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El cuento latinoamericano: trece poéticas que fundaron y renovaron el género (IV)

Presentamos la cuarta parte de una serie de entregas que publicaremos sobre poéticas que han sido cruciales para el desarrollo del cuento en América Latina. Esta vez, el texto será sobre Juan Rulfo, que se transforma en otro destructor de mundos: de ese tiempo y ese espacio que son sus ficciones.

Alejandro Alba García/ aalbag@unal.edu.co
18 de febrero de 2022 - 11:25 p. m.
Después de haber escrito "Pedro Páramo", Juan Rulfo dejó de publicar.
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Foto: Cortesía
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Desierto y prodigio (Juan Rulfo)

Me he convertido en la muerte, en el destructor de mundos. Esas palabras deíficas del Bhagavad-gītā las usó Oppenheimer tras la prueba Trinity en aquel desierto del estallido inicial: el prodigio y la condena nuclear. La imagen del desierto asociado a la muerte es común; la del estallido originario es igualmente universal. En cambio, la maravilla devenida en calamidad es menos frecuente. La obra de Rulfo está atravesada por los múltiples sentidos de todas estas imágenes. Quizás por eso él, en las antípodas del padre de la bomba atómica, fue precursor de otro boom, en parte gracias a que su obra construye una crítica apabullante: recrea un México suspendido en el tiempo, trágicamente olvidado, aislado, de la historia. Para entregarnos esta visión, Rulfo se transforma en otro destructor de mundos: de ese tiempo y ese espacio que son sus ficciones.

Borges cultivó también la unión antitética prodigio-desgracia, tan constante en la literatura rulfiana. Al final de “El milagro secreto”, Jaromir se detiene en el tiempo durante un reducidísimo instante epifánico antes de morir: allí, la unión antitética es infinitesimal. En la obra de Rulfo, en cambio, eclosiona, dejando permanentemente abolidos al tiempo y al espacio. El limbo, que para Jaromir es fugaz, para los personajes rulfianos es la única realidad permanente. La colección de cuentos El Llano en llamas y su novela corta Pedro Paramo elaboran magistralmente ese lugar narrativo que es el tiempo sin tiempo, pues los espacios de sus ficciones parecen haber sido aislados de la historia, una marginación trágica que liquida la esperanza futura. Si Borges indaga en las posibilidades especulativas del laberinto temporal, Rulfo lo materializa en una zona aislada del trascurrir del tiempo en la cual confina a la humanidad. El cuento que cierra El Llano en llamas (1953), titulado “El hombre”, muestra la habilidad fuera de serie de Rulfo en el oficio dedálico de la literatura fantástica en América Latina.

Le sugerimos leer la primera parte de esta serie: El cuento latinoamericano: trece poéticas que fundaron y renovaron el género (I)

A unos pocos lectores —a muy pocos lectores— se les ha permitido comprender la magnitud singular de la obra de Rulfo y hacerle justicia. Juan Villoro pertenece a ese grupo. En “Lección de arena” (2001), Villoro señala que una constante en la crítica sobre Rulfo es la reduccionista lectura antropológica-filológica de sus textos y, en consecuencia, su vinculación excesiva al ámbito local mexicano. Si la obra de Borges sufrió por algún tiempo una lectura inversa (de obra universal y desprendida de la cultura argentina), la de Rulfo —señala Villoroes víctima de la recepción localista. Su condición universal relegada al ámbito únicamente mexicano fue y es un verdadero despropósito. El legendario silencio por el que optó Rulfo luego de publicados sus dos geniales libros también desvió la recepción crítica y dio como resultado la mitificación de su figura como creador meramente intuitivo, otro equívoco penoso que omite un hecho innegable: que, como dice Villoro, “estamos ante el más arriesgado y riguroso renovador formal de la narrativa mexicana”[1].

Villoro destaca como uno de los mayores logros de Pedro Paramo “el desacuerdo entre la mirada del narrador y sus testigos” y “la desesperante autenticidad ajena” de los personajes, puntos claves en la poética y la toma de posición del maestro mexicano en el campo literario. La semilla de este tipo de reacción se encuentra en sus cuentos, específicamente en “El hombre”.

La articulación fragmentaria, descolocada, de las acciones, el perspectivismo angustioso y la sensación de percepción transferida entre los distintos personajes-narradores, además del entorno onírico, desdibujan la noción de lo real en las ficciones de Rulfo y consolidan su universo poético. En “El hombre”, el maestro mexicano no solo pone en tensión las visiones de mundo de los múltiples narradores y personajes, sino que todas ellas se ven subjetivadas hasta sus límites. La realidad rulfiana parece una nebulosa que se ordena y altera con cada voz que se escucha u horizonte que se observa; como en Kafka, como en Borges, la modernidad es cuestionada desde sus fundamentos: la identidad, la idea de progreso y la fe se pulverizan, se convierten nada más que en ecos pertenecientes a “ese tiempo seco y roñoso de espinas y de espigas secas”, bajo un “cielo cenizo, medio quemado por la nubazón” de “madrugadas grises llenas de frío”. Pero, ¡ojo!, ajusten el diafragma y obturen bien: el paisaje desolador que observamos en la fantasmagoría rulfiana no es únicamente una recreación del México desolado de mediados del siglo XX, es también el paisaje general de la modernidad que, aunque periférica (Sarlo), también ha devenido en ruinas.

Le sugerimos leer: El cuento latinoamericano: trece poéticas que fundaron y renovaron el género (II)

En Rulfo las ruinas parecen tener su propia voz. En sus libros, que son una singularidad en el cosmos literario latinoamericano, junto al dislocamiento de las lógicas argumentales y al extraño manejo del espacio y el tiempo ficcional, el lector encuentra la más cuidada expresión de estos recursos mediante un uso sorprendente y magistral de las voces narrativas.

Carlos Blanco Aguinaga, ya en 1955, año en que se publicó Pedro Paramo, señaló esa articulación polifónica de la novela cuando escribe que “lo que creíamos descripción del escritor parece ahora fragmento sin lógica de continuidad del meditar obstinado de algún personaje”, de modo que en la poética de Rulfo “nadie escribe: alguien habla”[2]. Este procedimiento de Rulfo en Pedro Paramo lo vemos ya perfeccionado en “El hombre”. Desde el inicio mismo del cuento nos sumergimos, como por sorpresa, en las meditaciones y transferencias psíquicas de quienes hablan, aunque las voces que suenan y se silencian se ven difuminadas en parte porque no parecen hablarse más que a sí mismas: “Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido”, leemos al principio del relato. En efecto, como escribe Blanco Aguinaga, la interioridad de los personajes rulfianos es obstinada, interior, volcada sobre sí misma y, por tanto, devenida en aridez monologada, como el monte estéril que recorren los personajes en el cuento. Las voces caen en el vacío, en el silencio, donde nadie escucha a los otros: “Volvió la cabeza para ver quién había hablado. Ni una gota de aire, solo el eco de su ruido entre las ramas rotas”.

Le sugerimos leer: Alfonso Carvajal y el amor por la literatura en “Una novela posible”

Las voces articuladas sin interlocutor posible, sin diálogo, soltadas hacia la nada y difuminadas en el aire pesado enfatizan aún más el paisaje estéril tan propio de los textos de Rulfo (“Luvina”, “Talpa”, “Nos ha dado la tierra”, etc.). En su obra, el silencio describe sin describir un entorno desolador y enmarca la tierra baldía, la orfandad vacía. No hay una voz que grita en el desierto, sino un susurro en medio de la soledad muda, despojado del tiempo y, por tanto, de la historia. Es aquí donde tiene lugar, como anota Villoro, la dimensión profundamente crítica tanto de Pedro Paramo como de El llano en llamas, una dimensión política “específicamente literaria: la historia de quienes no pueden tener una”. Baudrillard habló del desierto de lo real para describir la contemporaneidad del mundo actual, que para el filósofo se ha convertido en mera simulación. Décadas antes, en México, Rulfo había inventado ya una obra que recreaba ese brumoso desierto de lo real. Como en la prueba Trinity, Rulfo atomizó la experiencia humana en la literatura latinoamericana, desierto del prodigio y de la condena, con la forma hirviente de un llano en llamas.

[1] J. Villoro. Efectos personales. Barcelona: Anagrama, 2001, pp. 15-27.

[2] C. Blanco Aguinaga. “Realidad y estilo en Juan Rulfo”. En Revista Mexicana de Literatura, I, 1, sept.-oct. 1955.

Por Alejandro Alba García/ aalbag@unal.edu.co

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Melibea(45338)19 de febrero de 2022 - 11:02 a. m.
Con su interesante análisis de la obra de Rulfo,me motiva a reelerla para encontrar los aspectos que usted explica y que uno como lector desprevenido,pasa por alto
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