El camino sin retorno de Virginia Woolf
El 25 de enero de 1882, hace ciento cuarenta años, nació Virginia Woolf, autora de la novela “La señora Dalloway”, entre otras. A pesar de los episodios depresivos que la llevaron más de una vez a estar recluida en un centro psiquiátrico, la escritura la acompañó hasta el día de su muerte.
Danelys Vega Cardozo
Lo que salva también caduca porque hay un momento en que parece que ya nada es suficiente. Las fuerzas se agotan como las pilas se acaban. La mente se cansa y el cuerpo se desvanece. Las voces, quizá, se hacen más fuertes. Acallarlas es una tarea con un final predecible: el de la derrota. Una decisión pone punto final al sufrimiento. Al padecimiento diario que solo quien lo vive puede entenderlo. Los momentos de felicidad se van desvaneciendo. La tristeza, tal vez, comienza a “enriquecer” cada rincón de su vida. Hasta que sucede lo que otros quisieron evitar y con lo que luchó sin cesar. Dos cartas quedan como recuerdos. Palabras que no alcanzan, que se quedan cortas. Las letras como despedida para evitar el encuentro y el cambio de planes. Las piedras son lo último que la acompañan. Los bolsillos de su abrigo ahora pesan lo que pesa su vida. El río Ouse la recibe. Su cuerpo queda sumergido entre sus aguas. Tres semanas después lo hallan sin vida. Todo se convierte en cenizas. Aquellas que son esparcidas en el jardín de su casa por su esposo. Ese que acompañó a Virginia Woolf hasta aquel 28 de marzo de 1941 cuando ella se suicidó.
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Lo que salva también caduca porque hay un momento en que parece que ya nada es suficiente. Las fuerzas se agotan como las pilas se acaban. La mente se cansa y el cuerpo se desvanece. Las voces, quizá, se hacen más fuertes. Acallarlas es una tarea con un final predecible: el de la derrota. Una decisión pone punto final al sufrimiento. Al padecimiento diario que solo quien lo vive puede entenderlo. Los momentos de felicidad se van desvaneciendo. La tristeza, tal vez, comienza a “enriquecer” cada rincón de su vida. Hasta que sucede lo que otros quisieron evitar y con lo que luchó sin cesar. Dos cartas quedan como recuerdos. Palabras que no alcanzan, que se quedan cortas. Las letras como despedida para evitar el encuentro y el cambio de planes. Las piedras son lo último que la acompañan. Los bolsillos de su abrigo ahora pesan lo que pesa su vida. El río Ouse la recibe. Su cuerpo queda sumergido entre sus aguas. Tres semanas después lo hallan sin vida. Todo se convierte en cenizas. Aquellas que son esparcidas en el jardín de su casa por su esposo. Ese que acompañó a Virginia Woolf hasta aquel 28 de marzo de 1941 cuando ella se suicidó.
Lo que un día fue ficción se convirtió en realidad. Woolf optó por el mismo camino que uno de sus personajes. En una de sus novelas titulada como “La señora Dalloway”, un joven se suicida debido a los padecimientos mentales que sufre al volver de la guerra. Aunque la escritora y su esposo —Leonard Woolf— habían contemplado desde antes aquel destino. Ella hacía parte de la “Lista Negra”, que la catalogaba como un enemigo de la ideología nazi al cual se debía aniquilar. No era la única. Aproximadamente tres mil “intelectuales” británicos formaban parte de aquel listado; de ese del que no se escaparon los escritores H.G. Wells y Aldous Huxley. El esposo de Virginia Woolf al ser judío temía por su vida. Entonces, los dos en plena Segunda Guerra Mundial estaban preparados para lo peor, tanto así que habían decidido que ambos se suicidarían en caso de que Alemania hiciera efectivo aquel plan que venía orquestando conocido como la “Operación León Marino”, cuya finalidad, entre otras cosas, era invadir Gran Bretaña.
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Pero ese plan ideado por Adolf Hitler —el cual nunca se finiquitó— no era lo único que atormentaba a Woolf. Desde sus trece años una enfermedad la acompañó. Esa que comenzó a emerger cuando su madre, Julia Stephen, falleció debido a una fiebre reumática. La enfermedad se llevó a su progenitora, mientras que la depresión hacía su aparición. Pero dos años después las cosas no tendieron a mejorar, sino a empeorar. Porque su hermana Stella terminó corriendo la misma suerte que su madre a causa de una peritonitis. Dos pérdidas para Virginias Woolf…Y faltaba una más. En 1905 sus estados depresivos empeoraron y la llevaron a una crisis nerviosa que la terminó recluyendo en un hospital psiquiátrico. El origen de todo aquello al parecer venía de su padre, quien murió ese año de cáncer.
Algunos eventos solo desencadenan dolores que se guardan por años. En uno de sus textos autobiográficos la escritora relató que había padecido de abusos sexuales propiciados por dos de sus hermanastros. Aquellos acontecimientos —como lo llegó a resaltar su sobrino Quentin Bell— pudo influir en su enfermedad mental. Esa que se caracterizaba no solo por episodios depresivos recurrentes y crónicos, sino por frecuentes variaciones de estados de ánimo. Trastorno Afectivo Bipolar (TAB), dicen que de eso era lo que padecía, aunque para esa época a nadie se le diagnosticaba con aquella enfermedad.
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A pesar de los abusos de los que fue víctima y de la desconfianza hacía los hombres que estos desencadenaron en ella, se casó en 1912, a sus treinta años, con el escritor y economista Leonard Woolf, a quien solía frecuentar gracias al “Círculo de Bloomsbury”, del que ambos formaban parte. Y es que para 1907 la casa de Virginia Woolf se convirtió en la sala de reuniones en donde confluían diversos intelectuales, desde escritores, filósofos, pintores hasta críticos de arte y psicoanalistas. La mayoría de ellos eran miembros de una sociedad secreta conocida como “Apóstoles de Cambridge”. Los integrantes de aquel círculo se caracterizaban por atribuirle un gran valor a las artes. Abogaban por la libertad, la igualdad y el placer individual. El novelista E. M. Forster —quien hacía parte de este grupo— llegó a afirmar que, “si tuviera que elegir entre traicionar a mi país y traicionar a mi amigo, debería tener las agallas para traicionar a mi país”.
Cuando Virginia Woolf llevaba diez años de casada, en coherencia con las ideas del “Círculo de Bloomsbury”, aquellas que se apartaban de la exclusividad sexual, decidió sostener una relación amorosa con la escritora Victoria Mary Sackville-West, quien era esposa de Harold Nicolson. Ninguna de las dos disolvió su matrimonio, a pesar de que su romance se sostuvo por varios años. Luego de que la relación llegara a su fin, la amistad de ambas mujeres se mantuvo hasta el día de la muerte de Woolf.
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Las ideas feministas también fueron parte de aquel círculo y fueron expresadas a través de los ensayos de Virginia Woolf. En 1929, publicó “Una habitación propia”, que recogía las conferencias que había dado en diferentes universidades de mujeres, en donde planteó que “una mujer debe tener dinero y una habitación propia si quiere dedicarse a escribir ficción”. Más tarde, en 1938, reafirmaría su pensamiento con su obra “Tres guineas”. Aunque Woolf escribió sobre diferentes temáticas, ha sido catalogada como una figura representativa del feminismo.
Sus episodios depresivos no fueron un impedimento para que escribiera nueve novelas, cinco cuentos y numerosos libros de no ficción. Tampoco le arrebató los momentos de felicidad, esos que decía ella que los había vivenciado al lado de su esposo, así se lo hizo saber a él por medio de la carta que le dejó como despedida cuando se suicidó “Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que cualquiera podría ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices, hasta que vino esta terrible enfermedad”.
Como en su novela “El faro”, llegó el día en que “de nuevo se sintió sola ante su eterna antagonista: la vida”. Y aunque Virginia Woolf decidió emprender en 1941 ese camino sin retorno: el de la muerte —para evitar los “demonios” que habitaban en su cabeza— lo cierto es que, a pesar de que ella tal vez no lo vio, hay más de un sendero, y en su mayoría son luminosos y llenos de vida, aunque la mente esté concentrada en el más oscuro y carente de vida. Hay que encender la luz por más que cueste.