El cuento latinoamericano: trece poéticas que fundaron y renovaron el género (I)
Presentamos la primera parte de una serie de entregas que publicaremos a diario sobre poéticas que han sido cruciales para el desarrollo del cuento en América Latina. Iniciamos con las poéticas modernas y el escritor Horacio Quiroga.
Alejandro Alba García/ aalbag@unal.edu.co
Texto para funda (o introito)
No importa el número de cisnes blancos que hayamos observado, aunque sea muy numeroso, nunca justificará afirmar que todos los cisnes que existen son blancos. Por el contrario, si la observación de un grupo reducido de cisnes permite determinar la causa de su blancura, por ejemplo, tras encontrar cierta particularidad orgánica en ellos, una hipótesis al respecto sí quedaría justificada. Este es el alegato inicial de la profesora rumana Diana Diaconu, (docente e investigadora de la Universidad Nacional de Colombia), en su prólogo a la Antología de cuento latinoamericano (Panamericana, 2021), explicación que busca hacer ver que la exhaustividad (el criterio cuantitativo sobre el cualitativo) es un ejercicio desenfocado en el campo del arte, que es el de la literatura, que es del que vamos a hablar aquí. La antología que menciono y que tuve el placer de elaborar junto a Diaconu, reúne, a manera de colofón, los textos que conformarán esta serie de trece artículos que funcionan aquí a manera de pistas en un LP) presentan poéticas, verdaderas apuestas literarias, que consideramos centrales para el género cuentístico en América Latina, desde su origen moderno (a finales del siglo XIX) hasta la actualidad.
La selección de un limitado número de autores, pero cuyas particularidades nos permiten comprender algunos momentos claves en el desarrollo del género cuentístico en nuestro continente (es decir, en nuestra lengua) creemos que está justificada, y, aunque no sea exhaustiva (pues, como vimos, no debe serlo), sí intenta señalar dichos momentos como partes constitutivas de la evolución, de la vida del género, tal y como lo expresa Diaconu en el prólogo ya citado. A esto hay que agregar que esta no es una selección temática (criterio que descartamos, por inoperante) ni formal (criterio miope y muchas veces confuso o arbitrario) y, quizás, tampoco estrictamente “incluyente” (puesto que creemos que meter todo en un mismo saco no es ser realmente incluyente, sino falto de criterio, simplificador y, por tanto, irrelevante). Los textos que se publicarán en esta serie señalan, tentativamente, un camino hacia el cuento actual, que se trazaría de Quiroga a Inés Arredondo o García Márquez para desembocar en Albalucía Ángel o Ricardo Piglia y llega hasta Guillermo Martínez.
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Los trece cuentistas que se abordan en esta serie están divididos en dos grupos (dos lados del disco): las “poéticas modernas”, que incluyen propuestas ya consagradas, ampliamente consideradas como fundamentales y canónicas, digamos, y las “poéticas contemporáneas”, que son obras de ruptura frente el paradigma anterior del cuento, y que aparecen como profundamente anticanónicas. Las obras de estos últimos autores las ubicamos como apuestas imprescindibles en el campo literario latinoamericano actual. Dicho esto, es claro que toda discusión sobre lo canónico o anticanónico es siempre polémica, puesto que el “canon” mismo es dinámico, pero consideramos que no por eso la discusión es menos necesaria, especialmente cuando parece que este debate en Colombia ya no se da o no muy seriamente (en el mejor sentido de la palabra).
Escribe Diaconu que “en esta época de desatado consumismo, las antologías también sufren de obesidad”, y sí, por eso queremos resistir ante ese panorama y sostener, contrario a lo que sostienen otros, que lo importante en esta selección de cuentos no es que no falten, sino que no sobren. Ahora sí, vinilo al plato, aguja sobre el disco y ajustemos el volumen.
Lado A: poéticas modernas
I. Un estallido inicial (Horacio Quiroga)
Y dijo Quiroga: sea el cuento; y fue el cuento. Y vio Quiroga que el cuento era bueno. Y separó Quiroga, en él, la luz de las tinieblas. Quiroga como núcleo primordial, como Gran Explosión o como Bosón de Higgs del género en Latinoamérica. Sí, así es, bienvenidos, ¡este es el origen de todas las cosas!
Horacio Quiroga (Uruguay, 1878-1937) fue al cuento en América Latina lo que Poe al estadounidense. Abelardo Castillo escribió que ambos se hermanaban por la actitud romántico-decadentista y por la fascinación hacia la muerte y el horror. Pero nos mojamos poco si solo lo suscribimos. La verdad es que Quiroga y Poe están juntos, sobre todo porque son dos caras de una misma moneda: el origen de la tradición clásica del cuento literario moderno en América. Quiroga es puerto y faro de este paradigma, analizado por el propio Poe, que tiene a la brevedad, la condensación, la unidad de efecto, la esfericidad narrativa y el final conclusivo como rasgos definitorios. La tesis de Piglia de que el cuento moderno “cuenta siempre dos historias” está inspirada también en el uruguayo, puesto que sus cuentos encarnan, de forma maestra, el carácter ambivalente del género y ponen en tensión dos lógicas narrativas. Este procedimiento es la clave de una escritura problematizadora del mundo moderno.
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La tensión entre esas dos las lógicas casi antagónicas (las dos historias) da cuenta de un cambio de paradigma en la concepción del mundo, en este caso inmediato, de la América Latina de finales del siglo XIX e inicios del XX; visión ahora escindida, desdoblada, que cuestiona la unicidad premoderna y encuentra caduca la visión coherente y ordenada del mundo. Encontramos allí el fundamento epistémico del cuento moderno. Cobra sentido otra tesis de Piglia: “El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1″. Este es el caso de “La gallina degollada”, donde Quiroga revela su formulación axiológica. El cuento pone en el primer plano una historia familiar que exhibe los problemas sentimentales de una joven pareja rural (tema que el salteño había explorado ya en Historia de un amor turbio (1908)), cuyo ocaso se consuma con la aparición de los hijos, en principio anhelados, pero que, al cabo, enferman trágicamente.
En pleno declive amoroso, la ilusión surge para la pareja fallida. Sin embargo, la tenue luz de ese horizonte se apaga con el destino inesperado.
La segunda lógica del cuento, ocultada magistralmente por Quiroga, y narrada con un lenguaje enigmático y elusivo, no es otra que la construcción del terror que desemboca en el final epifánico.
En la cotidianidad del entorno ameno y bucólico, aparece sutilmente la intriga cifrada en el lenguaje. Al inicio del cuento leemos frases como “alegría bestial”, “sombrío letargo”, ausencia de “alma e instinto” y demás alusiones al “limbo de la más honda animalidad” o al “frenesí bestial” de los “monstruos”. También observamos la “visible brutalidad” con que son tratados los hijos mayores por parte de la sirvienta y la “facultad imitativa”, única virtud que se les asigna. Estas señas, secundarias en la primera historia, son fundamentales en la segunda. Así, el lenguaje configura elusivamente la segunda historia, la lógica argumental secreta, que se traslada a la superficie del cuento en su conclusión.
El lector está frente a una pieza maestra del género que cuestiona, entre otras, la escalofriante barbarie de la violencia silenciosa, cotidiana, y la deshumanización de la marginalidad, ambientadas en la provincia: metáfora de un país o, si se quiere, de un continente y de su historia. Este cuestionamiento radical de Quiroga a las lógicas imperantes, así como su honda dimensión crítica, fueron omitidas en los análisis tempranos de su obra. Incluso el más grande de todos, Borges, dijo que Quiroga era un mal Kipling (según Jorge Lafforgue, María Kodama afirmó en el diario La Nación que Borges, al final de sus días, había reconsiderado dicha sentencia sobre el uruguayo, aunque nunca se hizo pública).
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Si el modernismo temprano de Quiroga influyó en el juicio de Borges —tan contundente como el que alguna vez tuvo sobre Lugones (gran amigo de Quiroga)—, con seguridad merece la reevaluación de la que habló Kodama. Especialmente porque Quiroga estuvo del otro lado de la franja modernista que ocupó Lugones en la literatura rioplatense, con lo cual, en palabras de Beatriz
Sarlo, el uruguayo “recorre por sus propios medios el camino de la invención y las aplicaciones de la imaginación técnica”, fruto del “gusto literario por la experiencia vivida”. Quiroga fue un Robinson moderno, encarnación del “naturalismo y el materialismo filosófico en estado práctico” (Sarlo, 2000). Nada está más alejado —ni ética ni estéticamente— de Lugones. Ya lo expresó Ángel Rama: la experiencia profunda de Quiroga tiene que ver con que siempre vio el horror vinculado al animalismo y al descaecimiento de lo humano. Es así como, acorde con la décima ordenanza de su célebre Decálogo, para Quiroga, el cuento literario (una flecha que se dispara) apunta a la vida misma. Tal es su modernidad; tal su terror.
Texto para funda (o introito)
No importa el número de cisnes blancos que hayamos observado, aunque sea muy numeroso, nunca justificará afirmar que todos los cisnes que existen son blancos. Por el contrario, si la observación de un grupo reducido de cisnes permite determinar la causa de su blancura, por ejemplo, tras encontrar cierta particularidad orgánica en ellos, una hipótesis al respecto sí quedaría justificada. Este es el alegato inicial de la profesora rumana Diana Diaconu, (docente e investigadora de la Universidad Nacional de Colombia), en su prólogo a la Antología de cuento latinoamericano (Panamericana, 2021), explicación que busca hacer ver que la exhaustividad (el criterio cuantitativo sobre el cualitativo) es un ejercicio desenfocado en el campo del arte, que es el de la literatura, que es del que vamos a hablar aquí. La antología que menciono y que tuve el placer de elaborar junto a Diaconu, reúne, a manera de colofón, los textos que conformarán esta serie de trece artículos que funcionan aquí a manera de pistas en un LP) presentan poéticas, verdaderas apuestas literarias, que consideramos centrales para el género cuentístico en América Latina, desde su origen moderno (a finales del siglo XIX) hasta la actualidad.
La selección de un limitado número de autores, pero cuyas particularidades nos permiten comprender algunos momentos claves en el desarrollo del género cuentístico en nuestro continente (es decir, en nuestra lengua) creemos que está justificada, y, aunque no sea exhaustiva (pues, como vimos, no debe serlo), sí intenta señalar dichos momentos como partes constitutivas de la evolución, de la vida del género, tal y como lo expresa Diaconu en el prólogo ya citado. A esto hay que agregar que esta no es una selección temática (criterio que descartamos, por inoperante) ni formal (criterio miope y muchas veces confuso o arbitrario) y, quizás, tampoco estrictamente “incluyente” (puesto que creemos que meter todo en un mismo saco no es ser realmente incluyente, sino falto de criterio, simplificador y, por tanto, irrelevante). Los textos que se publicarán en esta serie señalan, tentativamente, un camino hacia el cuento actual, que se trazaría de Quiroga a Inés Arredondo o García Márquez para desembocar en Albalucía Ángel o Ricardo Piglia y llega hasta Guillermo Martínez.
Le invitamos a leer: Democracia en redes sociales y el escepticismo generalizado en política
Los trece cuentistas que se abordan en esta serie están divididos en dos grupos (dos lados del disco): las “poéticas modernas”, que incluyen propuestas ya consagradas, ampliamente consideradas como fundamentales y canónicas, digamos, y las “poéticas contemporáneas”, que son obras de ruptura frente el paradigma anterior del cuento, y que aparecen como profundamente anticanónicas. Las obras de estos últimos autores las ubicamos como apuestas imprescindibles en el campo literario latinoamericano actual. Dicho esto, es claro que toda discusión sobre lo canónico o anticanónico es siempre polémica, puesto que el “canon” mismo es dinámico, pero consideramos que no por eso la discusión es menos necesaria, especialmente cuando parece que este debate en Colombia ya no se da o no muy seriamente (en el mejor sentido de la palabra).
Escribe Diaconu que “en esta época de desatado consumismo, las antologías también sufren de obesidad”, y sí, por eso queremos resistir ante ese panorama y sostener, contrario a lo que sostienen otros, que lo importante en esta selección de cuentos no es que no falten, sino que no sobren. Ahora sí, vinilo al plato, aguja sobre el disco y ajustemos el volumen.
Lado A: poéticas modernas
I. Un estallido inicial (Horacio Quiroga)
Y dijo Quiroga: sea el cuento; y fue el cuento. Y vio Quiroga que el cuento era bueno. Y separó Quiroga, en él, la luz de las tinieblas. Quiroga como núcleo primordial, como Gran Explosión o como Bosón de Higgs del género en Latinoamérica. Sí, así es, bienvenidos, ¡este es el origen de todas las cosas!
Horacio Quiroga (Uruguay, 1878-1937) fue al cuento en América Latina lo que Poe al estadounidense. Abelardo Castillo escribió que ambos se hermanaban por la actitud romántico-decadentista y por la fascinación hacia la muerte y el horror. Pero nos mojamos poco si solo lo suscribimos. La verdad es que Quiroga y Poe están juntos, sobre todo porque son dos caras de una misma moneda: el origen de la tradición clásica del cuento literario moderno en América. Quiroga es puerto y faro de este paradigma, analizado por el propio Poe, que tiene a la brevedad, la condensación, la unidad de efecto, la esfericidad narrativa y el final conclusivo como rasgos definitorios. La tesis de Piglia de que el cuento moderno “cuenta siempre dos historias” está inspirada también en el uruguayo, puesto que sus cuentos encarnan, de forma maestra, el carácter ambivalente del género y ponen en tensión dos lógicas narrativas. Este procedimiento es la clave de una escritura problematizadora del mundo moderno.
Le invitamos a leer: “El corazón delator”, el relato de un crimen
La tensión entre esas dos las lógicas casi antagónicas (las dos historias) da cuenta de un cambio de paradigma en la concepción del mundo, en este caso inmediato, de la América Latina de finales del siglo XIX e inicios del XX; visión ahora escindida, desdoblada, que cuestiona la unicidad premoderna y encuentra caduca la visión coherente y ordenada del mundo. Encontramos allí el fundamento epistémico del cuento moderno. Cobra sentido otra tesis de Piglia: “El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1″. Este es el caso de “La gallina degollada”, donde Quiroga revela su formulación axiológica. El cuento pone en el primer plano una historia familiar que exhibe los problemas sentimentales de una joven pareja rural (tema que el salteño había explorado ya en Historia de un amor turbio (1908)), cuyo ocaso se consuma con la aparición de los hijos, en principio anhelados, pero que, al cabo, enferman trágicamente.
En pleno declive amoroso, la ilusión surge para la pareja fallida. Sin embargo, la tenue luz de ese horizonte se apaga con el destino inesperado.
La segunda lógica del cuento, ocultada magistralmente por Quiroga, y narrada con un lenguaje enigmático y elusivo, no es otra que la construcción del terror que desemboca en el final epifánico.
En la cotidianidad del entorno ameno y bucólico, aparece sutilmente la intriga cifrada en el lenguaje. Al inicio del cuento leemos frases como “alegría bestial”, “sombrío letargo”, ausencia de “alma e instinto” y demás alusiones al “limbo de la más honda animalidad” o al “frenesí bestial” de los “monstruos”. También observamos la “visible brutalidad” con que son tratados los hijos mayores por parte de la sirvienta y la “facultad imitativa”, única virtud que se les asigna. Estas señas, secundarias en la primera historia, son fundamentales en la segunda. Así, el lenguaje configura elusivamente la segunda historia, la lógica argumental secreta, que se traslada a la superficie del cuento en su conclusión.
El lector está frente a una pieza maestra del género que cuestiona, entre otras, la escalofriante barbarie de la violencia silenciosa, cotidiana, y la deshumanización de la marginalidad, ambientadas en la provincia: metáfora de un país o, si se quiere, de un continente y de su historia. Este cuestionamiento radical de Quiroga a las lógicas imperantes, así como su honda dimensión crítica, fueron omitidas en los análisis tempranos de su obra. Incluso el más grande de todos, Borges, dijo que Quiroga era un mal Kipling (según Jorge Lafforgue, María Kodama afirmó en el diario La Nación que Borges, al final de sus días, había reconsiderado dicha sentencia sobre el uruguayo, aunque nunca se hizo pública).
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Si el modernismo temprano de Quiroga influyó en el juicio de Borges —tan contundente como el que alguna vez tuvo sobre Lugones (gran amigo de Quiroga)—, con seguridad merece la reevaluación de la que habló Kodama. Especialmente porque Quiroga estuvo del otro lado de la franja modernista que ocupó Lugones en la literatura rioplatense, con lo cual, en palabras de Beatriz
Sarlo, el uruguayo “recorre por sus propios medios el camino de la invención y las aplicaciones de la imaginación técnica”, fruto del “gusto literario por la experiencia vivida”. Quiroga fue un Robinson moderno, encarnación del “naturalismo y el materialismo filosófico en estado práctico” (Sarlo, 2000). Nada está más alejado —ni ética ni estéticamente— de Lugones. Ya lo expresó Ángel Rama: la experiencia profunda de Quiroga tiene que ver con que siempre vio el horror vinculado al animalismo y al descaecimiento de lo humano. Es así como, acorde con la décima ordenanza de su célebre Decálogo, para Quiroga, el cuento literario (una flecha que se dispara) apunta a la vida misma. Tal es su modernidad; tal su terror.