El Código Hays: la imagen de la prohibición
En una nueva entrega de nuestro especial sobre la moral, exploramos el cine, que tuvo desde comienzos de los años 20 unos lineamientos bastante rígidos, y hasta vanidosos, que les prohibían a los directores y productores las escenas de amor pasional, y prácticamente, de todo tipo de violencia, incluido el del lenguaje. Personajes como Alfred Hitchcock lograron evadir las censuras de la época con su ingenio y conocimiento.
Fernando Araújo Vélez
Los casi que infinitos logros de “Lo que el viento se llevó”, la dirección de Víctor Fleming, y las memorables actuaciones de Clarck Gable y Vivien Leigh, tanto en los premios Óscar de 1940, como en la crítica de los periódicos y en las taquillas, logró que el productor de aquella película que con el tiempo se volvió un imperdible del cine, se creyera inmortal. David O. Selznick era ya un hombre testarudo, entrometido y poco respetuoso del trabajo de los demás cuando meses más tarde comenzó a trabajar con Alfred Hitchcock. Para él, nadie sabía tanto como él mismo. Por ello, no tenía inconvenientes en cambiar los guiones de los directores de algunas de las películas que pasaban por sus manos. Sus cambios, en esencia, eran su mejor manera de decirle al mundo y a los cineastas que él tenía el poder. Que él era la verdad.
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Los casi que infinitos logros de “Lo que el viento se llevó”, la dirección de Víctor Fleming, y las memorables actuaciones de Clarck Gable y Vivien Leigh, tanto en los premios Óscar de 1940, como en la crítica de los periódicos y en las taquillas, logró que el productor de aquella película que con el tiempo se volvió un imperdible del cine, se creyera inmortal. David O. Selznick era ya un hombre testarudo, entrometido y poco respetuoso del trabajo de los demás cuando meses más tarde comenzó a trabajar con Alfred Hitchcock. Para él, nadie sabía tanto como él mismo. Por ello, no tenía inconvenientes en cambiar los guiones de los directores de algunas de las películas que pasaban por sus manos. Sus cambios, en esencia, eran su mejor manera de decirle al mundo y a los cineastas que él tenía el poder. Que él era la verdad.
Hitchcock lo sabía. Había oído una y mil historias sobre los distintos procederes de Selznick, que se le sumaban a una casi macabra dictadura de la moral promovida y ejecutada desde lo alto por William Harrison Hays, presidente de la Asociación de Productores Cinematográficos de Estados Unidos. Si Selznick era el ego, la vanidad, e incluso, la materialización de los caprichos de quienes ponían el dinero para hacer una película, Hays era el gran poder, el inquisidor. Había llegado al cine a mediados de los años 20, luego de trabajar para la campaña presidencial republicana de Warren G. Harding, o de haberlo llevado a la presidencia. Con otros miembros del partido, decidió comenzar a limpiar la imagen del cine, que se había visto deteriorada por el asesinato de la actriz Virgina Rappe, supuestamente a manos de Roscoe Arbuckle.
Actor, y luego dramaturgo y director de obras de teatro y de cine, Arbuckle era una de las celebridades de los primeros años veinte. Con el tiempo, quienes escribieron sobre él dijeron que había sido uno de los descubridores y mentores de Charles Chaplin, de Buster Keaton y de Bob Hope. Lo llamaban “Fatty”, y en general, lo admiraban y respetaban como a pocos dentro del ambiente del cine. Era famoso y rico, sin embargo, una noche aciaga de septiembre de 1921 se involucró con Virginia Rappe, y lo que ocurrió entre ellos terminó en la muerte de la actriz. Arbuckle fue acusado por el crimen y llevado a un juicio que, como todo lo que tenía que ver con las estrellas del cine, fue un acontecimiento multitudinario. Al final, “Fatty” fue absuelto. No había ninguna prueba de nada. No obstante, ya su nombre se había enlodado.
Hays era uno de los tantos que había colaborado para hundir el nombre y la imagen de Arbuckle, más allá de que no tuviera nada en contra de él. A fin de cuentas, necesitaba de un golpe fuerte, de algún escándalo para argumentar que se necesitaba un código moral en el cine. Para él, y para diversos estamentos de la ley y la moral en los Estados Unidos de los años 20 y 30, se requerían códigos en el cine, en la música, en el teatro, en los periódicos y, por supuesto, en la calle. En un principio, su código era de sugerencias a las productoras de cine, pero luego ya se hizo por escrito y se volvió de obligatorio cumplimiento. La larga lista de prohibiciones incluía los besos apasionados, la justificación de los crímenes, la radicalización de la religión o la violación a la imagen de la bandera.
“Para mí, el pecado capital que puede cometer un guionista es que, cuando se discute algún problema, lo escamotee diciendo: ‘Lo justificamos con una frase del diálogo’. Y yo pienso que el diálogo debe ser un ruido entre los demás, un ruido que sale de la boca de los personajes, cuyas acciones y miradas son las que cuentan una historia visual”.
Alfred Hitchcock (El cine según Hitchcock, François Truffaut, 1967)
William Harrison Hays era la cabeza de las censuras, pero también, una especie de asesor de las productoras de cine, que perdían la mitad del dinero que les valía hacer un filme en cortes, recortes, ediciones y cintas hechas basura. Selznick cumplía con el código de Hays casi que a rajatabla, pero también con un código muy propio. Para Alfred Hitchcock, en cambio, la obra debía estar por encima de las vanidades y las censuras. Sus películas, la historia, eran lo importante. Hasta que llegó a los Estados Unidos desde una Gran Bretaña en vientos de guerra para dirigir Rebeca, contratado por David O. Selznick, había tenido total libertad sobre su obra. Luego fue sabiendo quién era en realidad Selznick y cómo trabajaba. Fue entonces cuando decidió filmar y editar su película “en cámara”.
Como lo escribió Hanno Sauer en su libro La invención del bien y del mal, “En este laborioso proceso no se rueda, como suele hacerse, un excedente de material que luego se ensambla en la sala de montaje en una película ya acabada. En la ‘edición en cámara’ sólo se graban las escenas que se van a utilizar en la obra final, y en el orden en el que se verán en el producto final. Al no haber en la cinta escenas innecesarias, ningún inversor intransigente puede sabotear la versión final del artista”. En una larga entrevista que Hitchcock sostuvo mucho tiempo después con François Truffaut, entre tantas otras cosas le decía que en las obras de ficción, era precisamente el director de cine el que debía crear la vida. Para él, el cine iba mucho más allá de los recortes, la crítica, las censuras y la moral.
Cuando hablaron de Rebeca, Hitchcock le confesó a Truffaut que no estaba satisfecho con la película, pues no era una película de Hitchcock. “Es una especie de cuento y la misma historia pertenece a finales del siglo XIX. Era una historia bastante pasada de moda, de un estilo anticuado (…). Rebeca es una historia a la que le falta sentido del humor”. Más allá de que estuviera o no contento con el resultado, Hirchcock hizo lo posible y lo imposible para que la dictadura de la moral de aquellos años no incidiera en su obra. Era tanto su celo, que prefería transformar él mismo algunas escenas antes de permitir que se las cambiara un ente fantasmal, impositivo e intolerante. Por eso, le dio vuelta a una de las escenas fundamentales del filme, basado en una novela de Daphne du Maurier.
“En ella -dice Hanno Sauer-, Maxim de Winter confiesa haber matado a su esposa, una mujer de una belleza sobrenatural pero soberbia e insensible. En la película, en cambio, muere por un accidente. Rebeca, gravemente enferma de cáncer y cansada de la vida, provoca a su marido hasta que, al final, él la hace caer durante una pelea, ella tropieza y se abre una brecha mortal en la cabeza”. Muy a pesar de lo que dijera el libro, y como si no hubiera existido, Hitchcock le dijo a Truffaut con absoluta frialdad que “Max de Winter no mató a Rebeca, ella se suicidó porque tenía un cáncer”. La verosimilitud había hecho su “desdichada aparición”, como solía decir, y con ella, había expuesto para la historia las terribles consecuencias de los radicalismos morales, que empezaron a cambiar de forma y de color en los años 60.
“Prometo no leer nunca más a autores en los que se trasluzca la intención de querer hacer un libro; en adelante, solo leeré a aquellos cuyas ideas llegaron impensadamente a formar un libro”.
Friedrich Nietzsche (El viajero y su sombra)
El Código Hays comenzó a desvanecerse con algunas escenas como una de Liz Taylor cuando en Quién le teme a Virginia Woolf dijo “Que te den”. De ahí en adelante, se volvió casi que una obsesión provocar al espectador. Bajo la norma del “realismo”, todo empezó a transformarse. Lo que antes era inmoral, pasó a ser aplaudido, y en muchas ocasiones, reemplazado por otras normas y otros comportamientos no codificados en ningún manual, pero igual de peligrosos, pues tenían implícita una carga de odio y resentimiento por lo que había acontecido antes. Casi que por ley, como escribió Sauer, “A partir de 2024, las películas que quieran optar a un Óscar deben garantizar que una cantidad adecuada de miembros de una minoría étnica, social o sexual esté representada en la pantalla o participe en la producción”.