El cuento latinoamericano en busca de un nuevo lector
“Antología de cuento Latinoamericano” (Diana Diaconu y Alejandro Alba García), a partir de las narraciones de Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Juan Rulfo, Ricardo Piglia, Roberto Bolaño e Inés Arredondo, entre otros escritores, ofrece una lectura sobre los momentos fundacionales y de ruptura del cuento latinoamericano.
Marcel Roa
A menudo se espera que las antologías les sirvan a los lectores para descubrir nuevos textos y autores o, incluso, para evitar la fatiga de ser quienes deban leer todos los textos de un autor para seleccionar “los más logrados”. Pero no siempre se espera que, con la selección de cada pieza, las antologías tengan una intención que vaya más allá del afán enciclopédico y acumulador. Sabemos por el investigador mexicano Daniel Zavala Medina que cuando Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo armaron su célebre Antología de la literatura fantástica, no solo reunieron los textos que les parecían “mejores”, como dice Bioy en el prólogo de 1940, sino que esta selección, en su conjunto, representa un gesto crítico ante el realismo de algunos contemporáneos suyos en Argentina. Justamente, las antologías que merezcan tal nombre —y pienso que así debería ocurrir con las sesiones que componen un curso universitario o los destinos que se escogen en un itinerario de viaje— tendrán al menos dos caras dependiendo de quién las mire: la de Ariadna, que socorre a su lector con un hilo que le impide perderse, y la del minotauro del cuento de Borges, Asterión, cuya faz terrible no asusta al invitado que quiere verdaderamente jugar con él, mientras recorren una casa llena de sorpresas alegremente dispuestas de acuerdo con la agudeza de su residente.
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A menudo se espera que las antologías les sirvan a los lectores para descubrir nuevos textos y autores o, incluso, para evitar la fatiga de ser quienes deban leer todos los textos de un autor para seleccionar “los más logrados”. Pero no siempre se espera que, con la selección de cada pieza, las antologías tengan una intención que vaya más allá del afán enciclopédico y acumulador. Sabemos por el investigador mexicano Daniel Zavala Medina que cuando Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo armaron su célebre Antología de la literatura fantástica, no solo reunieron los textos que les parecían “mejores”, como dice Bioy en el prólogo de 1940, sino que esta selección, en su conjunto, representa un gesto crítico ante el realismo de algunos contemporáneos suyos en Argentina. Justamente, las antologías que merezcan tal nombre —y pienso que así debería ocurrir con las sesiones que componen un curso universitario o los destinos que se escogen en un itinerario de viaje— tendrán al menos dos caras dependiendo de quién las mire: la de Ariadna, que socorre a su lector con un hilo que le impide perderse, y la del minotauro del cuento de Borges, Asterión, cuya faz terrible no asusta al invitado que quiere verdaderamente jugar con él, mientras recorren una casa llena de sorpresas alegremente dispuestas de acuerdo con la agudeza de su residente.
Para el lector que quiera seguir el hilo de Ariadna, la Antología de cuento latinoamericano, de Diana Diaconu y Alejandro Alba García (Bogotá: Panamericana, 2021), permite hacer una lectura diacrónica del cuento como un género que ha sido practicado ampliamente en Latinoamérica desde el siglo pasado hasta hoy, a partir de la consideración de dos tipos de poéticas: la moderna y la contemporánea. De esta manera, esta antología da cuenta de la vida de un género en constante cambio, a partir de propuestas literarias singulares y paradigmáticas, como las de Horacio Quiroga, Gabriel García Márquez, Juan Villoro o Evelio Rosero, entre otros escritores, con las que, además, se plantea un campo de fuerzas en tensión, de poéticas singulares que responden con igual intensidad a los problemas de la modernidad o la contemporaneidad latinoamericana. Al indagar en este motivo, que Diaconu explicita en su estudio introductorio, el lector comprende que la consideración de estos dos momentos no obedece a un criterio cronológico, sino a la constatación de que, en este último siglo y cuarto, diversos escritores le han dado al cuento un objeto estético que en cierta medida responde o bien al paradigma moderno, es decir, a que se encarne en la forma la intensidad de la vida, que no es ni su simulacro ni su copia, sino el destino genuino de alguien; o bien, al paradigma actual de consagrar en el fuego del texto un momento oceánico, un acontecimiento capaz de partir en dos la existencia de cualquiera: la experiencia. O, quizás, a ambos al mismo tiempo, como sucede con La señal, el cuento que Diaconu y Alba seleccionaron de la escritora mexicana Inés Arredondo (1928-1989), que da título a su primer libro publicado por Era en 1965 y que, finalmente, funciona como un pivote entre las poéticas modernas y contemporáneas planteadas en esta Antología de cuento latinoamericano: un límite móvil entre El hombre, de Juan Rulfo, y Capax en Salamina, de Albalucía Ángel. Permítanme, por favor, detenerme en La señal para explicar algunos logros de esta antología, así como de su idea de cuento.
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En este texto de Arredondo, Pedro, un hombre que sufre por el calor del sol abrasador bajo el que se encuentra, se refugia en una iglesia en busca de frescor; sin embargo, pese al abrigo del templo, se siente atormentado por una crisis existencial que, paradójicamente, lo sagrado es incapaz de resolver. Allí, inesperadamente, siente la presencia de otro hombre, un obrero que le pregunta si puede besarle los pies. Como un salto de programa, es decir, “un shock que desordena lo previsible, rompe el cálculo y, de pronto, abre una grieta por donde aparece lo inesperado, incluso lo que no llegará nunca a comprenderse del todo” (Beatriz Sarlo), la petición permitirá que en el alma de Pedro se resuelva su crisis de manera particular. A pesar de que antes de recibir el beso cerró sus ojos, se estremeció y sintió un escalofrío, Pedro sintió que en los calientes labios del obrero había “amor, un amor expresado de carne a carne, de hombre a hombre, pero que tal vez… El asco estaba presente, el asco de los dos”. Pero, “por encima de él estaba el amor”. Con ese beso sus pies quedaron marcados con una señal, con un estigma, que, por una parte, como los del crucificado, lo había redimido, pero que, por otra, a diferencia de este, carecía de cualquier sentido comunicable.
La brevedad del texto (apenas cuatro páginas) no obedece a una regla de composición que dicte cómo debe ser el tiempo o su representación en la narración, sino que está condicionada por el momento efímero y estructurante del beso que abre de la nada un abismo en la vida de Pedro. Es decir que hay una compenetración profunda entre la forma y el contenido, pues ambos son elementos constitutivos de la estructura del texto, de su arquitectura, o sea, ambos producen el objeto estético del cuento. Aquello que experimenta Pedro no puede ser adquirido en cualquier supermercado a cambio de unos pesos, no es una vivencia cualquiera; tampoco puede ser experimentado en un templo carente ya de su carácter sagrado, pero que condiciona una revelación: se trata de la vida misma, de la carne sin piel, de la sensación más allá de los límites protectores. Debido a la intensidad de este acontecimiento, ni Pedro, ni el narrador ni el lector pueden deducir un significado claro y rotundo, pero tampoco ninguno puede borrar, olvidar, reprimir o archivar el suceso. Su presencia indómita engendra la forma del cuento, estructura la experiencia del lector y hace que toda aproximación implique siempre considerar la compenetración intensa de la vida y la forma, sin que exista una síntesis posible, puesto que ningún análisis posterior a su lectura podría dar cuenta del desbordamiento, del límite que se mueve hacia lo desconocido: el amor, el respeto, el asco y el asombro genuinos. Y, sin embargo, el cuento existe gracias a su lenguaje, a su precisión, porque en él se purifica la experiencia destructiva y a través de él se produce una iluminación profana: la manera en la que ocurre el salto de programa en la vida de un hombre es en sí misma una experiencia narrable. Precisamente, el arte magistral de Arredondo consiste en no dejar escapar la experiencia (incluso la que se resiste a ser comunicada) y atender a la vida que late en ella; es decir, en darle al lector la posibilidad de hacer una lectura flotante de los diversos cruces textuales (Hélène Pouliquen), de jugar en la casa de Asterión con el ánimo de perderse y encontrarse en los múltiples sentidos del texto. Por todo esto, se entiende que Inés Arredondo aparece en el campo del cuento latinoamericano gracias a “una obra única en su especie” que “sondea el abismo” y, “solitaria, va al fondo de lo ignoto para encontrar lo nuevo”, como concluye Alba en sus “Apuntes (o algunos borradores reencontrados) para una posible lectura actual de trece cuentistas latinoamericanos”, una suerte de epílogo con el que se cierra la Antología de cuento latinoamericano.
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Aunque desearía en este momento tener más espacio para intentar plantear mejor mis apreciaciones sobre la cuentística de Arredondo, me conformo con señalar que solo pude llegar a ellas gracias a Diaconu y Alba. En primer lugar, porque escogieron un texto fundacional o, mejor, uno capaz de contener tanto las dimensiones de la escritura de Arredondo como el sentido de su poética vitalista y orientada por la experiencia; y, en consecuencia, porque resulta notorio que en La señal hay una toma de posición, un objeto estético, que es propia de la mexicana. En otras palabras, es claro el compromiso de Diaconu y Alba de dar cuenta a través de su selección de lo que hace singular al proyecto creador de Arredondo frente al de los otros cuentistas. Tal esfuerzo se repite a su vez con los otros doce cuentos de esta antología, puesto que con cada uno el lector encuentra una señal clara de por qué sus textos son una apuesta única en el campo del cuento en Latinoamérica.
Es importante añadir que esta antología, por una parte, no da cuenta enciclopédicamente de todos los cuentistas de nuestra América y, por otra, no sigue los criterios de inclusión ni de representación de los que muchos antologadores se ufanan. En cambio, esta selección de cuentos ilustra de forma accesible la diversidad de un género que está vivo en Latinoamérica debido a la riqueza y la pluralidad de distintas poéticas que se han desarrollado desde comienzos del siglo XX hasta hoy. Gracias a esto, el lector puede tomar conciencia del cuento como género literario, cuya lectura tantas veces ha sido obviada o reducida al equívoco de que existen géneros más importantes que otros y cuya consecuencia, en el peor de los casos, ha sido que leamos más y valoremos mejor, por ejemplo, una novela como Cien años de soledad que un cuento como Un señor muy viejo con unas alas enormes, de García Márquez, sin percatarnos de que ambos son perfectos, completos y totales. Por todo esto, en definitiva, no veo mejor oportunidad para resarcir el equívoco que leer esta antología, pues, como diría Ángel Rama al referirse a la novela corta y al cuento en América Latina, a las formas breves, allí constataremos que “el arte no tiene que ver con las dimensiones ni con las ambiciones”.
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