El cuento latinoamericano: trece poéticas que fundaron y renovaron el género (XI)

Presentamos la undécima parte de una serie de entregas que publicaremos sobre poéticas que han sido cruciales para el desarrollo del cuento en América Latina. Esta vez, el texto será sobre Evelio Rosero.

Alejandro Alba García/ aalbag@unal.edu.co
26 de mayo de 2022 - 03:33 p. m.
Evelio Rosero afirma que “un pueblo sin lectores está sin reflexión, sin criterio; por eso hay que humanizar la lectura, sobre todo en estos tiempos de tecnología, de velocidad e internet”.
Evelio Rosero afirma que “un pueblo sin lectores está sin reflexión, sin criterio; por eso hay que humanizar la lectura, sobre todo en estos tiempos de tecnología, de velocidad e internet”.
Foto: EFE/ Penguin Random House
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XI. Otra metamorfosis

Un alegato inicial: en Eichmann en Jerusalen (1961), Hannah Arendt analiza de manera sumamente crítica el juicio del funcionario nazi y plantea allí una categoría aterradora: la banalidad del mal. Arendt demuestra, en suma, que cualquier persona, de cualquier situación intelectual, género, posición económica, etc., pudo haber sido Eichmann (o al revés). Es decir, la maldad es considerada por la filósofa como un fenómeno banalizado en la modernidad, convertido en automatismo: no se necesita un pasado perturbardor, historial antisemita o militarista, o haber sido un criminal para ser responsable de la ejecución de miles de personas, durante años. La instrumentalización del ser humano ha llegado a tal punto a mediados del siglo XX que el hombre “comete sus delitos en circunstancias que casi le impiden saber o intuir que realiza actos de maldad”, dice Arendt. Suponemos entonces que la instrumentalización no solo despoja a las víctimas de su condición humana (reificación), sino que también opera en los victimarios. Esta no constituye una defensa de la dirigencia nazi (como se pensó, fruto de una lectura equívoca, hecha por algunos críticos de Arendt), sino una denuncia de un malestar superior a la personalización del mal. Es más fácil decir que hay algunas manzanas podridas que suponer que toda una cultura ha creado seres potencialmente monstruosos. Esa es, de fondo, la cuestión. ¿Qué hacer ante ese panorama?

Aquí aparece, como testigo o como juez o como jurado, Evelio José Rosero. “¿Cómo callar a los epígonos?” se preguntan Piglia y Bolaño (como se mencionó en artículos anteriores). El argentino, recordamos, aproximó una respuesta: cambiando de lengua. Pues bien, ese es el camino por el que opta Evelio Rosero, ya en 1996, año en que escribe el cuento “Palomas celestiales”, y que apareció por primera vez en su libro Las esquinas más largas (1998). La cuentística de Rosero encarna esa marginalidad, tanto en el uso del lenguaje como en el de la estructura narrativa del cuento contemporáneo (Piglia), tan alejados ambos del uso convencional de los epígonos del boom, y fruto de una búsqueda minuciosa del escritor maestro. En ella (como en Fresán o Bolaño) se da cuenta de la condición singular del individuo en la crítica magistral del presente que este habita.[1]

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Esta toma de posición del autor se puede leer en “Palomas celestiales” mediante una problematización temática: otra vuelta de tuerca al planteamiento sobre el mal de Arendt, pero con la forma del humor corrosivo y profundamente irónico. En este cuento, Rosero apuesta por un juego de sátiras tragicómicas, poco visto en el cuento colombiano de la época, que mina la realidad de la historia de un país contemporaneo, en el sentido que Fernando Cruz Kronfly da a este término: un sincretismo, o una hibridación, entre lo posmoderno, lo moderno y lo premoderno, como también lo planteó el gran Rubén Jaramillo Vélez.[2]

“Palomas celestiales” recrea el secuestro de un bus escolar que transporta a 34 jovencitas de un colegio de clase alta, en Bogotá, a manos de tres veinteañeros, trabajadores de una fábrica de ladrillos de las afueras de la ciudad. Los muchachos son presentados como adictos al cine porno, idealizadores de “las putas” vestidas de colegialas que veían en él y con las que fantasean, una y otra vez (al punto de que llegan a identificarlas con las adolescentes que deciden secuestrar): “Se excitaron de sueños, y en lugar de comprar más boletos de pornográficas compraron dos revólveres y una pistola a un policía retirado. Seis meses de abstinencia los espoleaban”, dice el narrador. Los jóvenes son ridiculizados en la narración cuando leemos que pensaban, que creían que al cumplir su cometido, se convertirían en “los máximos, los duros”, y que actuaban como “lo veían en las pantallas”.

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Ser o no ser pantalla, esa es la cuestión, dice Rodrigo Fresán en una conferencia. Y, en efecto, los jóvenes obnubilados por la fantasía del cine desean que sus vidas sean “como en las películas” (esta idea se repite unas siete veces en el cuento), por lo cual imaginan una orgía de colegialas: “Las colegialas del norte de Bogotá eran las que más se parecían a las lúbricas rubias angelicales, desnudas en lechos de cuero”. Esta ironía de Rosero se confirma escena tras escena, frente a las que el lector, aunque presencia un acto terrible en el primer plano de la narración, realmente asiste a una comedia grotesca y trágica: tres adolescentes libidinosos, víctimas de sí mismos y devenidos en victimarios. La banalización del mal formulada por Arendt parece encontrar en el genial cuento de Rosero una aterradora parodia. En este queda en entredicho que no solo cualquier ser humano puede devenir en criminal infame, sino que, además, en el escenario que recrea, el origen de esta metamorfosis no es otro que el de una sociedad inconsciente y trivializada, enajenada ante la ficción dominante de los medios masivos y la estética capitalista que todo lo reifica.

El final del cuento consagra la ironía: a Leo Quintero, único sobreviviente de los secuestradores, y a quien las chicas dejan maltrecho y tuerto, le parece que esas 34 adolescentes, que masacran a sus cómplices, son unas pobres “palomas celestiales”. El mal banalizado gobierna ambos lados del crimen. La tentativa del secuestro y el doble homicidio cometido por un grupo de niñas son ocultados: “Del incidente nunca se supo, nada se hizo público. Se impuso la urgencia del colegio y los padres de familia por encubrirlo todo”, explica el narrador. Como en Arlt, como en Piglia, todo termina por ser incomunicable ante el periodismo y la ley. Solo se puede contar en la cárcel —ironía final— un relato desquiciado e infame a cambio de un aguardiente.

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[1] G. Deleuze y F. Guattari proponen que hay una forma de literatura genuina, marginal —cuyo paradigma es Kafka— que opta por una “desterritorialización de la lengua” y por la presencia de lo “individual en lo inmediato político”, a esta forma de literatura la llaman una literatura menor, y explican que esta “no es la literatura de una lengua menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor”. Al respecto, Kafka, por una literatura menor. México: Ediciones Era, 1975, p.30.

[2] Cruz Kronfly en La tierra que atardece y Jaramillo Vélez en Colombia: la modernidad postergada (ambos libros de 1998, año en que también aparece el cuento de Rosero) plantean desde dos perspectivas distintas esta condición de precariedad del sujeto actual en Colombia, cuya particularidad es el acriticismo generalizado en el que devino un proceso de modernización tardía en América Latina. El desarrollo técnico, científico, fue instrumentalizado, por lo cual el pensamiento moderno, crítico y autocrítico, no acompañó este desarrollo.

Por Alejandro Alba García/ aalbag@unal.edu.co

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