llegó el lunes sin que hubiéramos abandonado el viernes. Cuando volvió nos reprendió severamente por haber dejado escapar ¡tres días! No le paró bolas al argumento que le expusimos de que ahora en la casa éramos tres días menos viejos que el resto del mundo. “Menos vejez no, menos vida”, dijo. Era como si todo el mundo se hubiera movido y nosotros siguiéramos en el mismo lugar. Con los años le dedicaba mayor importancia a la tarea de los papelitos. Hubo noches en que, faltando todavía cuatro o cinco horas para que se terminara el día, ya tenía ganas de arrancar el papelito para dejar al descubierto el siguiente, a manera de rayo de sol mañanero surgiendo entre las montañas. Pero le parecía demasiado prematuro, así que solo lo doblada por la mitad sin quitarlo, como para verle las orejas al día de mañana a manera de garantía de que sí iba a llegar. Dejaba al descubierto la mitad del mañana. Otras veces, en lugar de echar a la basura el papelito de ayer, lo dejaba dos o tres días a la vista de todos sobre una mesa, como velando un muerto, indecisa sobre si hacerlo pasar a la nada absoluta del basurero o retenerlo como se acostumbra con las postales y la nostalgia.
Vino entonces la delicada cirugía que hubo que practicarle, y cuando empezó a recuperarse y recobró el enamoramiento por la vida ya nunca botaba los papelitos. Los ordenaba y guardaba con mucho cuidado de no perder ninguno, como queriendo usarlos para armarse otro tiempo, uno de repuesto, por si el tiempo titular volvía a ponerse en peligro. Era su forma silenciosa de rendirle tributo al pasado y de pactar con el futuro. Siempre que jugaba con sus nietos, enseguida corría a cerciorarse de que el calendario aún tuviera bastantes papelitos sin despegar. Es más, quería asegurar calendarios de reserva, todos los que fueran posibles. Para evitar el riesgo enorme de que a fin de año no llegara el calendario esperado, mi madre tomó la generosa medida preventiva de conseguir y almacenar los calendarios correspondientes a los años venideros, muchos, aún más de los que ella podía vivir.
El calendario se componía de un cartón con alguna imagen publicitaria en cuya parte inferior había un rectángulo grueso de papelitos para ir siendo arrancados, uno por cada día. Estaban en bloque pero dispuestos para ser sacados de forma independiente. Cada papelito tenía un número grande y grueso, más abajo estaba el año, el mes y una línea corta para hoy es el día de, y en letras más pequeñas alguna cita ilustre o frase motivacional. Cada día estaba representado por un papelito. El de hoy, por ejemplo, habiendo esperado tanto tiempo a la espalda del papelito precedente, mañana será un residuo en la basura, y así con todos hasta que el año completo terminaba en un vertedero. Mi madre siempre asumió como suya la responsabilidad de que el papelito señalara el día en que estuviéramos, no fuera a ser que durante el jueves 5 estuviera exhibido el del miércoles 4, o peor aún, el del martes 3. Un descuido así significaba para ella un retraso en el tiempo, como si en la casa todos nos quedáramos anclados a un día que ya pasó y eso nos impidiera vivir los venideros.
Para asentarnos debidamente en cada nueva mañana, incluso antes del café con leche, primero confirmábamos que el papelito exhibido correspondiera con el día en que estábamos. Ella se levantaba muy temprano y lo primero que hacía era arrancar el papelito con un chasquido ligero y hacer con él un zurullo en el que iban a ser aventadas todas las respiraciones, los parpadeos, los aromas de césped cortados, los ladridos del perro, las andanzas en bicicleta, los mensajes enviados, todos los clap del segundero, las sombras de mujer, el agua llovida, todos los saludos entre amigos y todas las palabras y las ropas y los pasos y los pájaros y los gestos y los hechos y los sonidos y todo lo lamido por la costumbre, junto a las experiencias y los latidos del día de ayer, todo plaf. Pero bastaba la aparición del nuevo papelito para que todo volviera a edificarse. Cuando se acercaba otro fin de año, el montoncito de papeles era tan lánguido y flaco que nos daba la impresión de que el tiempo llegaría a una calle ciega y no habría más mañana. Entonces mi madre se apuraba a traer el nuevo calendario, y al ponerlo en la pared nos abría otro plazo, volvían las palabras y los pájaros a desplegarse y las bicicletas a rodar y los amigos a saludarse. El tiempo otra vez se llenaba de sí mismo y había más aromas de césped creciendo y nuevas sombras de mujer.
Durante un fin de semana en que mi madre no estuvo en la casa nos olvidamos de actualizar los papelitos y llegó el lunes sin que hubiéramos abandonado el viernes. Cuando volvió nos reprendió severamente por haber dejado escapar ¡tres días! No le paró bolas al argumento que le expusimos de que ahora en la casa éramos tres días menos viejos que el resto del mundo. “Menos vejez no, menos vida”, dijo. Era como si todo el mundo se hubiera movido y nosotros siguiéramos en el mismo lugar. Con los años le dedicaba mayor importancia a la tarea de los papelitos. Hubo noches en que, faltando todavía cuatro o cinco horas para que se terminara el día, ya tenía ganas de arrancar el papelito para dejar al descubierto el siguiente, a manera de rayo de sol mañanero surgiendo entre las montañas. Pero le parecía demasiado prematuro, así que solo lo doblada por la mitad sin quitarlo, como para verle las orejas al día de mañana a manera de garantía de que sí iba a llegar. Dejaba al descubierto la mitad del mañana. Otras veces, en lugar de echar a la basura el papelito de ayer, lo dejaba dos o tres días a la vista de todos sobre una mesa, como velando un muerto, indecisa sobre si hacerlo pasar a la nada absoluta del basurero o retenerlo como se acostumbra con las postales y la nostalgia.
Vino entonces la delicada cirugía que hubo que practicarle, y cuando empezó a recuperarse y recobró el enamoramiento por la vida ya nunca botaba los papelitos. Los ordenaba y guardaba con mucho cuidado de no perder ninguno, como queriendo usarlos para armarse otro tiempo, uno de repuesto, por si el tiempo titular volvía a ponerse en peligro. Era su forma silenciosa de rendirle tributo al pasado y de pactar con el futuro. Siempre que jugaba con sus nietos, enseguida corría a cerciorarse de que el calendario aún tuviera bastantes papelitos sin despegar. Es más, quería asegurar calendarios de reserva, todos los que fueran posibles. Para evitar el riesgo enorme de que a fin de año no llegara el calendario esperado, mi madre tomó la generosa medida preventiva de conseguir y almacenar los calendarios correspondientes a los años venideros, muchos, aún más de los que ella podía vivir.