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Como alternativa cultural y social, el cuento en México surge relativamente tarde y casi se diría a petición del público.
En la segunda mitad del siglo XIX —entre las conmociones que definen los rasgos de la nación nueva— se difunde el interés por los temas, los escenarios, los personajes y el habla de la sociedad que hace su confuso debut. Añádase a esto la vitalidad del Sector Instruido en vías de emanciparse de la cultura clerical, y se entenderá por qué, de pronto, hay quienes ya no le confían todas las posibilidades expresivas a la poesía y no esperan pacientes la aparición de una novelística que, para su adecuado desarrollo, necesitará casas editoras y en los escritores, más tiempo disponible y más destreza técnica. Por lo pronto, hay que satisfacer la demanda de “espejos en el camino”, y mientras llegan las grandes novelas, conviene prodigar crónicas, cuentos, textos sin clasificación posible. Se reiteran el color local, la recolección de personajes inolvidables, el gusto por el paisaje, el encomio de los buenos sentimientos. Aflige todavía el culto omnívoro por la poesía, que centuplica los lirismos por página, y le otorga “carta de naturalización” al ritmo ensoñador y divagador en donde naufraga cualquier intención(excepciones notables: Machado de Assis en Brasil, el Payno de los bandidos de Río Frío en México).
Los románticos son los primeros en ver en el cuento un vehículo idóneo para sus vidas y pasiones. En su período de auge (1840-1870, aproximadamente) reafirman una convicción a la vez psicológica y cultural: la vida humana no se explica sólo a través del deber, sino —más profusamente— del amor, de la entrega sin condiciones, de esa fiebre que estruja los sentidos y que no es sino la imposibilidad de ser (o de adueñarse en definitiva de) otra persona. Culturalmente, el amor-pasión es fenómeno nuevo en una sociedad ferozmente represiva desde el lenguaje, reacia a comprender las urgencias físicas y los sacudimientos espirituales que la vehemencia romántica interpreta. Por la exageración habla la necesidad de liberar un tanto el comportamiento: en los cuentos y en las novelas románticas las jovencitas pálidas y hermosísimas se marchitan como flores, son páginas del alma endonde sólo se consignan epitafios o son criaturas cuya existencia se apaga suavemente en medio del sollozo de un enamorado de rostro convulso. La calidad de estos textos es por lo menos dudosa, pero el impulso moral (negar una realidad a como dé lugar, al precio incluso de ver en el sacrificio extremo el gran escape) le consigue a esta literatura una doble adhesión: las mujeres, gracias a las heroínas, viven lo que no admite su condición reprimida y la monotonía de un hogar-prisión; algunos hombres, observando el desafuero, aprenden a creer en los poderes de la exaltación.
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Según Ignacio Manuel Altamirano, las novelas se escriben entonces fundamentalmente para el bello sexo. Nos corresponde complementar la afirmación: la famosa “suspensión dela incredulidad” se inicia en el ocio de las mujeres de clase media y burguesía; disponen demás tiempo y en ellas la fantasía es su mejor cómplice, lo que les compensa de no ejercer ciudadanía alguna. El amor-sin-límites es un sentimiento proclamado que legitima —fuera de los ámbitos eclesiásticos— la subjetividad. Patriotas y amantes, los románticos le entregan la autonomía de los individuos a la glorificación de quienes —por el impulso amatorio— rompen el fatalismo de una conducta marcada de la cuna a la tumba. Si la persona amada es como un dios o como una virgen, se fomenta la confusión entre lo sagrado y lo profano, principio inevitable de la secularización.
A los románticos y a los realistas les interesa normalizar el relato breve, convertirlo en prontuario de lo que vendrá: sentimientos, sensaciones, experiencias vitales. El criterio es nominalista: si las describimos con suficiente ardor y cuidado, las emociones creadoras florecerán invictamente. Como los modernistas (la tendencia que, sin desplazarlos jamás del todo, los sucede), los románticos ven en la prosa-que-es-poesía un “certificado de licitud” (un estilo llano y seco no se considera literatura). A la expresión de las metáforas y de los adjetivos estremecedores, se presta con holgura el relato “sobrenatural”, apto para un público todavía inmerso en la cultural oral que es, en buena medida, una cadena infinita de historias de espectros, del tráfico concupiscente entre el más acá y el más allá. Nobles emparedados vivos por sus amores ilícitos con virreinas, mujeres que vagan en la eternidad llorando a sus hijos, sacerdotes que confiesan a seres muertos hace un siglo, transfiguraciones del crimen o de la plena beatitud. El repertorio del “gótico” mexicano espropio del tránsito de una creencia homogénea en la superficie a supersticiones diversificadas que ya implican un principio de libertad de creencias, y le es indispensable aun nuevo género. Con los relatos de vírgenes que penan por haber dejado de serlo yvírgenes que prefirieron morir para no perder tal status, románticos y modernistas (como después los “colonialistas”) se amparan tras una “perturbación” admitida: las leyendas, literatura infantil, conversación de adultos, continuación de la enseñanza religiosa por otros medios.
“Diréte, niña, cosas tan bellas! / lánguidas trovas de mi pasión”
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A modo de disidencia moral, los modernistas introducen actitudes insólitas con frases y palabras destellantes. Amé hasta la locura... y en la resistencia al moralismo imperante sefiltra la modernidad. Tómese un cuento de fin de siglo, “Fragatita”, de Alberto Leduc. El tema es simple: una prostituta llamada Fragatita porque sólo gusta de la gente de mar, asesina al gañán que humilló a su hombre y arroja el cadáver al mar. En el brevísimo relatono hay recriminación, no hay moraleja y el criminal no expía su culpa. La ambigüedad es aquí modernidad que compensa de los centenares de cuentos que en verdad no lo son,”reflexiones poéticas” en loor de la naturaleza, de la belleza y bondad de las costumbres ,de la poda de cualquier malicia, de la abnegación que la muerte sólo interrumpe levemente. El requisito del cuento fantástico es que nunca lo sea en extremo. Una muestra típica —”Un viaje celeste” de Pedro Castera— lleva aclaración adjunta: se trata de una desviación onírica, el quebrantamiento de la verdad a través del sueño. Para estos escritores, la temperatura ideal de la narrativa es la tragedia, y en todo caso, la vida cotidiana no es sino la sucesión de dramas punzantes o de escenas pastoriles. O los acontecimientos son inicuos o son idílicos, y entre ambos extremos nada más queda —a veces— la crónica amable y sentimental. (A lo largo del siglo XIX y todavía a principios del siglo XX, hay cierta indistinción entre cuento y crónica, por lo precario del material imaginativo, la pobreza de los recursos humorísticos no basados en la observación directa y el aprecio por los valores testimoniales). Algo tienen en común cronistas de costumbres, poetas modernistas, realistas campiranos, realistas urbanos, naturalistas: el interés por persuadir al lector del horror que lo circunda.
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