El cuento latinoamericano: trece poéticas que fundaron y renovaron el género (VII)
Presentamos la séptima parte de una serie de entregas que publicaremos sobre poéticas que han sido cruciales para el desarrollo del cuento en América Latina. Esta vez, el texto será sobre Albalucía Ángel.
Alejandro Alba García/ aalbag@unal.edu.co
Idolatría y pestilencia (Albalucía Ángel)
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Idolatría y pestilencia (Albalucía Ángel)
Por contradictorio que parezca, las invariantes de un género están en perpetuo cambio. Para Piglia, la vanguardia es un género que tiene como constante, en su origen, una paradoja, un conflicto: el aislamiento, la ruptura con el mercado y el deseo de la novedad, a la vez que la aspiración de acceder al gran público. Así, el artista de vanguardia debe asumir que, muy probablemente, no encontrará entre sus contemporáneos quien estime realmente su obra. Si la vanguardia es un género, es también una tradición, de la cual formará parte y reconfigurará el artista nuevo. Sin embargo, y dada la probable incomprensión de una obra vanguardista, Piglia recuerda que “toda verdadera tradición es clandestina, se construye retrospectivamente y tiene la forma de un complot”[1].
No sorprende entonces que una obra totalmente imprescindible como la de Albalucía Ángel no haya sido valorada como lo merecía sino hasta varias décadas después de haberse publicado por primera vez. Algunos de los cuentistas que he comentado hasta aquí corrieron con la misma suerte: visionarios y adelantados a su momento y desestimados en un principio por sus contemporáneos, fueron redescubiertos generaciones después: Quiroga, Arlt, incluso Borges y Rulfo.
Le sugerimos: Cannes escoge al colombiano Juan Andrés Arango para impulsar su nueva cinta
Si queremos atender al significado cultural de la obra de Albalucía Ángel en la evolución del género cuentístico en Colombia (y en América Latina), hemos de ubicarla en la vanguardia, junto a otros autores de ruptura como Roberto Bolaño, Rodrigo Fresán o Juan Villoro. Inauguro con esta singular escritora colombiana la sección de poéticas contemporáneas, porque, aunque se publicara en 1979 su genio se adelantó a su tiempo y nos corresponde ahora, a sus lectores actuales, no tanto empeñarnos en su canonización, como conjurar, retrospectivamente, el complot.
Ojo: no abogo aquí por la lectura o la “recuperación” de su obra per se. Puesto que sabemos, como decía Fresán, que hoy se lee y se escribe más que nunca, pero también peor que nunca[2]. La simple lectura, la que no atiende a los significados culturales de un texto, servirá a muchos (libreros, editores, medios, agentes, etc.), pero nos conduce precisamente a las trivializaciones o desenfoques con los que se ha abordado la obra de la gran escritora colombiana, y que dejan fuera de foco el verdadero valor artístico de su obra. Algunos de esos reduccionismos han sido la interpretación en clave mística u orientalista, la lectura meramente feminista además de los análisis formales o temáticos, por no hablar de la simplificación biográfica.
Recordatorio (y ya seguimos): la versión clásica del cuento moderno que viene de Poe y Quiroga narra cifrando la segunda historia en los intersticios de la primera para, así, en el final, revelarla de forma epifánica, en estructura cerrada. Opuesta a ella, existe otra vertiente del cuento que viene de Chéjov, Catherine Mansfield y otros que renuncia al final sorpresivo, efectista, y a la esfericidad, que trabaja la tensión entre las dos historias que narra y que no resuelve nunca: narración elusiva y final abierto. La apuesta estética de Albalucía Ángel se afilia (Edward Said) a esta segunda vertiente. Ejemplo de ello es su cuento “Capax en Salamina”, que poco o nada tiene que ver con la gran tradición clásica del cuento que fundó Quiroga y sigue cultivándose incluso en tiempos del boom, como vimos en los artículos anteriores. En cambio, Albalucía Ángel opta por un camino distinto, no solo por sus posibilidades expresivas, sino, especialmente, por lo que estas significan como creación artística cuestionadora y profundamente crítica.
Le recomendamos: La cumbia, puerta al ritmo y color del caribe colombiano
Capax, personaje mítico en Colombia durante los años setenta, fue llamado “el Tarzán del Amazonas”, el más grande nadador latinoamericano de entonces, famoso por haber recorrido a nado dos de los ríos más extensos del país, el Magdalena, desde Neiva hasta su desembocadura sobre el Atlántico, y el Amazonas, hazaña que le valió su mote. El cuento recrea la llegada de Capax a Salamina, un pueblo del departamento de Magdalena, al norte de Colombia. En la ficción de Albalucía Ángel, la imagen de este “Dios del agua subiendo a nado desde Leticia” es un evento apoteósico en ese pueblo olvidado y sumido en la miseria. Las voces narrativas que en él se articulan, mediante una elaboración maestra de la oralidad local[3], completamente alucinadas y caóticas (de ahí la escritura antinormativa), revelan una conjunción de paralelismos: la miseria del pueblo —como la de otros pueblos del norte del país que se mencionan (Magangué, Barbosa, Tamalameque, Calamar[4], etc.)— en oposición al festejo de los pobres que habitan allí y cuya tragedia se cristaliza en personajes como la triste reina del bacalao “de cuerpo regordete”, que recorta del periódico y adora la foto del nadador en su previo arribo a un caserío ribereño tan pobre como Salamina. Otro paralelismo de ese mismo orden ocurre en la ironía crítica que pone en escena de un lado, la triste celebración del arribo de aquel erótico y salvaje Capax y, del otro, la nefasta realidad, la más absoluta pobreza de quienes lo aclaman:
Hoy te dirán que no tenemos luz sino de seis a doce que alcantarilla no funciona que ni siquiera hay médico sino una comadrona que aplica mertiolate […] que el acueducto solo funciona de seis a ocho de la mañana y el agua no es purificada.
También la ironía de la autora salta a la vista: el nombre altisonante del pueblo, Salamina, contrasta ridícula y trágicamente con la indigencia de sus habitantes; un pueblo en estado de total anomia, despojado hasta de lo mínimo. Salamina, como Magangué (pueblo al que se ha llamado “La ciudad de los ríos”), es un caserío descalzo que no tiene ni agua, ni alcantarillado, ni luz, ni agua potable, pero que recibe triunfal al “Mesías del río” y que adora ese antropomórfico “Dios del agua”: ironía omnipresente en la tragedia colombiana. En ese entorno ruinoso y a la vez bufonesco, Albalucía Ángel se planta frente a los próceres del boom banalizado, contra los discursos que oficializaron el realismo mágico y lo convirtieron en exótica costa tricolor, incluso hasta hoy, muchos años después, en el desastre actual, haciendo ver a Colombia como el lugar de la magia salvaje. Albalucía Ángel no concede esta ligereza publicitaria y encuentra en pueblos como Salamina un espacio propicio y poético para el gesto iconoclasta que señala, como con el dedo medio, una bandera roída por las ratas: Colombia ya no es Macondo, sino una alcantarilla pestilente para ídolos de papel[5].
Podría interesarle: Gurnah: hay racismo en la reticencia de Europa a los refugiados del sur
[1] Piglia, R. Formas breves. Barcelona: Penguin Random House, 2014 (2000), p.23.
[2] Mención especial a “Adivinen qué traje de regalo, o apuntes para una teoría del futuro del libro o del libro del futuro”, de Rodrigo Fresán (2012).
[3] En el libro Prender el fuego. Nuevas poeticas del cuento latinoamericano contemporaneo (de próxima publicación con sello de la Universidad Nacional de Colombia), Diana Diaconu analiza las construcciones de la oralidad de Albalucía Ángel haciendo ver que este procedimiento no es mera recreación del color local, aspiración hacia lo verosímil típica de la literatura costumbrista, ni un puro afán testimonial tan de moda en los años posteriores al llamado boom. Al contrario, la ensayista entiende lo oral como contraparte subversiva del discurso oficialista, falseado y acomodaticio, y como la vía regia de la recuperación de la experiencia genuina en la literatura, en este sentido cercano al espíritu que tiene en la obra de Ricardo Piglia o de Fernando Vallejo.
[4] No debe confundirse con Calamar (Guaviare), pueblo del suroccidente del país, donde a día de hoy, las cosas siguen empeorando. No solo continúa una anomia similar a la del Calamar del cuento, sino que ahora bombardear niños es la nueva normalidad. De todas formas, el gobierno uribista los considera “máquinas de guerra”.
[5] Que ojalá para los comicios de este año la Registraduría Nacional no quiera fotocopiar.