El cielo queda en Guapi
Un texto sobre Guapi, municipio del departamento del Cauca, en el que se aprende a bailar comiendo plátano y pescado, se toma curao y se celebra en balsadas que navegan entre arrullos y marimbas.
Laura Camila Arévalo Domínguez
En Guapi, municipio del departamento del Cauca, no hay acueducto ni carros, pero sí río y mototaxis. Las mujeres no dan a luz en hospitales, sino en sus casas, con parteras o, mejor, sabedoras, que les hacen controles para saber si el bebé viene bien o está “trabado”. Por lo general, de Guapi se sale en avión, pero también está el barco, que se demora 12 horas hasta Buenaventura: de cuatro de la tarde a cuatro de la mañana. En lancha rápida, el trayecto es de cuatro horas, pero con riesgos: caer en pleno mar o detenerse por algún grupo armado. Nunca se sabe.
Las citas para cenar son en la casa de doña Adolfina, una señora de unos 70 años que, una noche de sábado, tenía puesto un delantal azul sobre un vestido de dos piezas de una tela que no reconocí, pero que mi colega, Tatiana (también bogotana), dijo que era seda.
Se veía fresco, pero no me atreví a acercarme para preguntarle por la tela ni por nada en ese momento: tenía el ceño fruncido y una precisión milimétrica para pasar de los pescados remojados en agua al cuchillo y del fogón de leña a los plátanos. Parecía hipnotizada. O la hipnotizada era yo, que no podía quitar la mirada de ese ritual con el que preparaba cada plato. La miré tanto que la incomodé (o la alerté): me hizo un gesto con la mano para decirme que tranquila, que ya casi estaba el mío. Pero no tenía hambre, solo no entendía cómo era que, con ese fogón hirviendo y todo ese humo saliendo de una olla negra llena de aceite, metía la comida, la sacaba, la espichaba y no se quemaba.
Le invitamos a leer: El cielo que llora sobre el Museo Santa Clara
La casa de doña Adolfina es de madera, así como muchas de las que están cerca. Había una que tenía las puertas del garaje bien abiertas con salsa y merengue a todo volumen. Sonó Si volvieras a mí, de Maelo Ruiz. Esa noche la cuadra olía a tierra caliente. A eso que llega con el viento cuando uno va por carretera, baja la ventana del carro y comienza a ver palmeras, o a una humedad cálida mezclada con el sudor propio de la fiesta de los vecinos de doña Adolfina, que no solamente escuchaban, sino que también bailaban.
Hubo uno que, mientras se comió el pescado, bailó sentado y, con los ojos cerrados, saboreó cada bocado mientras llevaba el ritmo con los hombros de Si supieras, también de Ruiz. Masticó más rápido cuando la canción llegó a su clímax: “Que jamás habrá nadie igual que tú, que me dé su amor como lo hacías tú, necesito hoy sentir tus manos”. Pero esperó y tomó un sorbo de cerveza para una frase en la que, con los dedos brillantes por la grasa del aceite y los pedazos del pescado, se golpeó el pecho y gritó: “Si entendieras, que a veces la vida cambia y nos traiciona...”, y la mujer que lo acompañaba le ayudó.
Así es como se come pescado en Guapi: cantando. Esa sincronía entre comer y cantar no fue excepcional. Las raras fuimos Tatiana y yo, que después de una hora ahí sentadas, aprendimos. El color de la piel nos delató, pero no tuvimos que esforzarnos para acoplarnos a ese ambiente que, además, no opuso ninguna resistencia. El Pacífico se abrió.
Nuestra llegada coincidió con el día de la Inmaculada Concepción, la patrona de Guapi, que comenzó a celebrarse a las cinco de la mañana con la alborada. Con arrullos, camisetas blancas, guasás, tambores y curao (o aguardiente caucano), unas 15 personas se reunieron a caminar y a cantar sobre lo que para ellos es sagrado: Dios y sus raíces.
Lo que ellos ven en la tierra, las plantas y los saberes de los más viejos, va mucho más allá del capricho, que tampoco tiene que ver, o no solamente, con la terquedad de sostener en el tiempo costumbres que se sofisticaron con “progreso” o “tecnología”, sino con un afán de rescatar lo que los ha mantenido en pie. Han resistido la violencia y sus consecuencias gracias a la cultura. Y saben que son más que dificultades, así que no se quejan, mejor bailan.
Además: Siloé, 200 días después del estallido social: de las balas al arte
“El dolor de mis ancestros, siento yo”, canta Hugo Candelario, el director del Grupo Bahía, que nació en Guapi y es el hermano de Maye, quien nos recibió en su casa, la Casa del río y de la marimba. Mientras desayunábamos con huevo y pan ayemado, dijo que las artes eran una dimensión de vida, y que por eso en su casa eran sagradas y estaban en cada una de las paredes que, además, con fotografías recordaban las balsadas.
La balsada es una embarcación de uno, dos y, a veces, hasta tres pisos. Varias canoas unidas y adornadas con ramos de palmeras, flores y luces azules. Cuando llegamos a Penitente, el corregimiento en el que la estaban construyendo, los maestros nos saludaron y dijeron: “No vamos a decir nada: dar información nos representa peligro”. ¿A qué se refiere?, pregunté. Uno de ellos soltó las hojas de palma con las que estaba adornando, me miró y, con las dos manos en el pecho, habló: “Lo de uno queda valiendo nada. Si le digo algo, usted podrá ganarse una plata, pero nosotros, que somos los maestros, quedamos expuestos y, además, estamos cansados. ¿De qué ha servido todo lo que hemos dicho? Qué cansancio. Señorita, pueden ver lo que quieran, y si les queda algo, bien, si no, bueno... Le pido un permiso porque estamos sobre el tiempo”. Me hice a un lado para no estorbarle, pero me dijo que no, que no quería que me fuera, que lo que quería era que le entendiera.
Y parece que muchos de los que antes pidieron explicaciones o información no entendieron nada: su desgaste fue evidente. Cuando nos fuimos, el otro maestro, su compañero, nos hizo cara de que él sí quería hablar, pero no se atrevió a desautorizar a su amigo. Se excusó y siguió en su historia: mientras construyen las balsadas, pescan o trabajan con la madera, recuerdan mitos que aún viven gracias a ellos y que ojalá no se entierren con sus últimos suspiros. Aunque en ese momento estaban hablando de un viejo amor: se llamaba Rosa y se moría por el currulao.
La balsada que conocimos era de un piso: en total, subimos 20 personas junto con una marimba, tres tambores y no sé cuántos guasás. Las canciones eran religiosas, pero nadie dejó de bailar ni rechazó la copa de curao, una bebida hecha a base de viche que “te cura el alma y el cuerpo”. Además de sus propiedades espirituales (se hace en medio de arrullos e intenciones), los guapireños afirman que reduce inflamaciones en la próstata y, “a nivel general”, limpia el cuerpo gracias a los bejucos y la corteza de los árboles. Todo esto contiene esa bebida que también me supo a menta.
El pueblo nos estaba esperando: la llegada de la balsada es una especie de comienzo. Cuando llegamos a Guapi (partimos desde Penitente) se inició una armonización: en la mitad de la plaza principal había, entre muchas otras cosas, un incienso, una figura en madera que simbolizaba la unión y una vela. Las personas oraron y la mayoría pasó las manos y los brazos por el humo, que lo sentían como una purificación. Cuando el ritual terminó, la fiesta comenzó. Por la tarima pasaron unas 10 agrupaciones de música del Pacífico que habían ensayado durante meses para este evento y el Festival Petronio Álvarez, que se inició el pasado 16 de diciembre. Después del segundo grupo, ya se había tomado mucho curao, bajó el calor y las marimbas sonaron más duro y más fuerte. Sonaron mejor.
Antes de la gran fiesta hubo espacio para poemas y discursos. Solo por esto lograron que los establecimientos comerciales que rodeaban la plaza bajaran el volumen de los parlantes que, sin importar la cercanía, tenían una canción distinta.
Desde el balcón de la casa de Maye me asomé no sé cuántas veces a mirar el río, y por ahí derecho a recibir algunas de las clases de danza que los adultos les van dando cada día a sus niños. A las dos de la mañana del domingo que describo, tres niños (cada uno con un plátano en la mano) seguían los movimientos de un joven de 27 años que cambiaba de velocidad para que pudieran seguirlo.
Este fue el fin de semana en el que la Comisión de la Verdad llevó a cabo distintas acciones en todo el país para celebrar sus tres años y los cinco del Acuerdo de paz. En Guapi también lo hicieron, pero no porque el conflicto haya terminado, sino por su resistencia y su insistencia en salir de una guerra que sigue transitando por su pueblo y las zonas rurales.
Si alguien pregunta, ellos responden que todo está tranquilo. Que, últimamente, la violencia los ha dejado en paz, pero entre mango y cerveza una señora de blusa fucsia y trenzas hasta la cintura contó que, el año pasado, grupos armados (no saben cuáles) detuvieron una lancha que iba hacia Buenaventura y le pidieron a todo el mundo que se lanzara. “Y qué hago con los pasajeros”, preguntó el encargado. “No sé, ese es problema suyo. Que se tiren”, y así lo hicieron.
Es un municipio que aún sufre pérdidas de vidas, fiestas y horizontes en tiempos de posconflicto. Como lo registró la Agencia EFE en 2018, gracias al Acuerdo de Paz, las Farc se fueron, pero su lugar lo ocuparon sus disidencias, el Eln y carteles mexicanos que, junto con la minería ilegal, han sido los obstáculos para celebrar sin miedo a la orilla de un río que, desde el cielo, parece infinito.
Al salir de una misa inculturada (dentro de la iglesia está la marimba y, además de ofrendar pan y vino, hay coco y palma), un niño me vio con la grabadora y me preguntó de dónde venía. Me pidió que la prendiera. Cuando lo hice, vio el bombillo rojo y no supo qué decir. Se intimidó. Le pregunté por la misa. Me dijo que “muy linda”, y me preguntó si creía en Dios. “Hay gente que viene por aquí sin creer en Dios. ¿Cómo harán?” Me reí y le pregunté si él suponía que iba para el cielo. “Si el cielo es aquí”, contestó.
En Guapi, municipio del departamento del Cauca, no hay acueducto ni carros, pero sí río y mototaxis. Las mujeres no dan a luz en hospitales, sino en sus casas, con parteras o, mejor, sabedoras, que les hacen controles para saber si el bebé viene bien o está “trabado”. Por lo general, de Guapi se sale en avión, pero también está el barco, que se demora 12 horas hasta Buenaventura: de cuatro de la tarde a cuatro de la mañana. En lancha rápida, el trayecto es de cuatro horas, pero con riesgos: caer en pleno mar o detenerse por algún grupo armado. Nunca se sabe.
Las citas para cenar son en la casa de doña Adolfina, una señora de unos 70 años que, una noche de sábado, tenía puesto un delantal azul sobre un vestido de dos piezas de una tela que no reconocí, pero que mi colega, Tatiana (también bogotana), dijo que era seda.
Se veía fresco, pero no me atreví a acercarme para preguntarle por la tela ni por nada en ese momento: tenía el ceño fruncido y una precisión milimétrica para pasar de los pescados remojados en agua al cuchillo y del fogón de leña a los plátanos. Parecía hipnotizada. O la hipnotizada era yo, que no podía quitar la mirada de ese ritual con el que preparaba cada plato. La miré tanto que la incomodé (o la alerté): me hizo un gesto con la mano para decirme que tranquila, que ya casi estaba el mío. Pero no tenía hambre, solo no entendía cómo era que, con ese fogón hirviendo y todo ese humo saliendo de una olla negra llena de aceite, metía la comida, la sacaba, la espichaba y no se quemaba.
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La casa de doña Adolfina es de madera, así como muchas de las que están cerca. Había una que tenía las puertas del garaje bien abiertas con salsa y merengue a todo volumen. Sonó Si volvieras a mí, de Maelo Ruiz. Esa noche la cuadra olía a tierra caliente. A eso que llega con el viento cuando uno va por carretera, baja la ventana del carro y comienza a ver palmeras, o a una humedad cálida mezclada con el sudor propio de la fiesta de los vecinos de doña Adolfina, que no solamente escuchaban, sino que también bailaban.
Hubo uno que, mientras se comió el pescado, bailó sentado y, con los ojos cerrados, saboreó cada bocado mientras llevaba el ritmo con los hombros de Si supieras, también de Ruiz. Masticó más rápido cuando la canción llegó a su clímax: “Que jamás habrá nadie igual que tú, que me dé su amor como lo hacías tú, necesito hoy sentir tus manos”. Pero esperó y tomó un sorbo de cerveza para una frase en la que, con los dedos brillantes por la grasa del aceite y los pedazos del pescado, se golpeó el pecho y gritó: “Si entendieras, que a veces la vida cambia y nos traiciona...”, y la mujer que lo acompañaba le ayudó.
Así es como se come pescado en Guapi: cantando. Esa sincronía entre comer y cantar no fue excepcional. Las raras fuimos Tatiana y yo, que después de una hora ahí sentadas, aprendimos. El color de la piel nos delató, pero no tuvimos que esforzarnos para acoplarnos a ese ambiente que, además, no opuso ninguna resistencia. El Pacífico se abrió.
Nuestra llegada coincidió con el día de la Inmaculada Concepción, la patrona de Guapi, que comenzó a celebrarse a las cinco de la mañana con la alborada. Con arrullos, camisetas blancas, guasás, tambores y curao (o aguardiente caucano), unas 15 personas se reunieron a caminar y a cantar sobre lo que para ellos es sagrado: Dios y sus raíces.
Lo que ellos ven en la tierra, las plantas y los saberes de los más viejos, va mucho más allá del capricho, que tampoco tiene que ver, o no solamente, con la terquedad de sostener en el tiempo costumbres que se sofisticaron con “progreso” o “tecnología”, sino con un afán de rescatar lo que los ha mantenido en pie. Han resistido la violencia y sus consecuencias gracias a la cultura. Y saben que son más que dificultades, así que no se quejan, mejor bailan.
Además: Siloé, 200 días después del estallido social: de las balas al arte
“El dolor de mis ancestros, siento yo”, canta Hugo Candelario, el director del Grupo Bahía, que nació en Guapi y es el hermano de Maye, quien nos recibió en su casa, la Casa del río y de la marimba. Mientras desayunábamos con huevo y pan ayemado, dijo que las artes eran una dimensión de vida, y que por eso en su casa eran sagradas y estaban en cada una de las paredes que, además, con fotografías recordaban las balsadas.
La balsada es una embarcación de uno, dos y, a veces, hasta tres pisos. Varias canoas unidas y adornadas con ramos de palmeras, flores y luces azules. Cuando llegamos a Penitente, el corregimiento en el que la estaban construyendo, los maestros nos saludaron y dijeron: “No vamos a decir nada: dar información nos representa peligro”. ¿A qué se refiere?, pregunté. Uno de ellos soltó las hojas de palma con las que estaba adornando, me miró y, con las dos manos en el pecho, habló: “Lo de uno queda valiendo nada. Si le digo algo, usted podrá ganarse una plata, pero nosotros, que somos los maestros, quedamos expuestos y, además, estamos cansados. ¿De qué ha servido todo lo que hemos dicho? Qué cansancio. Señorita, pueden ver lo que quieran, y si les queda algo, bien, si no, bueno... Le pido un permiso porque estamos sobre el tiempo”. Me hice a un lado para no estorbarle, pero me dijo que no, que no quería que me fuera, que lo que quería era que le entendiera.
Y parece que muchos de los que antes pidieron explicaciones o información no entendieron nada: su desgaste fue evidente. Cuando nos fuimos, el otro maestro, su compañero, nos hizo cara de que él sí quería hablar, pero no se atrevió a desautorizar a su amigo. Se excusó y siguió en su historia: mientras construyen las balsadas, pescan o trabajan con la madera, recuerdan mitos que aún viven gracias a ellos y que ojalá no se entierren con sus últimos suspiros. Aunque en ese momento estaban hablando de un viejo amor: se llamaba Rosa y se moría por el currulao.
La balsada que conocimos era de un piso: en total, subimos 20 personas junto con una marimba, tres tambores y no sé cuántos guasás. Las canciones eran religiosas, pero nadie dejó de bailar ni rechazó la copa de curao, una bebida hecha a base de viche que “te cura el alma y el cuerpo”. Además de sus propiedades espirituales (se hace en medio de arrullos e intenciones), los guapireños afirman que reduce inflamaciones en la próstata y, “a nivel general”, limpia el cuerpo gracias a los bejucos y la corteza de los árboles. Todo esto contiene esa bebida que también me supo a menta.
El pueblo nos estaba esperando: la llegada de la balsada es una especie de comienzo. Cuando llegamos a Guapi (partimos desde Penitente) se inició una armonización: en la mitad de la plaza principal había, entre muchas otras cosas, un incienso, una figura en madera que simbolizaba la unión y una vela. Las personas oraron y la mayoría pasó las manos y los brazos por el humo, que lo sentían como una purificación. Cuando el ritual terminó, la fiesta comenzó. Por la tarima pasaron unas 10 agrupaciones de música del Pacífico que habían ensayado durante meses para este evento y el Festival Petronio Álvarez, que se inició el pasado 16 de diciembre. Después del segundo grupo, ya se había tomado mucho curao, bajó el calor y las marimbas sonaron más duro y más fuerte. Sonaron mejor.
Antes de la gran fiesta hubo espacio para poemas y discursos. Solo por esto lograron que los establecimientos comerciales que rodeaban la plaza bajaran el volumen de los parlantes que, sin importar la cercanía, tenían una canción distinta.
Desde el balcón de la casa de Maye me asomé no sé cuántas veces a mirar el río, y por ahí derecho a recibir algunas de las clases de danza que los adultos les van dando cada día a sus niños. A las dos de la mañana del domingo que describo, tres niños (cada uno con un plátano en la mano) seguían los movimientos de un joven de 27 años que cambiaba de velocidad para que pudieran seguirlo.
Este fue el fin de semana en el que la Comisión de la Verdad llevó a cabo distintas acciones en todo el país para celebrar sus tres años y los cinco del Acuerdo de paz. En Guapi también lo hicieron, pero no porque el conflicto haya terminado, sino por su resistencia y su insistencia en salir de una guerra que sigue transitando por su pueblo y las zonas rurales.
Si alguien pregunta, ellos responden que todo está tranquilo. Que, últimamente, la violencia los ha dejado en paz, pero entre mango y cerveza una señora de blusa fucsia y trenzas hasta la cintura contó que, el año pasado, grupos armados (no saben cuáles) detuvieron una lancha que iba hacia Buenaventura y le pidieron a todo el mundo que se lanzara. “Y qué hago con los pasajeros”, preguntó el encargado. “No sé, ese es problema suyo. Que se tiren”, y así lo hicieron.
Es un municipio que aún sufre pérdidas de vidas, fiestas y horizontes en tiempos de posconflicto. Como lo registró la Agencia EFE en 2018, gracias al Acuerdo de Paz, las Farc se fueron, pero su lugar lo ocuparon sus disidencias, el Eln y carteles mexicanos que, junto con la minería ilegal, han sido los obstáculos para celebrar sin miedo a la orilla de un río que, desde el cielo, parece infinito.
Al salir de una misa inculturada (dentro de la iglesia está la marimba y, además de ofrendar pan y vino, hay coco y palma), un niño me vio con la grabadora y me preguntó de dónde venía. Me pidió que la prendiera. Cuando lo hice, vio el bombillo rojo y no supo qué decir. Se intimidó. Le pregunté por la misa. Me dijo que “muy linda”, y me preguntó si creía en Dios. “Hay gente que viene por aquí sin creer en Dios. ¿Cómo harán?” Me reí y le pregunté si él suponía que iba para el cielo. “Si el cielo es aquí”, contestó.