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Un jardín inglés esconde un tubo de pintura de un pigmento café muy particular, con un origen igual de extraño. Cuando el dueño de esa sustancia, Edward Burne-Jones, un pintor pre-Rafaelita, se enteró de dónde venía el material con el que había pintado varias de sus obras, insistió en darle santa sepultura. A diferencia de otros pigmentos, el “café de momia” o “mummy brown”, no sale de elementos naturales, como el lapislázuli. Este provenía de las entrañas de las tumbas egipcias, pues, como su nombre lo indica, trituraban los restos momificados para convertirlos en un polvillo fino que se creía que tenía propiedades medicinales, pero que a la vez figuró en los cuadros de varios artistas como un tono predilecto para dar sombra a la piel.
La esposa de Burne-Jones, Georgina, escribió en sus memorias que “cuando le aseguraron (a su esposo) que en realidad estaba compuesto de momia real, nos dejó de inmediato, se apresuró al estudio y, regresando con el único tubo que tenía, insistió en que le diésemos un entierro digno allí mismo. Así que se hizo un agujero en la hierba verde a nuestros pies, y todos vimos cómo se metía sin problemas, y una de las niñas marcó el lugar plantando una raíz de margarita encima”.
Desde el siglo XVI comenzó esta obsesión que se extendería otros tres siglos por el tinte que otorgaba este polvo. La obra más reconocida que se cree que contiene este pigmento es La libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix, pero muchos antes que él ya lo utilizaban en sus lienzos.
La Edad Media vio el incremento en la demanda por momias egipcias, pero no necesariamente las de los faraones, que ya eran valiosas por sí mismas si se tiene en cuenta que en ocasiones sus envolturas contenían oro. Para hacer el tan pedido pigmento podían utilizar una momia humana o felina, y el componente que tanto perseguían se conoce como “bitumen”, un material negro que parece resina y se da de forma natural. Sin embargo, según Kassia St. Clair en su libro La vida secreta de los colores, había una confusión respecto a la proveniencia de este componente, porque en el lenguaje persa al bitumen se le llamaba “mumyia” y en Europa hicieron la relación entre esta palabra y las momias egipcias de forma errónea. Y así terminaron utilizando ambos materiales, el bitumen y el polvo de momia, como medicina para cualquier mal. Este último no solo era deseado por artistas, nobles y aristócratas como Catalina de Médici, que eran devotos de los supuestos beneficios medicinales que proporcionaba este polvo.
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A pesar de que el polvo de momia se había utilizado como medicina tópica o para ingerir desde el siglo I a. de C., fue en el siglo XVI que las expediciones y excavaciones por los cuerpos momificados comenzaron a volverse populares y a comerciar con ellas hacia el Viejo Continente. En su libro, St. Clair cita la descripción que hizo el agente de importación John Sanderson para la Turkey Company en 1586 sobre una expedición a una tumba: “Nos bajaron con cuerdas, como a un pozo, con velas de cera quemándonos las manos, y así caminamos sobre los cuerpos de todo tipo y tamaño... no despedían ningún olor nauseabundo... Rompí todas las partes de los cuerpos para ver cómo la carne se convertía en droga, y traje a casa cabezas, manos, brazos y pies”.
La demanda era tan alta, que pese a que Sanderson regresó con una momia entera y 600 libras de partes diferentes del cuerpo para suplir la demanda de boticarios y artistas en Inglaterra, estos materiales no duraron mucho, pues fuera del uso medicinal y en las pinturas, algunos de sus compradores las exhibían en sus casas. Con el creciente apetito por los restos egipcios, era solo cuestión de tiempo hasta que la oferta fuera superada por la demanda, y esto sucedió relativamente rápido. En 1564, uno de los comerciantes afirmó que posteriormente a su visita a Alejandría fabricó 40 “momias” que habían sido hechas con los cadáveres de criminales y esclavos recientemente ejecutados, a los que embalsamó con diferentes materiales. Así continuó por varios años el comercio de momias, con comerciantes creando falsificaciones de los cadáveres de 3.000 años de antigüedad. Megan O’Hearn comentó en un artículo para Artstor, que un estudio para Science News sugería que, al no considerarse la causa de muerte de estas momias falsas, los comerciantes que realizaban esta práctica pudieron haber ayudado a esparcir la plaga, ya que las bacterias causantes de la enfermedad se alojan en la carne de las momias.
Para fabricar el pigmento se necesitaba más que solo triturar los restos. El polvo era luego mezclado con brea blanca y mirra. O’Hearn citó un artículo de Scientific American de 1898, en el que un químico describía el proceso para trabajar con el polvo: “Al calentarse, el polvo se vuelve negro pardo oscuro, con un agradable olor a resina de incienso y mirra, luego arroja vapores con olor a asfalto; deja un carbón negro brillante que, cuando se quema, deja un 17 % de ceniza con una reacción fuertemente alcalina, que desprende mucho ácido carbónico cuando se rocía con ácidos. En el tubo cerrado se obtienen vapores de reacción ácida. Con agua caliente se obtiene una solución pardo-amarillenta de reacción neutra que huele a cola y extracto de carne cuando se espesa…”.
La pintura, que también se le conocía como “caput mortuum” o “marrón egipcio”, ofrecía a los artistas que la utilizaban una transparencia que servía para darles sombra a las pieles humanas y una apariencia de barniz envejecido. El historiador de arte Philip McCouat escribió para Art in Society que el marrón egipcio podía ser utilizado como pintura en óleo o acuarela, dependiendo del efecto deseado por el artista. Sin embargo, este no era un color con el que fuera fácil trabajar, pues su transparencia y composición química provocaban reacciones con otros colores y, además, se desvanecía rápidamente.
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De acuerdo con el artículo de la conservadora de arte Sally Woodock, “Body colour: the misuse of mummy”, citado por Leopoldina Torres en la revista Harvard Art Museums, “es posible que (el café de momia) siguiera siendo popular durante tanto tiempo porque era fácil de manejar, daba un efecto inicialmente agradable y los artistas no podían resistir el encanto de pintar con un material tan antiguo”.
Hay quienes en la comunidad artística consideran que es muy difícil saber cuáles cuadros tienen o no este pigmento, pues sería necesario llevar a cabo una espectrometría, y aun así sería difícil identificarlas.
Pero no faltaría mucho para que la obsesión por este color comenzara a desvanecerse. La popularidad de la que una vez disfrutó el “café de momia” comenzó a desaparecer a mediados del siglo XIX, cuando los artistas pre-Rafaelitas cayeron en cuenta del verdadero origen de la pintura que tanto utilizaban. Sin embargo, mientras que la fascinación por el pigmento decaía, la pasión por el orientalismo y la egiptología iba en aumento. Esto se vio reflejado en las expediciones que de nuevo se realizaban al país africano, en las que apilaban momias de forma intencional para que los aventureros convenientemente las encontraran. Pero, además, con las momias que se llevaban a Europa hacían fiestas cuyo momento culminante era desenvolverlas.
En el mundo del arte una sola momia abastecía las necesidades de un proveedor, como pigmento, por 20 años, según un hombre de apellido Church, en 1915. Aunque, de acuerdo con McCouat, este pudo haber sido un comentario sobre el uso decreciente de este polvo en el arte. El mismo hombre que hizo este reporte a principios del siglo XX también consideraba que este pigmento era inferior al asfalto, ya que al calentar el polvo a altas temperatura, afirmaba Church, se perdían los hidrocarbonos. Similarmente, en su Diccionario de Arte de 1891, Jules Adeline aseguraba que “sea auténtico o no (el pigmento), no se puede recomendar al pintor, ya que, aunque es un color rico, se seca con dificultad, no es permanente y puede contener amoníaco y partículas de grasa”.
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Este fue el principio del fin. Con los artistas dándose cuenta de la proveniencia de la muy usada pintura y un creciente interés científico y arqueológico por las momias, junto con un respeto cultural por su origen, poco a poco, este pigmento, en su fórmula original, comenzó a desaparecer. McCouat afirma que para los años de 1920 y 1930 conseguir momias para este propósito ya era todo un desafío. Con las ventas en caída libre y la materia prima escaseando, para 1964 ya era un hecho que el “marrón egipcio” o “café momia” en su fórmula original había desaparecido. Fue en ese año que los fabricantes de color ingleses, Roberson’s of London, admitieron que se habían quedado sin momias para fabricar la pintura. “Es posible que tengamos algunas extremidades extrañas tiradas por ahí”, se disculparon, “pero no las suficientes para hacer más pintura. Vendimos nuestra última momia completa hace unos años por, creo, 3 libras. Quizá no deberíamos haberlo hecho. Ciertamente no podemos conseguir más”, le dijeron a la revista Time ese mismo año.
A partir de entonces se fabrica este color de forma sintética, conservando el nombre original. No obstante, como lo menciona Kristin Romey en un artículo para National Geographic, no es tan sencillo determinar qué artistas realmente utilizaron este pigmento y en cuáles de sus obras, ya que las recetas para producirlo varían ampliamente y, como le dijo Alan Phenix del Instituto Getty a la autora del artículo, los métodos de momificación también cambiaron con el paso de los años. Hoy en día se sigue vendiendo pintura con este nombre, pero como le aseguró Barbara Berrie de la National Gallery of Art a Romey: “Estoy segura de que la gente realmente no entiende por qué el nombre sería “momia”, que en realidad se refiere a la fuente original del colorante. Pero no creo que estén usando momias reales. ¡Espero que no!”