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¿Qué sería de nosotros sin el pensamiento? ¿Sin la palabra? Sin la inteligencia y la tradición oral transformada en tradición escrita, desde las tablas cuneiformes, pasando por la invención de la imprenta, hasta la era digital, el ser humano no habría evolucionado hasta el nivel actual de conocimiento. Por eso, otra facultad que debiéramos celebrar en estos días de Semana Santa y de cuarentena obligatoria extendida es la de la escritura. El Nobel de Literatura portugués José Saramago (1922-2010) escribió antes de morir que su paso por este mundo se justificó por haberse dedicado a la “alegría de escribir” habiendo nacido en una familia de analfabetos. (Recomendamos más de esta serie: El coronavirus y el milagro de la lectura).
Fue precisamente la sabiduría ancestral de sus abuelos, Jerónimo y Josefa, la que le abrió los ojos a la naturaleza y le sembró la curiosidad que lo llevó a formarse como autodidacta en las bibliotecas públicas, leyendo y escribiendo mientras se ganaba la vida como cerrajero. Esa constancia lo condujo a la convicción que requiere un escritor, la necesidad vital de poner por escrito cada día lo que piensa e imagina hasta construir una vocación antes que una profesión.
Les puedo citar milagros similares, por ejemplo en Nigeria, África, donde nació la escritora Chimamanda Ngozi Adichie. “En cualquier caso, fui una lectora precoz, y lo que leía eran libros infantiles británicos y estadounidenses. También fui una escritora precoz, y cuando, hacia los siete años, empecé a escribir cuentos a lápiz ilustrados con ceras que mi pobre madre tenía la obligación de leerse, escribía exactamente el mismo tipo de historias que leía: todos mis personajes eran blancos de ojos azules, jugaban en la nieve y comían manzanas, y hablaban mucho del tiempo, de lo delicioso que era que saliera el sol”.
En su ensayo “El peligro de la historia única” cuenta el surgimiento de su proceso hasta darse cuenta que podía escribir más allá de los lugares comunes: “Comprendí que en la literatura también podía existir gente como yo, chicas con la piel de color chocolate cuyo pelo rizado no caía en colas de caballo. Empecé a escribir sobre asuntos que reconocía”. En los talleres que dicta por todo el planeta, ahora se asombra de cuántas personas encuentra “con ganas de escribir, de contar historias”.
Sí. Escribir es la mejor catarsis. Y no hay que dejarse intimidar por el tal síndrome de la hoja en blanco. El escritor francés J. M. G. Le Clézio me dijo durante su visita a la Feria del Libro de Bogotá 2013 que para él una página en blanco es estar frente a una piscina en pleno verano. “Me lanzo de cabeza y después decido en qué estilo nado”. De acuerdo, maestro. Yo escribo desde las sensaciones. Los sentimientos me ayudan a armar el primer borrador. Después viene el rigor de la reescritura.
Las preguntas sobre nuestra existencia son nuestra primera conexión con un posible texto. En su discurso de recepción del Nobel de Literatura 2008, Le Clézio dijo: “¿Por qué escribimos? Creo que cada uno tiene su propia respuesta para esa simple pregunta. Uno tiene predisposiciones, un entorno, circunstancias. Defectos, también. Si estamos escribiendo, significa que no estamos actuando. Que nos encontramos en dificultades cuando enfrentamos a la realidad y hemos elegido otra manera de reaccionar, otro camino para comunicar, una cierta distancia, un tiempo para reflexionar”.
Si quieren acercarse a fondo a una vida hecha literatura o a una literatura hecha desde los recuerdos más personales tendrían que leer a otro clásico francés: Marcel Proust, autor de los siete tomos que componen En busca del tiempo perdido. En sus ensayos nos invita a dejarnos llevar: “Las cosas bellas que escribiremos están dentro de nosotros, poco claras, como el recuerdo de una melodía que nos deleita a pesar de que somos incapaces de recapturar su forma. Aquellos que están obsesionados por esta borrosa memoria de verdades, nunca han sabido que son hombres privilegiados”.
Svetlana Alexiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, partió de la inquietud de oír a las mujeres soviéticas hablando en voz baja, quejándose de que la historia de su nación había sido contada por hombres. Decidió: “He de ampliar mi visión: escribir la verdad sobre la vida”. Escribió novelas como La guerra no tiene rostro de mujer teniendo como referencia una pregunta de Dostoievski: “¿Cuánto de humano hay en un ser humano y cómo proteger al ser humano que hay dentro de ti?”.
El propio autor de Crimen y castigo revela el secreto a su hermano Mijail en una carta del 31 de mayo de 1858: “Yo empiezo por escribir cada escena según se me ocurre en el primer momento, y me recreo mucho con ella; pero luego me estoy trabajándola por espacio de meses y hasta de un año. Me dejo entusiasmar por ella varias veces (pues me gusta la escena), y tacho aquí, y pongo allá; y, créeme, la escena siempre sale ganando. Sólo que hay que tener inspiración. Sin inspiración, naturalmente, no se puede hacer nada”.
Entonces inspirémonos, primero en nuestras experiencias de vida, y pongámonos a la tarea en cualquier forma; garabateo de ideas, diario, carta, apuntes, pensamientos, dedicatorias, columna, memorias, monólogo, cuento, novela, lo que sea pero que salga de las entrañas y entre más inquietante mejor. Cómo pulir una historia, cómo encontrar un estilo, una voz propia, son temas posteriores. La mayoría de escritores profesionales coinciden en que dedicarse a este oficio implica un 90 por ciento de disciplina y un diez por ciento de talento.
Luego de oír tres horas a víctimas de la violencia durante su visita a Colombia en 2016, la propia Svetlana nos invitó: “Aspiremos a ser historiadores del alma”.
@NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com
* Estamos cubriendo de manera responsable esta pandemia, parte de eso es dejar sin restricción todos los contenidos sobre el tema que puedes consultar en el especial sobre Coronavirus.