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El control del pensamiento: La nueva ortodoxia (I)

Miles de personas compartieron la noticia falsa porque pensaron que el artículo era verídico. Y lo hicieron de buena fe, porque en nuestros tiempos se hace cada vez más difícil distinguir la sátira de la realidad. Lo aterrador del asunto, sin embargo, no radicaba en la facilidad con la que la mentira podía difundirse, lo verdaderamente estremecedor era que esta, en particular, podía perfectamente ser cierta.

Roxx, J.
20 de julio de 2020 - 12:32 a. m.
Las consecuencias de pensar libremente y de expresarse abiertamente se enmarcan en lo que los angloparlantes han denominado cancel culture, y que nosotros podríamos traducir como ‘cultura de la cancelación’. Sus promotores utilizan el verbo ‘cancelar’ como eufemismo para ‘eliminar’; “enviar al agujero de la memoria”, en el léxico Orwelliano.
Las consecuencias de pensar libremente y de expresarse abiertamente se enmarcan en lo que los angloparlantes han denominado cancel culture, y que nosotros podríamos traducir como ‘cultura de la cancelación’. Sus promotores utilizan el verbo ‘cancelar’ como eufemismo para ‘eliminar’; “enviar al agujero de la memoria”, en el léxico Orwelliano.
Foto: Tania Bernal
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El artículo en cuestión, que circuló hace algunos días en las redes sociales, afirmaba que la estatua de George Orwell sería removida de las oficinas de la BBC en Londres, por cuanto los temas de su obra hacían “sentir incómodos” a los empleados del medio de comunicación.

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Y, ¿quién, que haya estado prestando atención a los acontecimientos recientes, podría haber reconocido a primera vista la falsedad del artículo? Nadie. Aún menos cuando el autor de 1984 se ha convertido en el objetivo de turno para los enardecidos defensores de lo políticamente correcto: un “hombre vil”, según afirmó el periodista Benjamin Norton, “Orwell la rata”, como desde hace años lo llaman algunos usuarios del portal marxists.org.

Pero no. Este texto no trata acerca de Orwell, aunque en lo que sigue no pueda evitar hacer referencias a su obra; trata de la virtual imposibilidad de disentir por cuenta de los designios de una multitud de individuos —autoproclamados— virtuosos que en una mano sostienen las riendas del discurso contemporáneo y utilizan la otra para cubrir la boca de quienes se atrevan a estar en desacuerdo con ellos. “Legiones de imbéciles”, según advirtió Umberto Eco, sin poder anticipar la gravedad de su expresión a la luz de las hordas que vendrían.

Las consecuencias de pensar libremente y de expresarse abiertamente se enmarcan en lo que los angloparlantes han denominado cancel culture, y que nosotros podríamos traducir como ‘cultura de la cancelación’. Sus promotores utilizan el verbo ‘cancelar’ como eufemismo para ‘eliminar’; “enviar al agujero de la memoria”, en el léxico Orwelliano. Así pues, cancelado el artículo del matemático Theodore Hill en el Mathematical Intelligencer acerca de la hipótesis de la variabilidad masculina por promover ideas “potencialmente sexistas”; cancelada Kathleen Lowrey, antropóloga y feminista de la Universidad de Alberta, por explicarle a sus alumnos que la humana es una especie sexualmente dimorfa; cancelado el sociólogo Noah Carl, tras haber recibido una beca de investigación en la Universidad de Cambridge, por cuanto su investigación respecto del vínculo entre la inteligencia y la genética difundía una pseudociencia propia del supremacismo blanco; cancelado Bret Weinstein, biólogo y ex profesor de la Evergreen State College, enfrentado a acusaciones de racismo por objetar la segregación que durante un ‘día de ausencia’ dejaría en el campus solo a los estudiantes negros y fuera de él a los blancos, cancelada también Heather Heying, su esposa, por el vínculo que mantenía con él. Y cancelado quizá, por insensibilidad racial Steven Pinker, lingüista y científico cognitivo de la Universidad de Harvard, por no haber denunciado el papel de la lingüística en la reproducción del racismo.

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Más allá de las dudosas acusaciones en su contra, el suyo fue un crimen de pensamiento, un crimental, al permitirse pensar por fuera de los límites establecidos por la nueva ortodoxia.

Y si los ejemplos abundan en la academia, no lo hacen menos en la cultura popular: cancelada J.K. Rowling, bajo acusaciones de transfobia por afirmar que los hombres no pueden menstruar; cancelada la novela de Margaret Mitchell, Lo que el viento se llevó, por contener “tintes racistas”; cancelada la caricaturista del Communist Morning Star, Stella Perrett, por criticar mordazmente que a los transexuales se les permitiera el acceso a los espacios exclusivos para mujeres.

Pero esta así llamada ‘cultura’ de la cancelación no es nada distinto a la más reciente iteración de un esfuerzo de larga data por censurar las opiniones que no se alinean con la ideología dominante del momento, pues sucede que los eternos ofendidos son también eternos desinformados: conjuran velozmente acusaciones categorizadas bajo una multiplicidad de —ismos cuya definición precisa escapa a sus conocimientos, desconocen cualquier tipo de dato estadístico que contradiga sus argumentos, y olvidan que sus estrategias han sido empleadas desde hace siglos por parte de todas las persuasiones políticas y religiosas sin distinción. Para ellos, el debido proceso o la presunción de inocencia son inexistentes: son jueces, jurados y verdugos en la esfera pública, pues por derecho divino procedente de su estatura moral, han sido investidos con tales poderes.

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No importará que usted, lector, haya sido miembro durante las últimas cuatro décadas del Partido Comunista, no importará tampoco que el Partido Nacionalsocialista Alemán haya caducado el 10 de octubre de 1945; bastará con que usted se aleje apenas un poco del dogma del día para que caiga sobre usted una acusación por parte de los nuevos censores en forma de reluciente etiqueta con la palabra ‘nazi’ escrita en ella. Descubrirá usted entonces que esta etiqueta es muy difícil de quitar y, lo que es peor, se dará cuenta de cómo se adhiere también a sus colegas, sus amigos y familiares, todos ellos culpables por asociación, hasta el momento en que expidan extensas disculpas públicas por relacionarse con usted, aprovechando la oportunidad para denunciarlo por herejía.

Pues si en algo son realmente hábiles los censores de nuestros días es en la distorsión de los significados de las palabras: en nuestro propio diccionario de la neolengua, la objetividad, por ejemplo, ya no implica la búsqueda de un conjunto de verdades racionales comprobables por todos; es ahora un dispositivo colonialista, eurocentrista y patriarcal utilizado en un régimen basado en la opresión sistémica de la otredad.

Y valiéndose de esta capacidad, empiezan a adquirir cada vez más ese rasgo característico de los sistemas totalitarios: el control del lenguaje. Y con él, el control del discurso; con éste, el control del humor. Para cuando nos demos cuenta, a la vuelta de un par de décadas, el control del pensamiento estará ahí para quedarse. Y no habrá sido ejercido por la fuerza, sino que habrá sido adoptado voluntariamente por todos, con el único objeto de huir de la inminente sanción social. Piense si usted mismo, lector, no se ve obligado a hacer gimnasia mental en fracción de segundos antes de permitirse decir lo que está pensando. Piense en cuántos eufemismos ha agregado a su vocabulario en los últimos años.

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La historia nos ha enseñado que este impulso totalitario no es exclusivo de ningún extremo del espectro político, y que reaparece cada cierto tiempo de la mano de las más diversas justificaciones. El de nuestros días nos acerca peligrosamente a la pérdida de nuestra memoria, a la alteración de los registros históricos y a la posibilidad de cometer los mismos errores que otros cometieron en el pasado. Tumbados los monumentos, podremos pasar a la quema de libros. Quemados los libros, procederemos a la destrucción del lenguaje.

Lo que para Orwell fue un futuro distópico se ha convertido en nuestro presente incipiente, y recae en nosotros la responsabilidad de corregir el rumbo. Si llegásemos a fallar, no seremos más que autómatas de carne y hueso al servicio de los caprichos de nuestro gerente de turno.

Por Roxx, J.

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