El Che y la toma de Santa Clara: hablar después de la muerte
Un día como hoy, 91 años atrás, nació en Rosario, Argentina, Ernesto Guevara. Más conocido como el Che, su historia y su vida fueron y siguen siendo un ejemplo para miles de revolucionarios. Sesenta años atrás, comenzó a sellar el triunfo de la revolución cubana con la toma de la ciudad de Santa Clara.
Fernando Araújo Vélez
Y entonces Fidel Castro le dijo al Che que se fuera a Santa Clara, a unas cuantas horas de La Habana, y que allí terminaría de sellar el triunfo de los revolucionarios. El Che asintió. Habrá dicho, como la canción que le hizo Carlos Puebla tiempo después, Hasta siempre comandante, y en Santa Clara se batió a tiros contra unos pocos soldados que ya ni creaían en lo que defendían, y descarriló un tren que iba con más soldados y municiones. La victoria estaba firmada. Fulgencio Batista empezaba a empacar sus cosas para huir con algunos de sus subalternos y unos maletines repletos de dólares. El pueblo celebraba. Por las calles y las plazas de la ciudad, desde los balcones, desde los techos de los edificios, gritaban "Viva el Che, Viva la Revolución, Viva Fidel Castro".
"Cuando todo Santa Clara se levanta para verte", cantó después Puebla, y cantaron con Puebla cientos de miles de revolucionarios, los que se habían unido a "los barbudos" en el camino, por las selvas de la Sierra Maestra durante los dos últimos años, y los que aguardaban a que por fin alguien liberara a Cuba y la volviera por siempre independiente. El Che entró en Santa Clara. Levantó sus brazos, con el fusil en una de sus manos y el brazalete rojo y negro que decía 26 de julio pegado a una de las mangas de su uniforme de combate. Serio, casi taciturno, recibió las felicitaciones del pueblo, diciendo una y otra vez que habían ganado la guerra, pero que la revolución apenas iba a comenzar.
Y entonces hubo quienes comenzaron a escribir una y mil leyendas alrededor de su nombre, y quienes empezaron a ensuciarlo. En La Habana, siete días después de que los cables de las agencias internacionales de periodismo hubieran dado la noticia de su muerte, y de que Fidel Castro hubiera dicho ante la televisión: “Debo comenzar por decir que hemos llegado a la convicción de que esas noticias, es decir, la noticia relativa a la muerte del comandante Ernesto Guevara es dolorosamente cierta”, su historia, compuesta por millones de historias de todos los tenores, empezó a difundirse en boca de unos y de otros y de la mano de unos y otros.
Para aquellos que transitaban por las aceras de la izquierda, el Che era gloriosamente inmortal. Para los que iban por la derecha, había sido un simple asesino. En su discurso del 15 de octubre, Castro se refirió al cuerpo del Che y a las declaraciones del presidente boliviano, René Barrientos, según las cuales el cadáver del guerrillero no iba a ser llevado a La Paz. “Es lógico suponer que, entre otras cosas, puedan estar interesados en evitar que pueda ser comprobado el hecho del tiro de gracia (…), pero en mi opinión, hay probablemente algo que todavía valoran más, y que debe ser la causa fundamental de todas estas cosas extrañas. Y es el temor al Che después de muerto”.
Por aquellas fechas, los teletipos vomitaban todo tipo de información sobre Ernesto Guevara, sus acciones, sus discursos y sus últimos días. Primero informaron que había muerto en combate, el 8 de octubre del 67. Luego, que había fallecido al día siguiente, en una escuela rural del valle de Higueras, y que sus restos habían sido incinerados. Pasados algunos años, los hechos precisos empezaron a develarse. Los diálogos, sus últimas palabras, la última escena. Un exagente de la CIA, Félix Rodríguez, cuya octava división fue básica para encontrar al Che y a sus compañeros de lucha, reveló que Guevara se había puesto blanco, como un papel, cuando él le informó que había sido emitida una orden desde el alto gobierno boliviano para que fuera ejecutado.
El Che respondió que era mejor así. “Yo nunca debí haber caído preso vivo”, dijo. Luego sacó una pipa, le pidió a Rodríguez que se la entregara a un soldado, y le solicitó que le dijera a Fidel Castro que pronto vería una revolución triunfante en América Latina. Se puso de pie, muy firme, creyendo que Rodríguez lo iba a matar, pero Rodríguez salió y llamó a un soldado, Mario Terán, para que fuera él quien le disparara. Terán, dijeron luego, dirían, se emborrachó para cumplir la orden, así como dijeron después que Rodríguez había pensado en liberar al Che, pero había recordado lo que había ocurrido con Fidel Castro cuando asaltó en 1953 el Cuartel Moncada y terminaron por liberarlo después de que el régimen de Fulgencio Batista hubiera “ejecutado” a varios de sus compañeros.
“Para un militar es difícil dar la orden de matar a una persona, pero pensé en lo que había pasado en Cuba en aquel momento, cuando soltaron a Fidel, y dejé que la historia siguiera su paso", le explicó Rodríguez a CNN varios años más tarde. Castro salió de prisión hacia México, advirtió que volvería para tomarse el poder y liberar a Cuba, y organizó un grupo de gente como él, de idealistas y luchadores como él, con el que se entrenó para ir a Cuba en diciembre de 1956 y comenzar con lo que acabó siendo el triunfo de la Revolución el 1o. de enero de 1959. En México, Castro conoció a un médico argentino llamado Ernesto Guevara, por intermedio de su hermano menor, Raúl Castro. Venía de recorrer América del sur en moto y de ver cómo el poder de la CIA se tomaba el gobierno de Guatemala.
Algunos días más tarde ya lo llamaban el Che. “¿Y qué era el Che? El Che era el médico de nuestro contingente -diría Fidel Castro-. No era el comisario. No tenía todavía jefatura de tropa. Era sencillamente el médico. Pero un día, por sus características de seriedad, de inteligencia, de carácter, en una casa donde había un grupo de cubanos en México, se le había designado responsable. Y ocurrió un pequeño, desagradable incidente. Algunos cubanos de los que estaban allí impugnaban la jefatura del Che porque era argentino, porque no era cubano. Nosotros, por cierto, criticamos aquella actitud que desconocía el valor humano, aquella actitud ingrata hacia quien, a pesar de no haber nacido en aquella tierra, estaba dispuesto a derramar su sangre por ella”.
El día de su muerte, 9 de octubre de 1967, cuando Terán se acercó y levantó su arma, una M2, el Che le dijo “Póngase sereno y apunte bien: va usted a matar a un hombre”. “Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, -relataría Terán-, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che cayó al suelo con las piernas destrozadas, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en un hombro y en el corazón…”. Minutos más tarde, los soldados del ejército boliviano que estaban a órdenes del coronel Zenteno, cargaron el cuerpo de Guevara y lo recostaron en una especie de camilla. Uno por uno, y en grupos, posaban con el cadáver del guerrillero.
Las noticias seguían informando de que Ernesto Guevara había muerto en combate. El gobierno de Barrientos escribía documentos en los que daba cuenta de lo sucedido al presidente de los Estados Unidos, Lyndon B. Johnson. En unos, decía que con la muerte del Che, los asesinos subversivos perderían la moral para continuar con sus estúpidas luchas. En otros, afirmaba que el Che había sido incinerado. Sin embargo, ni fue incinerado, pues lo sepultaron en un socavón cercano al aeropuerto de Vallegrande, donde estuvo 30 años, ni su muerte destruyó la mística de los movimientos revolucionarios de América del sur. Por el contrario, el Che muerto fue más peligroso para sus enemigos que vivo.
Su imagen, sus palabras, sus apuntes diarios, que escribió desde el 56, rescatados y vendidos por un exagente de la CIA, y su vida, se multiplicaron desde el 9 de octubre del 67. Si en vida Guevara de la Serna había sido fundamental para la revolución cubana por sus heroicas gestas en Santa Clara, fundamentalmente, con su asesinato pasó a ser un símbolo esparcido por el mundo entero. Fidel Castro, en uno de sus tantos discursos conmemorativos, dijo: “Es por eso que la juventud del mundo ve en el Che todo un símbolo. Y como él sintió la causa de los argelinos, y como él sintió la causa de los vietnamitas, y como él sintió la causa de los latinoamericanos, el nombre y la figura del Che son vistos con inmenso respeto (…), y flamean incluso en el seno de la propia sociedad americana”.
De ser un nombre en mayúsculas nada más, pasó a ser el nombre y el rostro de los revolucionarios, de los insurgentes. Gran parte de su vida se conoció, precisamente, por su muerte, y por su muerte fueron publicados una y otra vez sus diarios, donde consignó sus días, sus pensamientos, sus ilusiones. Como lo explicaba Castro, “muchos de los episodios de la guerra cubana se conservan gracias a la pluma del Che, gracias a ese interés que tenía él en que nuestro pueblo recogiera aquellas experiencias escritas por sus hijos en determinado momento de su vida”. Ernesto Guevara escribía para dejar constancia de lo que ocurría, para dejar grabados sus pasos. Contó su versión de los hechos, mientras el asma, la guerra y la posibilidad de la muerte lo asfixiaban, y su versión de los hechos fue en un alto grado la que quedó.
Por su muerte, quienes combatieron con él, quienes lo conocieron, hablaron. Habló Fidel Castro, por supuesto, y dijo lo que dijo, y admitió que en varias ocasiones le había aconsejado que no fuera tan temerario. “Es posible que él, por otra parte, muy consciente de la misión que se había asignado, de la importancia de su actividad, pensara -como siempre pensó- en el valor relativo de los hombres y en el valor insuperable del ejemplo. Estas cosas formaban parte de su personalidad”. Hablaron sus compañeros y reprodujeron sus palabras, algunas de sus últimas palabras en Bolivia: “Este tipo de lucha nos da la oportunidad de convertirnos en revolucionarios, el escalón más alto de la especie humana, pero también nos permite graduarnos de hombres. Los que no puedan alcanzar ninguno de esos dos estadios, deben decirlo y dejar la lucha”.
Hablaron sus enemigos desde las páginas de los periódicos de los dueños del mundo. Lo calificaron de asesino. De ingenuo. Hablaron quienes no lo conocieron. Habló su hermano menor, Juan Martín Guevara: “Imagínate que yo tenía 10 años cuando él se va, y 15 cuando nos volvimos a ver. Digamos que cinco años es mucho, pero para un muchacho como yo, de 10 a 15, es enorme. Yo soy hermano de sangre de Ernesto Guevara, pero soy compañero de ideas del Che. Cuando yo me reencuentro con él lo que veo es aquel hermano que ahora se ha convertido en comandante, en dirigente, alguien a quien la gente trata de una manera distinta. Todavía tengo el recuerdo del reencuentro de la vieja con él. Porque llegamos al aeropuerto que en aquel momento se llamaba Boyeros, ahora es José Martí.
“Primeros días del año 1959. En aquella época no existían todos los aparatos tecnológicos que hay ahora. Estaba la televisión y había un montón de cables por todos lados. Cuando mi vieja lo vio, salió corriendo y se llevó por delante cables y todo lo que se le cruzó. Hay una foto en la que se están abrazando. Yo digo que el recuerdo mío es una foto, porque no dejaban de abrazarse. Y nosotros estábamos haciendo cola, esperando turno para saludarlo. Habíamos viajado nada más que dos hermanos, mi viejo, mi vieja y un cuñado. Es un recuerdo inolvidable. El año 1959 fue inolvidable. Lamento que no tuvimos todo el tiempo que nos hubiera gustado tener”. Hablaron los cineastas, los escritores, los periodistas, los músicos. Y habló él.
Y entonces Fidel Castro le dijo al Che que se fuera a Santa Clara, a unas cuantas horas de La Habana, y que allí terminaría de sellar el triunfo de los revolucionarios. El Che asintió. Habrá dicho, como la canción que le hizo Carlos Puebla tiempo después, Hasta siempre comandante, y en Santa Clara se batió a tiros contra unos pocos soldados que ya ni creaían en lo que defendían, y descarriló un tren que iba con más soldados y municiones. La victoria estaba firmada. Fulgencio Batista empezaba a empacar sus cosas para huir con algunos de sus subalternos y unos maletines repletos de dólares. El pueblo celebraba. Por las calles y las plazas de la ciudad, desde los balcones, desde los techos de los edificios, gritaban "Viva el Che, Viva la Revolución, Viva Fidel Castro".
"Cuando todo Santa Clara se levanta para verte", cantó después Puebla, y cantaron con Puebla cientos de miles de revolucionarios, los que se habían unido a "los barbudos" en el camino, por las selvas de la Sierra Maestra durante los dos últimos años, y los que aguardaban a que por fin alguien liberara a Cuba y la volviera por siempre independiente. El Che entró en Santa Clara. Levantó sus brazos, con el fusil en una de sus manos y el brazalete rojo y negro que decía 26 de julio pegado a una de las mangas de su uniforme de combate. Serio, casi taciturno, recibió las felicitaciones del pueblo, diciendo una y otra vez que habían ganado la guerra, pero que la revolución apenas iba a comenzar.
Y entonces hubo quienes comenzaron a escribir una y mil leyendas alrededor de su nombre, y quienes empezaron a ensuciarlo. En La Habana, siete días después de que los cables de las agencias internacionales de periodismo hubieran dado la noticia de su muerte, y de que Fidel Castro hubiera dicho ante la televisión: “Debo comenzar por decir que hemos llegado a la convicción de que esas noticias, es decir, la noticia relativa a la muerte del comandante Ernesto Guevara es dolorosamente cierta”, su historia, compuesta por millones de historias de todos los tenores, empezó a difundirse en boca de unos y de otros y de la mano de unos y otros.
Para aquellos que transitaban por las aceras de la izquierda, el Che era gloriosamente inmortal. Para los que iban por la derecha, había sido un simple asesino. En su discurso del 15 de octubre, Castro se refirió al cuerpo del Che y a las declaraciones del presidente boliviano, René Barrientos, según las cuales el cadáver del guerrillero no iba a ser llevado a La Paz. “Es lógico suponer que, entre otras cosas, puedan estar interesados en evitar que pueda ser comprobado el hecho del tiro de gracia (…), pero en mi opinión, hay probablemente algo que todavía valoran más, y que debe ser la causa fundamental de todas estas cosas extrañas. Y es el temor al Che después de muerto”.
Por aquellas fechas, los teletipos vomitaban todo tipo de información sobre Ernesto Guevara, sus acciones, sus discursos y sus últimos días. Primero informaron que había muerto en combate, el 8 de octubre del 67. Luego, que había fallecido al día siguiente, en una escuela rural del valle de Higueras, y que sus restos habían sido incinerados. Pasados algunos años, los hechos precisos empezaron a develarse. Los diálogos, sus últimas palabras, la última escena. Un exagente de la CIA, Félix Rodríguez, cuya octava división fue básica para encontrar al Che y a sus compañeros de lucha, reveló que Guevara se había puesto blanco, como un papel, cuando él le informó que había sido emitida una orden desde el alto gobierno boliviano para que fuera ejecutado.
El Che respondió que era mejor así. “Yo nunca debí haber caído preso vivo”, dijo. Luego sacó una pipa, le pidió a Rodríguez que se la entregara a un soldado, y le solicitó que le dijera a Fidel Castro que pronto vería una revolución triunfante en América Latina. Se puso de pie, muy firme, creyendo que Rodríguez lo iba a matar, pero Rodríguez salió y llamó a un soldado, Mario Terán, para que fuera él quien le disparara. Terán, dijeron luego, dirían, se emborrachó para cumplir la orden, así como dijeron después que Rodríguez había pensado en liberar al Che, pero había recordado lo que había ocurrido con Fidel Castro cuando asaltó en 1953 el Cuartel Moncada y terminaron por liberarlo después de que el régimen de Fulgencio Batista hubiera “ejecutado” a varios de sus compañeros.
“Para un militar es difícil dar la orden de matar a una persona, pero pensé en lo que había pasado en Cuba en aquel momento, cuando soltaron a Fidel, y dejé que la historia siguiera su paso", le explicó Rodríguez a CNN varios años más tarde. Castro salió de prisión hacia México, advirtió que volvería para tomarse el poder y liberar a Cuba, y organizó un grupo de gente como él, de idealistas y luchadores como él, con el que se entrenó para ir a Cuba en diciembre de 1956 y comenzar con lo que acabó siendo el triunfo de la Revolución el 1o. de enero de 1959. En México, Castro conoció a un médico argentino llamado Ernesto Guevara, por intermedio de su hermano menor, Raúl Castro. Venía de recorrer América del sur en moto y de ver cómo el poder de la CIA se tomaba el gobierno de Guatemala.
Algunos días más tarde ya lo llamaban el Che. “¿Y qué era el Che? El Che era el médico de nuestro contingente -diría Fidel Castro-. No era el comisario. No tenía todavía jefatura de tropa. Era sencillamente el médico. Pero un día, por sus características de seriedad, de inteligencia, de carácter, en una casa donde había un grupo de cubanos en México, se le había designado responsable. Y ocurrió un pequeño, desagradable incidente. Algunos cubanos de los que estaban allí impugnaban la jefatura del Che porque era argentino, porque no era cubano. Nosotros, por cierto, criticamos aquella actitud que desconocía el valor humano, aquella actitud ingrata hacia quien, a pesar de no haber nacido en aquella tierra, estaba dispuesto a derramar su sangre por ella”.
El día de su muerte, 9 de octubre de 1967, cuando Terán se acercó y levantó su arma, una M2, el Che le dijo “Póngase sereno y apunte bien: va usted a matar a un hombre”. “Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, -relataría Terán-, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che cayó al suelo con las piernas destrozadas, se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en un hombro y en el corazón…”. Minutos más tarde, los soldados del ejército boliviano que estaban a órdenes del coronel Zenteno, cargaron el cuerpo de Guevara y lo recostaron en una especie de camilla. Uno por uno, y en grupos, posaban con el cadáver del guerrillero.
Las noticias seguían informando de que Ernesto Guevara había muerto en combate. El gobierno de Barrientos escribía documentos en los que daba cuenta de lo sucedido al presidente de los Estados Unidos, Lyndon B. Johnson. En unos, decía que con la muerte del Che, los asesinos subversivos perderían la moral para continuar con sus estúpidas luchas. En otros, afirmaba que el Che había sido incinerado. Sin embargo, ni fue incinerado, pues lo sepultaron en un socavón cercano al aeropuerto de Vallegrande, donde estuvo 30 años, ni su muerte destruyó la mística de los movimientos revolucionarios de América del sur. Por el contrario, el Che muerto fue más peligroso para sus enemigos que vivo.
Su imagen, sus palabras, sus apuntes diarios, que escribió desde el 56, rescatados y vendidos por un exagente de la CIA, y su vida, se multiplicaron desde el 9 de octubre del 67. Si en vida Guevara de la Serna había sido fundamental para la revolución cubana por sus heroicas gestas en Santa Clara, fundamentalmente, con su asesinato pasó a ser un símbolo esparcido por el mundo entero. Fidel Castro, en uno de sus tantos discursos conmemorativos, dijo: “Es por eso que la juventud del mundo ve en el Che todo un símbolo. Y como él sintió la causa de los argelinos, y como él sintió la causa de los vietnamitas, y como él sintió la causa de los latinoamericanos, el nombre y la figura del Che son vistos con inmenso respeto (…), y flamean incluso en el seno de la propia sociedad americana”.
De ser un nombre en mayúsculas nada más, pasó a ser el nombre y el rostro de los revolucionarios, de los insurgentes. Gran parte de su vida se conoció, precisamente, por su muerte, y por su muerte fueron publicados una y otra vez sus diarios, donde consignó sus días, sus pensamientos, sus ilusiones. Como lo explicaba Castro, “muchos de los episodios de la guerra cubana se conservan gracias a la pluma del Che, gracias a ese interés que tenía él en que nuestro pueblo recogiera aquellas experiencias escritas por sus hijos en determinado momento de su vida”. Ernesto Guevara escribía para dejar constancia de lo que ocurría, para dejar grabados sus pasos. Contó su versión de los hechos, mientras el asma, la guerra y la posibilidad de la muerte lo asfixiaban, y su versión de los hechos fue en un alto grado la que quedó.
Por su muerte, quienes combatieron con él, quienes lo conocieron, hablaron. Habló Fidel Castro, por supuesto, y dijo lo que dijo, y admitió que en varias ocasiones le había aconsejado que no fuera tan temerario. “Es posible que él, por otra parte, muy consciente de la misión que se había asignado, de la importancia de su actividad, pensara -como siempre pensó- en el valor relativo de los hombres y en el valor insuperable del ejemplo. Estas cosas formaban parte de su personalidad”. Hablaron sus compañeros y reprodujeron sus palabras, algunas de sus últimas palabras en Bolivia: “Este tipo de lucha nos da la oportunidad de convertirnos en revolucionarios, el escalón más alto de la especie humana, pero también nos permite graduarnos de hombres. Los que no puedan alcanzar ninguno de esos dos estadios, deben decirlo y dejar la lucha”.
Hablaron sus enemigos desde las páginas de los periódicos de los dueños del mundo. Lo calificaron de asesino. De ingenuo. Hablaron quienes no lo conocieron. Habló su hermano menor, Juan Martín Guevara: “Imagínate que yo tenía 10 años cuando él se va, y 15 cuando nos volvimos a ver. Digamos que cinco años es mucho, pero para un muchacho como yo, de 10 a 15, es enorme. Yo soy hermano de sangre de Ernesto Guevara, pero soy compañero de ideas del Che. Cuando yo me reencuentro con él lo que veo es aquel hermano que ahora se ha convertido en comandante, en dirigente, alguien a quien la gente trata de una manera distinta. Todavía tengo el recuerdo del reencuentro de la vieja con él. Porque llegamos al aeropuerto que en aquel momento se llamaba Boyeros, ahora es José Martí.
“Primeros días del año 1959. En aquella época no existían todos los aparatos tecnológicos que hay ahora. Estaba la televisión y había un montón de cables por todos lados. Cuando mi vieja lo vio, salió corriendo y se llevó por delante cables y todo lo que se le cruzó. Hay una foto en la que se están abrazando. Yo digo que el recuerdo mío es una foto, porque no dejaban de abrazarse. Y nosotros estábamos haciendo cola, esperando turno para saludarlo. Habíamos viajado nada más que dos hermanos, mi viejo, mi vieja y un cuñado. Es un recuerdo inolvidable. El año 1959 fue inolvidable. Lamento que no tuvimos todo el tiempo que nos hubiera gustado tener”. Hablaron los cineastas, los escritores, los periodistas, los músicos. Y habló él.